Investigamos
Bazin y el cine de autor
Me ha pasado, en más de una ocasión, en las charlas de café con amigos, en las comidas o reuniones, escuchar que unos dicen que un director de cine es el responsable de que una película se vuelva trascendente al imprimirle su estilo y personalidad; y los otros dicen que eso no es ninguna garantía, que el trabajo en equipo de una obra puede estar por encima de su propio director. Y así, sin pretender, más de una vez me he encontrado con un debate que se originó hace 70 años: el cine de autor.
Y es que fue justo en 1948, cuando el escritor -y después realizador- francés Alexandre Astruc introdujo la idea de que un director de cine debía utilizar la cámara como si fuera la pluma de un escritor, un concepto que conocimos como caméra-stylo. En el número 144 de la revista L’Écran Francais, Astruc apostaba por un cine convertido en un lenguaje escrito, en el que los recursos que integran una obra cinematográfica -léase reparto y equipo técnico- correspondan totalmente a la visión de su creador. Esto significaba el alejamiento del cine de la imagen por la imagen, de la anécdota importante y de lo concreto, para convertirse en un medio de escritura flexible y sutil como el escrito.
No tardaron en subirse al tema algunos críticos de cine francés que al tiempo se convirtieron en los máximos exponentes de la Nouvelle Vague. Personajes como Godard, Rohmer y Truffaut comenzaron a plasmar en una revista sus primeras reflexiones, afirmaciones y concepciones personales sobre la premisa mencionada por Astruc. Sentaban la base de lo que conocimos como “política de autores” en las páginas del Cahiers du Cinema cofundada por André Bazin. Dichos críticos basaban el análisis de una película en los rasgos más característicos de su director, de acuerdo con sus obras precedentes. Es decir, explicaban los patrones, el estilo y las líneas que utilizaba cierto director para la estructura narrativa de sus obras.
Uno de los más incisivos sobre este tema fue François Truffaut. En un ensayo, publicado en la revista, llamado “Una cierta tendencia en el cine francés”, criticó severamente la filmografía de principios de los 50 conocida como “cine de calidad”. Truffaut reclamaba, a los directores franceses de la época, su incapacidad de salir de la comodidad técnica. Se limitaban -decía- a tomar un guion no original, ponerle rostros y encender la cámara. En cambio, destacaba el trabajo de algunos realizadores en el cine norteamericano, quienes impregnaban estilo, presencia y personalidad a las puestas en escena de sus películas, ¿se acuerdan de la entrevista de Truffaut a Hitchcock?
El escrito de Truffaut, publicado en el número 31 del Cahiers du Cinema, generó una seria controversia en el medio de cineastas franceses, se dio una clasificación de directores que estaban en líneas diferentes; unos con la marcada tendencia de llevar con guiones adaptados las obras clásicas de la literatura o hechos históricos; otros, que demostraban su propio acento con la creación de sus obras. En esa coyuntura, nació el concepto de política de autor, y la Cahiers se volvió autoridad para marcar la diferencia.
Así, el teórico y cineasta francés, reconocido por su aclamada antología “¿Qué es el cine?” y cofundador de la revista Cahiers du Cinema, André Bazin, advertía sobre los riesgos que implicaría dar a luz su opinión en la publicación “La politique des auteurs”, pues apostaba por darle a los directores de cine, en la autoría de sus películas, el estatus que les correspondía, pudiendo causar polémica, incluso, entre sus colegas de la revista. Bazin estaba consciente de que la línea de la revista tendía a ponderar la “política de autores” y que sería hipócrita pensar que las críticas se caracterizaban por ser neutrales y objetivas. Para entonces -decía Bazin-, los lectores ya habrían podido darse cuenta también de que ese postulado crítico no era adoptado con la misma constancia por todos los colaboradores habituales. Es decir, que los críticos defensores más estrictos de la política de autores se dedicaban a juzgar siempre a sus autores favoritos, hablando siempre de las bondades y maravillas de sus obras, por lo que los mismos realizadores, con razón o sin ella, siempre salían ganando.
