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Cartografía de la utopía cinematográfica
Literalmente “utópico” significa “lo que no está en ningún lugar”. Así podríamos definir como utópico aquel pueblo que carece de coordenadas para poder localizarlo, ya que no está presente en ningún mapa que haga tangible su existencia.
Sin embargo, la utopía ha llegado más allá de la etimología griega de no-lugar (οὐ y τόπος), y se ha prestado a través del tiempo para la construcción de una sociedad perfecta en el imaginario colectivo. Dando inspiración a los textos idealizados de La República, de Platón y la renacentista Utopía, de Tomas Moro, que inauguró todo un género literario, hasta las ideas de las utopías socialistas y tecnológicas del siglo diecinueve, que aseguran en algunos casos haber materializado sus pensamientos en lugares muy cercanos a nuestros días.
Shangri-La. Lo creo, porque quiero creerlo
El relato cinematográfico toma el testigo y no escapa de la tentadora idea de representar la utopía en pleno siglo veinte, más aún ante la apremiante Segunda Guerra Mundial que marcará su existencia. Así, Frank Capra estrena Horizontes perdidos (Lost Horizon, 1937), una adaptación de la novela homónima de James Hilton, en la que un grupo de forasteros son acogidos en Shangri-La, un el paraíso perdido en el Himalaya, y fija el primer punto cardinal de la utopía cinematográfica.
Y es que Capra hace toda una declaración de intenciones al inicio de su obra, sustentada en las grandes letras de un libro, e interpelando al espectador moderno sobre el largo sueño de la humanidad:
En esta época de guerra y de rumores de guerra ¿No ha soñado nunca con un lugar donde haya paz y seguridad, donde la vida no sea una lucha sino un placer duradero? Desde luego, como todo ser humano desde el principio de los tiempos. Siempre el mismo sueño. A veces se llama Utopía, a veces la Fuente de la juventud, otras veces simplemente “esa granjita de pollos”.
La historia empieza en Baskul, una ciudad imposible de localizar en la China y que la novela original ubica en Afganistán, pero con un marco contemporáneo para la Guerra Civil China acaecida en ese entonces. Allí Robert Conway, encarnado en Ronald Colman, es un guapo diplomático y escritor que debe evacuar a noventa occidentales, en perjuicio de diez mil “nativos”, tal como se los llama y le ordenan sus superiores ante el fragor de la revolución.
Nuestro héroe aborda el último avión junto a su hermano (John Howard), y un trío variopinto de rezagados: un estafador (Thomas Mitchell), un paleontólogo (Edward Everett Horton) y una joven norteamericana moribunda (Isabel Jewell). Sin embargo, en este vuelo se acaban todos los planes y la carrera del futuro Ministro de Exteriores, Robert Conway. El azar parece jugar sus cartas, y el avión es secuestrado y vuela significativamente en sentido contrario a las agujas del reloj, hasta que se accidentan en el Tíbet, un lugar considerado para ese entonces fuera de los límites de la civilización.
Aquí Conway descubre un paraíso de afable clima en medio de las alturas, con una comunidad amable y sin manejo del dinero, aunque posee montañas de oro, y la felicidad en el amor de la joven Sondra Bizet (Jane Wyatt). Un lugar completamente utópico y, a la vez, la fuente de juventud, ya que sus habitantes viven siglos y la muerte es considerada como un suicidio. Pero detrás de todo está el gobierno del Gran Lama (Sam Jaffe), un maestro espiritual, que arropa a un viejo sacerdote católico de origen belga, pero denominado y ataviado al modo budista. Un sincretismo que muestra una forma exótica, pero un fondo de ética cristiana y occidental que impera sobre la población local.
El apuesto diplomático es el único en la trama que logra entrevistarse con esta máxima autoridad y se entera que su traslado fue planeado, ya que se espera de él que sea el siguiente Lama. Una curiosa designación a dedo, solamente basada en su obra escrita, y dejando fuera toda postulación y consenso democrático de los habitantes de Shangri-La. Pero también levanta la alfombra y descubre que el nacimiento de Shangri-La parte del signo contrario, como un último baluarte de un planeta que se destruye a sí mismo en su carrera militar, de codicia y brutalidad, un refugio único para el arte y la cultura ante la distópica deriva de la Tierra, y la pretensión de encabezar un renacer para extender su amor por todo el mundo.
