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Barcelona, la bella ciudad de los prodigios
Desde su aparición, el cine se ha convertido en testigo excepcional de la historia, a la que ha provisto de una herramienta privilegiada de conservación visual. La trayectoria del cinematógrafo ha estado, en muchos sentidos, emparentada con el desarrollo de las grandes urbes, pues el séptimo arte es una disciplina principal aunque no exclusivamente urbana. La ciudad de Barcelona, como tantas otras metrópolis del planeta, ha conseguido hacerse un hueco, no solo en la literatura, sino también en el cine, gracias, en muchas ocasiones, a la transformación del lenguaje literario a las convenciones de la sintaxis fílmica. Autores como Mercè Rodoreda, Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Manuel Vázquez Montalbán y Andreu Martín, entre otros, han visto materializados sobre el celuloide sus mundos de ficción, basados, a su vez, en una particular concepción de la Ciudad Condal. Buena porción de la historia del cine español ha de escribirse en Barcelona, donde, en 1897, aparecieron las primeras productoras, y, en 1932, se adoptó el cine sonoro; en ambas ocasiones, Barcelona se había adelantado a Madrid. Barcelona sería también la patria chica de la revista Fotogramas (1967), vocero de lo se llamó la Escuela de Barcelona, que dio sus mejores frutos entre 1965 y 1970, de la mano de directores como Vicente Aranda, Joaquim Jordà, Jacinto Esteva y Pere Portabella.
Son legión las películas que transcurren, en su totalidad o en parte, en algún lugar de Barcelona; también las que tratan de reconstruir el pasado histórico de la ciudad. Un ejemplo relativamente reciente es la producción Tardes de Gaudí (Gaudi Afternoon, Susan Seidelman, 2001), basada en la novela de Barbara Wilson. Con un reparto internacional encabezado por Judy Davis, Marcia Gay Harden, Lily Taylor, Juliette Lewis y María Barranco, la película trata de “mostrar ambas caras de la ciudad: la vieja y la nueva, la gótica y la moderna. De otro modo, filmaría solo los aspectos de Gaudí y no sería fiel a la ciudad y a su espíritu”, según la propia directora. Así, para el piso de uno de los personajes, se rodaron los exteriores de La Pedrera y los interiores en la Casa Batlló.
En noviembre de 2002 se estrenó en nuestras salas la coproducción francoespañola Una casa de locos (L’auberge espagnole, Cédric Klapisch), interpretada, entre otros actores, por Audrey Tautou. Se trata, en cierto modo, de una comedia juvenil que tiene como protagonistas a varios estudiantes extranjeros que, gracias al programa Erasmus/Sócrates, comparten piso en el casco viejo de Barcelona. El mismo equipo de intérpretes y de dirección ha repetido la experiencia en Las muñecas rusas (Les poupées russes, Cédric Klapisch, 2005), aunque, en esta ocasión, el escenario barcelonés fue sustituido por localizaciones de San Petersburgo, Londres y París.
En la ciudad (Cesc Gay, 2003) es una propuesta muy sólida, pero no explora demasiado el ambiente externo, sino que realiza un fino ejercicio de introspección en el que la propia ciudad y el espectador son testigos de excepción de las vidas frustradas y tristes de los protagonistas, todos ellos treintañeros de la clase media‑alta. De todas maneras, una de las visiones más atractivas de Barcelona la consiguió dar, paradójicamente, el cineasta de la movida madrileña par excellence, Pedro Almodóvar. Todo sobre mi madre (1999) es un excelente fresco de diferentes paisajes de Barcelona, desde Gràcia hasta la Barceloneta.