Y aquí, Bazin pondría el dedo en el renglón. Él no concebía del mismo modo el papel que se le asignaba al autor en el cine, porque consideraba que una obra podría superar al autor, una declaración que sus colegas ponían en duda y consideraban como una contradicción crítica. Bazin aseguraba que en el momento en que se afirma que un cineasta es el hijo de sus obras, entonces no hay filmes menores, puesto que incluso, el más pequeño de entre ellos, sigue ostentando la imagen de su creador. Surgían entonces las primeras diferencias en la relación entre una obra y su creador.
El concepto no tardó en llegar al cine norteamericano y con ello, las primeras reacciones. La reconocida crítica del New Yorker, Pauline Kael, calificó la política del autor como un intento ridículo de glorificar a los directores favoritos, tras sacar una película mediocre. Ridículo también -dijo- valorar los rasgos distintivos de la personalidad de un director solo porque hagan acto de presencia en sus filmes. En cambio, el también crítico de cine norteamericano Andrew Sarris, responsable de introducir el nombre de “Teoría del Autor” –se dice que por error de traducción- se inspiraba en las reflexiones de Cahiers du Cinema e, incluso, propuso como convenciones de análisis: la competencia técnica, el estilo y el significado interior de una obra cinematográfica.
En la “La Politique des auteurs”, Bazin comparte que, tras estas ideas, le preguntaban que cuál era el valor que podría darse a realizadores de la calidad de Renoir, Clair o el propio Chaplin. Bazin respondió que se trataba de genios natos, de cualidades y características únicas. Y sobre la aparente superioridad de Hollywood para establecer un concepto de autor, Bazin afirmaba que no era más que accesoriamente de orden técnico, pues lo que tendía a llamarse genio cinematográfico norteamericano, debía analizarse y definirse como una sociología de producción. Es decir, que lo admirable del cine norteamericano es justamente su necesidad de espontaneidad, en demostrarse libre de la industria y del capitalismo. Aquel realizador que se adapta a las condiciones de evolución y perfecciona su técnica puede mostrar una calidad definida como autor. Por ejemplo, Bazin comenta que El Ciudadano Kane (1941) contó con la complicidad de un maravilloso equipo, el cinematógrafo Gregg Toland, por mencionar a uno, en cambio, Mr. Arkadin (1953), la sexta película enteramente firmada por Orson Welles, presupondría mayor experiencia y, por tanto, debería ser considerada superior, pero no lo fue, opinión que no cayó muy bien, al considerarse un prejuicio crítico, por considerar que las obras de juventud o de madurez son superiores a las de la vejez. En este sentido, su colega en el Cahiers du Cinema, Éric Rohmer, insistía en que no hay un ejemplo de un genio auténtico que haya conocido al final de su carrera un periodo de verdadero declive. Sin embargo, Bazin exhorta a aplicar el postulado a la inversa; el drama no radica en el envejecimiento de los hombres, sino en el del cine, los que no saben envejecer con él se dejan sobrepasar por su evolución.
La política de los autores de Bazin consiste, entonces, en elegir el elemento personal de su director como un estándar de referencia y, luego, asumir que continúa y evoluciona de un filme al siguiente. Por supuesto que habrá películas que se escapen a este criterio y, por ende, serán consideradas inferiores, pero, aunque fuera, en el peor de los casos, un filme con un terrible guion, podremos ver solapada la marca del autor. El riesgo es pensar que si una película es de tal autor, en automático darle una alta valoración, aunque de hecho fuese mala o cuando más, convencional; o si bien el director de otra película no es considerado autor, no darle a su obra el lugar que le corresponde.
Un debate que no termina y con el que me sigo encontrando. En lo personal, me parece que la obra siempre debe estar por encima de su autor, porque de lo contrario se corre el riesgo de alabar, sin razón, una obra que no lo merece, solo por querer exaltar al director. Estoy consciente de que, para pensar el valor del autor, se debe entender que las condiciones de producción y recepción han cambiado, al igual que la manera en que la sociedad piensa el contexto político de las imágenes, sin embargo, la personalidad no cambia, estoy a favor de imprimir la personalidad y la esencia en cada obra, como un estilo que se mantiene latente. Le apuesto a no suponer, desde el principio, que un filme sea bueno solo porque se debe a un autor acreditado. Debemos lamentar que se alabe sin razón una obra que no lo merece, y evitar rechazar un filme que puede ser valioso solo porque su realizador no haya hecho nada bueno hasta el momento.