Así nuestro héroe será sometido a una última prueba, que será la de volver por su propia voluntad. Y lo logrará, a pesar de todos los obstáculos. Dejando el testimonio de su relato en las manos de Lord Gainsford, un Hugh Buckler ignorado en los créditos, que cuenta sus hazañas en el Embassy Club a un selecto público masculino de trajes oscuros, puros y wiski en mano, cual Phileas Fogg en Reform Club, en La vuelta el mundo en 80 días, de Julio Verne.
Brigadoon. Allí estará mi corazón para siempre, en tu valle está el amor
Casi dos décadas más tarde, la Segunda Guerra Mundial era un rumor pasado en blanco y negro, y el musical se instalaba en la gran pantalla de la mano de Vincente Minnelli y Gene Kelly. El padre y la súper estrella del género cinematográfico, que reinaba alegremente en el momento, traen de vuelta la utopía en CinemaScope y Agfacolor con Brigadoon (1954).
En pleno siglo veinte, dos neoyorquinos que andan de caza por Escocia, Tommy Albright (Gene Kelly) y Jeff Douglas (Van Johnson), se pierden en el bosque, donde contemplan durante el amanecer la aparición de un pueblo que no figura en el mapa: Brigadoon, un lugar que solo renace cada cien años.
Esta nueva fuente de la juventud nos acerca a la longeva Shangri-La, aunque los cálculos de vida la sobrepasen abismalmente, junto a su trasfondo cristiano, ya que el milagro de su preservación es obra de un ministro de Dios que se sacrificó para proteger al pueblo de brujas y hechiceras. Perdura así una nostálgica sociedad rural desconectada de su tiempo. Pero no olvidemos que estamos ante un musical, y la utopía aquí es la perfección en la puesta en escena que nos presenta un mundo de ensoñación, sin paragón con la realidad.
El viaje de nuestro héroe, al igual que Conway, que ya trazó el recorrido maestro, es de ida y vuelta, para luego volver por los pasos andados sin posibilidad de retorno. Pero aquí más que el ansia de lograr vivir la utopía por parte de Albright, será la fuerza del amor que lo atrae nuevamente a Brigadoon en el encanto de la joven Fiona Campbell (Cyd Charisse). Un anhelo completamente personal, para un rico y exitoso joven que no encontraba su lugar en la Gran Manzana.
Conway y Albright comparten su decisión libre de vivir fuera de la sociedad y del tiempo al que pertenecen. Sin embargo, los habitantes de Shangri-La y Brigadoon viven la dictadura de las fronteras impuestas por una sociedad que prácticamente no les permite escapar. Salir del Valle de la Luna Llena implica enfrentarse al inexorable paso del tiempo, que para la mayoría de sus habitantes se paga con la muerte, mientras que cruzar las fronteras de Brigadoon es cargar con la culpa de la desaparición de todo un pueblo, al darse por terminado el milagro protector.
Calabuch. Si esto no es la felicidad, es algo que se parece mucho
En la misma década de los cincuenta, pero en un hemisferio opuesto a Shangri-La y Brigadoon, nos encontramos con Calabuch (1956), una obra de Luis García Berlanga que nos señala la utopía en el ámbito de su lengua y cultura. Lejos de las escenografías de cartón piedra de los grandes estudios, Berlanga selecciona una locación real, la ciudad de Peñíscola. Retrata un Calabuch en blanco y negro, ya que el color tardaría dos décadas más en llegar a la filmografía del director, y da vida a un pueblo para escapar de los ecos de la carrera armamentística en la primera década de la Guerra Fría.
A diferencia de Conway y Albright, el anciano profesor Hamilton (Edmund Gwenn) emprende decididamente su huida, ya que nos demuestra que desaparecer es un derecho. El sabio atómico, que ingenuamente creó armas para la paz, escapa con todos sus secretos, mientras lo busca la policía del mundo entero, ofreciendo una gran recompensa. Así, un buen día, llega a Calabuch, un pueblo mediterráneo de 928 habitantes, con un faro sin radar que, supuestamente, hace imposible su detección.
Pero Calabuch es indetectable, no porque ya no figure en un mapa, sino por su desconexión con el mundo, como metáfora del momento. Este pueblo vive contemporáneamente el régimen franquista y su único medio de comunicación son las noticias cinematográficas, con el NO-DO que presentaba una sesgada visión de España y del mundo, mientras que la prensa y la radio estaban censuradas y controladas. Aunque, como siempre ocurre en estos casos, algo logra filtrarse de la búsqueda internacional del profesor Hamilton, pero la mano del mismo sabio logra detener a tiempo el descubrimiento de su verdadera identidad.