Entre las adaptaciones de obras literarias ambientadas en la Ciudad Condal, podemos citar muchas, desde La plaza del diamante (serie televisiva y largometraje dirigidos en 1982 por Francesc Betriu), basada en la novela homónima de Mercè Rodoreda, hasta Barcelona Connection (Miguel Iglesias Bons, 1987), sobre un texto de Andreu Martín. Uno de los novelistas más adaptados ha sido, sin duda, Juan Marsé: La oscura historia de la prima Montse (1977, Jordi Cadena), La muchacha de las bragas de oro (1980, Vicente Aranda), Últimas tardes con Teresa (1983, Gonzalo Herralde), Si te dicen que caí (1989, Vicente Aranda), El amante bilingüe (1992, Vicente Aranda), Domenica (2001, Wilma Labate; sobre Ronda del Guinardó) y, sobre todo, El embrujo de Shanghai (2001, Fernando Trueba), una magnífica adaptación rodeada de polémica por la sustitución del primer director elegido, Víctor Erice. Muchas de estas adaptaciones están ambientadas, en todo o en parte, en el barrio de Gràcia, que, de alguna manera, representa el alma mater de la ciudad.
Las novelas de Eduardo Mendoza también han recibido la atención del cine, que ha adaptado cuatro de sus novelas, aunque solo las tres primeras están ambientadas en Barcelona (fuera de la lista quedaría El año del diluvio, Jaime Chávarri, 2004): La verdad sobre el caso Savolta (Antonio Drove, 1979), La cripta (Cayetano del Real, 1981; basada en El misterio de la cripta embrujada) y La ciudad de los prodigios (Mario Camus, 1999). La primera y la última tratan de reconstruir la Barcelona de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Para la película de Camus, además, Poli Cantero, según bocetos del oscarizado Gil Parrondo, fabricó una gigantesca maqueta de la Barcelona de las dos Exposiciones Universales. En cuanto a La cripta, está ambientada, entre otros lugares, en el Barrio Xino.
Sin duda, uno de los grandes éxitos de la literatura española reciente ha sido La sombra del viento, novela de Carlos Ruiz Zafón que, al igual que El embrujo de Shanghai, se sitúa en la Barcelona de la posguerra. Todavía no se ha realizado la versión cinematográfica de esta obra, pero sí la de otro gran éxito editorial, ambientado en la Barcelona de nuestros días. Se trata de Lo mejor que le puede pasar a un cruasán, de Pablo Tusset, adaptada por Paco Mir en 2003, con Pablo Carbonell, José Coronado, Nathalie Seseña y Marta Belaustegui en los papeles principales. En realidad, Tusset es un discípulo aplicado de Mendoza, pero a Mir le cuesta mucho sintetizar toda la obra en un largometraje que resulta excesivamente esquemático.
Mención aparte merece toda la saga cinematográfica y televisiva generada por el celebérrimo Pepe Carvalho, detective catalán de ascendencia gallega creado por Manuel Vázquez Montalbán. Solo en el cine, Carvalho ha dado cuatro largometrajes: Tatuaje (Bigas Luna, 1976), Asesinato en el Comité Central (Vicente Aranda, 1983), El laberinto griego (Rafael Alcázar, 1990) y Los Mares del Sur (Manel Esteban, 1991). Quizás pocos directores se hayan preocupado tanto de Barcelona como Bigas Luna o Ventura Pons. Este último, por ejemplo, en Amor idiota (2004), adaptación de la novela Amor d’idiota de Lluís-Anton Baulenas, muestra un interesante paisaje urbano de Barcelona, escenario de esa relación obsesiva que mantienen sus dos protagonistas, interpretados por Santi Millán y Cayetana Guillén Cuervo. L’Eixample es el escenario de otros de sus títulos posteriores, Barcelona (un mapa) (Ventura Pons, 2007), adaptación de una obra de Lluïsa Cunillé.
Aunque en el cine español no suelen proliferar las recreaciones históricas, debido en parte a lo ajustado de los presupuestos, en los últimos años hemos asistido a cierta proliferación de las películas ambientadas en los años treinta, sobre todo en torno a la Guerra Civil. Barcelona jugó un papel crucial en aquel enfrentamiento, tal como queda reflejado en Tierra y libertad (Land and Freedom, Ken Loach, 1995), o Libertarias (1996, Vicente Aranda), entre otras muchas propuestas, como Soldados de Salamina (David Trueba, 2002), adaptación del éxito editorial de Javier Cercas. Hace ya más de treinta años, Jaime Camino había estrenado Las largas vacaciones del 36 (1976), que, aunque no está ambientada en Barcelona, refleja las vivencias de las familias burguesas catalanas al principio de la guerra, que les sorprendió ya en sus lugares de veraneo, pueblos cercanos a la Ciudad Condal.
