Series de TV
Breaking Bad – Final
Como todo fenómeno cultural que excede sus propias limitaciones formales (solo se trata de una serie de televisión de cinco temporadas), Breaking Bad marcó un punto de inflexión a la hora de establecer los criterios de valoración sobre los productos televisivos que podían resultar algo desactualizados hasta el momento para todos aquellos que nos mantuvimos bastante al margen de los hits que el formato ofreció durante la última década (Lost, Dexter, Glee, American Horror Story, The Walking Dead, Homeland). Lo bueno de estos criterios es que en lugar de estar pensados en función del contenido parecen guardar más relación con las formas, aunque todavía sigue rigiendo un muy molesto imperativo basado en la abundancia del golpe de efecto y la suspensión de todos aquellos aspectos que puedan resultar reveladores de la trama. Este impresionante clásico del futuro, de la cadena AMC, representó la cruzada outsider de los dos criminales más icónicos en lo que va del siglo veintiuno: Walter White y Jesse Pinkman, valiéndose tanto de esos imperativos con los que sedujo al gran público, pero también de un profundo conocimiento de otra herramienta infalible y tan a menudo menospreciada como lo es el clasicismo narrativo.
Junto con Mad Men y Game of Thrones, Breaking Bad pareciera conformar una especie de Santísima Trinidad Televisiva que legitima definitivamente el formato y eleva su estatus al de un dispositivo narrativo permeable a la concepción autoral, como en su momento lo hicieran Six Feet Under, The Sopranos o The Wire (o un muy alejado precedente como lo fue la miniserie Twin Peaks, creada por David Lynch), exponentes que lograron asentar apellidos por fuera de su éxito y popularidad. Cuando uno se acerca a leer reseñas sobre BB, se encuentra con apelativos tales como Tercera Edad Dorada de la Televisión, o con la reivindicación de la figura del showrunner (creador y productor ejecutivo de la serie) como master mind absoluto, asimilable a la del genio creativo que controla todos y cada uno de los aspectos de realización de una serie de manera obsesiva (como Chris Carter, creador de Los Expedientes X, serie en la que se desempeñó como guionista Vince Gilligan, creador de Breaking Bad). Y si tenemos en cuenta la predilección mostrada por los guionistas de la última década por crear personajes con motivaciones y procederes oscuros, de Vince Gilligan se puede decir que ostenta el mérito de haber creado al más amoral de todos, a un hombre que no se regía por código alguno que permitiera diluir las responsabilidades sobre sus propios actos. Porque Mr. White (o su variante mítica, Heisenberg) podía invocar hasta el cansancio el bienestar familiar como principal móvil de sus acciones que ya no se lo íbamos a seguir creyendo por mucho más tiempo. Su renuencia a hacerse cargo de cada decisión fatal para su entorno, culpando a las circunstancias o a sus enemigos lo llevó a cometer las peores barbaridades alguna vez vistas en pantalla. Y eso lo convirtió en un personaje impredecible, capaz de cualquier cosa en pos de asegurar su propia subsistencia, la de un hombre enfermo y con los días contados que necesitaba sentirse más vivo. Lo impredecible de Heisenberg (un genial Bryan Cranston, configurando con cuerpo y alma un nuevo tipo de villano nunca antes visto) nos aseguró una complicidad profunda y perversamente encantadora que solo delineó claramente sus límites cuando las simpatías del espectador comenzaron a inclinarse hacia la figura de Jesse Pinkman, cuya curva moral parecía dirigirse hacia un vértice completamente opuesto al del protagonista. Pinkman (sacrificial entrega actoral de Aaron Paul), aun en su condición inicial de stoner marginal sin nada que perder, fue el contrapeso ideal para el resentido social de Mr. White/Heisenberg. Mientras uno se tomaba la revancha contra esa misma sociedad que no le permitió brillar profesionalmente y lo relegó al rol de un mero profesor universitario con doble trabajo como empleado de lavandería de autos, el otro empezaba a encontrar motivaciones familiares o compromisos sentimentales, algo impensado en sus inicios en la serie. Los dos outsiders más icónicos del siglo veintiuno fueron tangenciales al sistema, no se pudieron integrar a él, aunque Jesse Pinkman tampoco pareció pretenderlo (sin trabajo, rechazado por su propia familia, arrojando el dinero acumulado con la metanfetamina por las calles del barrio). Mientras que el mayor resentimiento del señor White fue no haber sido funcional a ese sistema. Y si bien su última intervención tuvo mucho de “corregir los errores”, fue un gran logro de la serie el que no asumiera culpas por nada de lo cometido, bancándose las consecuencias.