Sin ser la fuente de la juventud, Berlanga crea en Calabuch una particular utopía con sus personajes, muy cerca del reino del revés: un ejército romano de opereta, un niño que ofrece cigarrillos a sus mayores, un cura mentiroso, un compasivo torero, mientras nuestro protagonista está feliz, preso en un pueblo del que no quiere salir y vive en la cárcel, donde se siente, al fin, absolutamente libre.
Aunque al igual que en Shangri-La y Brigadoon, también algunos de su habitantes desean escapar de este pueblo amurallado, ya que su utopía particular está en otra parte. Como la pareja de Vicente y Teresa, encarnados en Mario Berriatú y Maruja Vico, que ven imposibilitado su amor por la reprobación del padre de ella y que desea emigrar a la próspera Venezuela.
Sin embargo, y contrariando sus deseos, el profesor Hamilton no volverá a Calabuch. Sus conocimientos y participación junto al equipo pirotécnico del pueblo hace que ganen por fin un ansiado concurso de fuegos artificiales ante el eterno rival, que es el pueblo de Guardamar. Tal acontecimiento es noticia y fotografía en un periódico local, por lo que el sabio atómico es localizado y su captura por las fuerzas del orden es prácticamente inmediata.
Un lugar llamado Milagro. Veo molinos de viento en el horizonte
A finales de la década de los ochenta, la Guerra Fría se deshiela, y la utopía parece acercarse a nuestras manos en un prometedor mundo sin armas nucleares. Así, Robert Redford estrena su segundo largometraje como director y, para ello, al igual que Berlanga, encuentra la utopía en su propia casa con Un lugar llamado Milagro (The Milagro Beanfield War, 1988).
Con un toque de realismo mágico, que pervive en la mente del anciano Amarante Córdova (Carlos Riquelme), se señala un pueblo al que ronda como un vendaval un alma sobrenatural (Ronald G. Joseph) capaz de predecir el futuro, acompañar en la soledad, pero también de prestar auxilio sí se le implora. Milagro es un pueblo en algún lugar de las montañas de Nuevo México, cuyas tierras están siendo compradas por el millonario Ladd Devine (Richard Bradford) a los lugareños, en su mayoría de origen latino. Por lo que el actual pueblo está llamado a convertirse en un futuro cercano en Miracle Valley, la mayor zona de recreación del estado, ubicado muy cerca de la urbanización La Trucha Bailarina, propiedad también de Divine.
Aquí, Joe Mondragón (Chick Vennera) es nuestro héroe por casualidad. Ya que en ningún momento emprende un viaje en pos de la utopía, para alcanzarla o que lo sorprenda en algún camino, sino que simplemente la encuentra involuntariamente en su propia tierra tras un simple gesto de rebeldía: dejar correr el agua ilegalmente, que pertenece a Divine Land Development, para irrigar sus tierras y volver a hacerlas productivas como en antaño.
Su pequeño acto de obstinación provoca la admiración de todo el pueblo, pero también desata un “efecto mariposa”, propio de la teoría del caos tan en boga en ese entonces. Su hazaña, o delito, según se mire, llega rápidamente a oídos de Divine y la clase local dirigente, a la vez que se extiende a la policía y el gobernador del Estado. Todos con intereses, en mayor o menor grado, en el proyecto faraónico de Miracle Valley.
Por otra parte, el pueblo es un imán para personajes idealistas como un abogado de causas perdidas (John Heard) o un estudiante neoyorquino de sociología (Daniel Stern) que aspira a realizar allí su tesis. Mientras sus habitantes, apegados sinceramente a la tierra y sin intenciones de emigrar, parecen aceptar un futuro empobrecido, con mayor o menor grado de resignación.
Pero el viaje de Joe Mondragón es absolutamente interior, sin vuelta atrás, y pasa de buscar infructuosamente el sustento para su familia a proveerse él mismo de alimento. Toda una fábula con moraleja incluida. Logrando construir la ansiada “granjita de pollos”, que Capra citaba como coda en su aleccionadora introducción, pero simplemente sembrando alubias en su propia tierra.
Así el crepúsculo de la cosecha traerá un nuevo día, y Milagro fija el último punto cardinal de la utopía cinematográfica. Un recorrido iniciado en las cumbres más altas y frías del mundo, donde se encuentra Shangri-La, pasando por Brigadoon, cuyo amanecer es el acontecimiento del siglo, para marcar el extremo opuesto en la calidez de Calabuch, que promete un día a día de monótona tranquilidad. Unas coordenadas imposibles en este mundo, pero un mapa imprescindible para comprender la utopía cinematográfica del pasado y del presente siglo que sueña con un mundo mejor.
Un precioso viaje por las fantasías del fantástico cine