La Barcelona de los años 80 queda bien reflejada en la comedia de situación Boom, boom (1990), opera prima de la directora Rosa Vergés, con la que consiguió el Goya a la mejor dirección novel. Del mismo modo, los meses previos al referendum para el ingreso de España en la OTAN es el marco en el que se desarrolla Barcelona (Whit Stillman, 1994), que presenta la ciudad desde una perspectiva norteamericana y cuenta en el reparto con Mira Sorvino.
Hay también una serie de películas que, a pesar de haber sido rodadas en Barcelona, tratan de disimular las particularidades de la ciudad para que no resulte excesivamente reconocible al espectador. Así ocurre, por ejemplo, con Angustia (Bigas Luna, 1986), que, a pesar de que fue rodada en Mercabarna y en una de las casas de Gaudí, recrea, prodigiosamente para la época en que se produjo, una atmósfera netamente californiana. Lo mismo ocurre en El maquinista (The Machinist, Brad Anderson, 2004), filmada íntegramente en Barcelona, pero con una ambientación americana. De igual modo, resulta prodigiosa la atmósfera inquietante conseguida por La Fura dels Baus en Fausto 5.0 (Àlex Ollé, Isidro Ortiz y Carles Padrissa, 2001), donde aparece una Barcelona encantada e innominada.
No debemos omitir en este breve repaso una película de carácter documental como En construcción (2001), de José Luis Guerin. Pocas veces se le ha podido tomar el pulso a las transformaciones del paisaje urbano y humano como se ha hecho en este docudrama, rodado a lo largo de tres años en el genuino barrio de El Raval, que ha sufrido recientemente una profunda transformación. No obstante, si hay dos películas recientes que hayan encontrado en Barcelona un escenario privilegiado, estas son Vicky Cristina Barcelona (Woody Allen, 2008) y Biutiful (Alejandro González Iñárritu, 2010), dos títulos de hondo calado internacional, si bien presentan dos visiones bien distintas de Barcelona. Aquí nos quedaremos con la última, que presenta a Barcelona como una ciudad de inmigrantes, primero españoles (venidos de otros puntos de la Península Ibérica) y luego extranjeros (llegados de otros puntos del mundo).
Biutiful (Alejandro González Iñárritu, 2010)
No es casual que sea Alejandro González Iñárritu, el director que le tomó el pulso a México D.F. en Amores perros (2000), quien esboce el paisaje humano, más que urbano, de una ciudad como Barcelona, un lugar tradicionalmente cosmopolita. Ahora bien, si en muchas de las películas mencionadas tenemos una visión de la Ciudad Condal desde una perspectiva relativamente acomodada –la de un turista, la de un estudiante, la de alguien perteneciente a la clase media, la de un policía…–, Biutiful ofrece una Barcelona distinta, acaso más real, pero oculta a nuestra visión. La ciudad se convierte en un telón de fondo sobre el que se proyectan las frustraciones de un personaje tan fuerte como Uxbal (Javier Bardem).
Es en este ambiente de ciudad de inmigrantes en el que se desarrolla Biutiful. Comienza con una escena llena de significado. Se ven las manos de un padre, ya curtidas, junto a las manos de una niña, su hija. Con una voz muy suave, que apenas si se escucha, ella le hace preguntas, que él contesta tiernamente, amorosamente. Así termina también la película, con lenguaje que se habla con las manos, con voces que apenas se oyen.
Es una película pesimista, que no da tregua. No hay esperanza para los inmigrantes. La gran ciudad, en general culta, tan mediterránea y atractiva, tiene poco para ellos. Son objetos de explotación, de oficios mal pagados, de persecución constante. Al mar solamente se acercan cuando están muertos. La solidaridad no funciona, resulta un desastre. Cuando Uxbal (Javier Bardem) quiere contribuir a que las noches no sean tan frías para los explotados, acaba matándolos con los calentadores que les entrega. Hasta el apasionado amor entre dos hombres termina en asesinato, en sangrienta muerte. El sistema de salud es decadente, no da para algo tan simple como tomar muestras de sangre y mucho menos para aliviar a Uxbal de su cáncer de próstata. Tampoco funciona el amor de pareja ni la relación de padres e hijos. La policía es corrupta. De nada sirve el don sobrenatural de Uxbal de hablar con los muertos: con su padre no se pudo comunicar bien en vida y tampoco lo logra ya muerto, cuando, después de muchos años, desentierra su cuerpo embalsamado. Tampoco funciona que Uxbal haya acumulado dinero para sus hijos ni que haya sido generoso con una joven madre africana a quien trae a su casa. Ella se va con el dinero y con las ganas de vivir de Uxbal.