Un lugar común a la hora de aludir a Breaking Bad (y a Mad Men y a Game of Thrones) entabla una supuesta superioridad del actual estado de las series de televisión por sobre la producción cinematográfica hollywoodense de los últimos años. Se habló de nuevas formas y límites trascendidos, asumiendo que las series mencionadas ofrecían algo que en el cine de hoy no estaría presente. De Game of Thrones uno puede suponer que la experiencia de su visionado no difiere demasiado de la lectura de los libros en los que está basada; en lo que respecta a la serie no se perciben ideas audiovisuales muy inspiradas. El fuerte de su atractivo recae pura y exclusivamente en lo argumental. Con Breaking Bad la cosa es distinta. La serie tiene una construcción tan rigurosa desde lo visual y lo sonoro que da la impresión de que podría prescindir completamente del diálogo y transmitir la misma intensidad. Pero esta confrontación entre el estado actual de la ficción televisiva norteamericana contra el mainstream cinematográfico de Hollywood puede parecer un poco apresurada e infundada, sobre todo si se tiene en cuenta que las series son herederas residuales del legado narrativo impuesto por la maquinaria de Hollywood. De hecho hay directores de cine que suelen hacerse cargo de la dirección o la producción ejecutiva de algunas de estas series (Juan José Campanella en House, Frank Darabont en The Walking Dead, Quentin Tarantino en C.S.I., Martin Scorsese en Boardwalk Empire, Michael Mann en la malograda Luck, Rian Johnson en la serie que nos ocupa). Breaking Bad se nutrió de múltiples referentes cinematográficos, y su propia concepción en términos estéticos está fuertemente codificada por estándares del cine de género, muy especialmente del western, prácticamente extinto en la producción cinematográfica. En todo caso parece más pertinente señalar que la televisión se está retroalimentando de lo mejor que supo ofrecer el cine norteamericano a lo largo de varias décadas. Uno puede asumir que el cine de Hollywood no atraviesa el mejor de sus momentos, pero bastaría con que se estrenen un puñado de grandes películas para que el argumento quede completamente desterrado. Es en lo circunstancial de este estado actual de las cosas donde el argumento se hace endeble y no pareciera ratificarse esa superioridad. Breaking Bad bebe de las aguas del cine, pero solo se vale de sus formas y las adapta a otro formato.
La serie apeló más bien poco a recursos experimentales, y apostó mucho más por la transparencia propia del clasicismo. Eso no la privó del virtuosismo bien entendido, ya que se trata de un producto excelentemente filmado y editado, algo que se deja notar en la enorme cantidad de videos subidos a la web donde los fanáticos, con mayor o menor inspiración, conectan planos de la serie. A esto debemos sumar un manejo casi perfecto de los tiempos en pos de alcanzar la máxima intensidad posible en cada episodio, que tuvo en su última temporada su expresión más lograda. To Halijee (episodio 13) y Ozymandias (episodio 14) fueron extraordinarios, prodigiosos en el manejo de las formas y los tiempos. Y el catálogo de escenas inolvidables que ofreció la serie a lo largo de sus cinco temporadas resulta abrumador.
No quiero seguir profundizando en aspectos ligados a la trama (de eso ya se ha encargado muy bien Javier Moral en su reseña de la serie del número 33 de esta publicación) ni tampoco hablar mucho más -y con el resultado puesto- sobre la resolución final de la serie. Creo que lo que hizo de Breaking Bad un auténtico prodigio no fue su muy atractiva idea sino su formidable ejecución. El último episodio, dirigido por el mismo Gilligan, exhibió una seguridad y una reposada maestría infrecuente en una última entrega que mantuvo en vilo a millones de espectadores. Porque en algún determinado momento las series de televisión, por muy buenas que sean, se exponen a la peor de sus consecuencias: la valoración de sus propios seguidores, verdaderos fundamentalistas del gusto que siguen como un credo enfermizo el de la no-revelación de aspectos esenciales de la trama (spoilers), reduciendo las virtudes de un relato a la resolución de sus conflictos, como si eso fuera lo único que justificara su razón de ser. En ese estado de suspensión del goce por la narración que exhiben los fanáticos de las series de televisión, capaces de dilapidar los méritos de un producto como si nada de lo anterior tuviera relevancia, debió oscilar la última temporada de Breaking Bad, que se impuso con total respeto y confianza en sí misma por sobre los caprichos y preferencias de sus seguidores. Y así como este número de EEI se ocupa de entender cómo el cine supo representar las distintas crisis económicas, sociales y culturales que atravesaron las grandes potencias económicas del mundo, vale mencionar que Breaking Bad es la gran puesta al día de cómo representar la crisis que aqueja al país más poderoso y de cómo los géneros cinematográficos operan como matrices eternas de la representación de los conflictos emocionales del ser humano.
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