Biutiful cuenta una historia dramática, que te atrapa, que te lleva a lugares de Barcelona extraños, que ningún visitante sospecha que existan. Es bella, al estilo biutiful. Es tierna y terrible. Es un mar de contrastes, como la vida del inmigrante que abandona sus tierras por un sueño que no es real, pero que seguramente es mejor que lo que ha dejado atrás. Biutiful abre una herida terrible en el espectador, la de la gran frustración que resulta cuando los seres humanos no logran comunicarse bien, desencadenando eventos insospechados y trágicos. En este sentido, ¿qué mejor que adentrarse en las circunstancias de los inmigrantes?
Es curioso que la primera frustración la experimenta el espectador hispanoparlante, el mismo que se siente extraño cuando se enfrenta al catalán, tan cercano y tan lejano al castellano. Esto tiene que ser intencional. Hay algo que quiere expresar la película: la gran dificultad de comunicaciones de la vida en las grandes ciudades. Las personas gritan, las personas pelean, las personas fingen, tiene miedo, se callan o se inventan lo que dicen. Las personas no se comunican. El protagonista, al final, solo se comunica bien con los muertos, ya que tiene un don sobrenatural para ello, o cuando lo hace por medio de tiernos signos y susurrantes voces, como ocurre, con toda intención, al comienzo y al final de la película.
Ahora bien, la película es clara en su lenguaje no verbal. La cara de Javier, un actor pleno en recursos, es completamente expresiva. En casi todas las escenas, las tomas son cercanas, abundantes en detalles visuales, de modo que los rostros de todos los actores y protagonistas y sus manos te penetran, se meten contigo, te inundan. El tema de las malas comunicaciones se complementa con el de la ciudad decadente, gris, apabullante… Estos son dos protagonistas reales, a los cuales sirven los actores. Con la magia del cine vemos una Barcelona gris, atiborrada, miserable, triste. La majestuosa Sagrada Familia y el edifico de la empresa de aguas, que se destacan en el cielo de esta bella ciudad por sus colores, se ven descoloridos y feos. El humo está siempre presente, asesino, contaminante. Con frecuencia es el humo de todos los personajes fumadores, como Javier y Maricel. Echan humo haciendo el amor, comiendo, conversando, bebiendo… Un inocente niño de siete años fuma de noche hasta causar un conato de incendio. Javier fuma al llegar al cielo después de muerto al lado de su ángel fumador custodio. Aun sin estar fumando, todos echan humo. Otras bocanadas de humo salen abundantes de las cuatro gigantescas y monstruosas chimeneas de la planta térmica cercana, que aparece media docena de veces. Un humo asesino, invisible, producido por unos calentadores de gas defectuosos, envenena a los miserables inmigrantes chinos que duermen hacinados en una bodega.
Es otra cara de la bella, encantadora y coqueta Barcelona. Quizás sus nuevos habitantes serán el origen de muchas otras bellezas y encantos futuros, aquellos que solo sabe crear alguien que ha sufrido, sin perder por ello la ilusión.
Buenísima la nota. La he leído con satisfacción. Así mismo la crónica de Biútiful, una película que me deslumbró, porque a pesar de la crueldad de su historia es cálidamente humana. Solo un olvido en tu crónica. Conocí la terraza de La Pedrera gracias a Michelangelo Antonioni y esa increíble película que es «El Pasajero» con Jack Nicholson y Maria Schneider. La mayor parte de la película se desarrolla en Barcelona y la Costa del Sol.
Muchas gracias por tus palabras. Tomo nota de la peli de Antonioni. Un saludo.