Investigamos
Chantal Akerman y el tiempo muerto
La Top 100 Greatest Films of All Time de la revista Sight and Sound ha generado un considerable revuelo en el mundo de la Teoría y Crítica Cinematográficas; en la última versión de esta lista, que se publica cada diez años y votan unos 1600 profesionales del cine, Vértigo (1958) y Ciudadano Kane (1941) se han visto desplazadas del primer puesto por Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975). La segunda oleada del feminismo en los 70 señaló esta película de Chantal Akerman como película pionera asociada a este pensamiento; especialmente fue la iniciadora ese mismo año del análisis feminista en el cine, Laura Mulbey, quien otorgó especial preeminencia a esta película de 193 minutos que también entusiasmó a Susan Sontag. Mulbey valoró que se trataba de «mujeres que salieron de esa nueva articulación de feminismo y cine, que hacían películas influenciadas por la vanguardia, más que por el cine de arte, (…) un nuevo cine de mujeres»[1]. Contrariamente, Akerman negaba esa supuesta filiación feminista de su película, si bien, admitía que su intención era dar protagonismo a imágenes que tuvieran que ver con el universo femenino. Esto jamás se había hecho de esta manera, y hay que celebrar que 1.639 profesionales del cine, o su mayoría, hayan coincidido encumbrando esta como la mejor película de la historia. No quiero preguntarme por qué reputados críticos mayoritariamente varones no le hicieron antes justicia a esta obra de arte rodada por Akerman a los 25 años.
Estrenada en Cannes en 1975, los espectadores huían de la sala, se dice que la propia Marguerite Duras aseveró: «¡Esta mujer está loca!». Sin embargo, los festivales de cine se la rifaban y The New York Times la definió como «la primera obra maestra del feminismo en la historia del cine». A decir verdad, que la película no pretendiese representar los valores feministas no significa que no brindara una apabullante muestra de la dureza de la vida cotidiana del ama de casa, es más, el filme recoge los dos lugares alienantes más extremos en los que puede encasillarse a una mujer: la prostitución y las labores del hogar. Esto lo hace mediante largas tomas de planos frontales fijos en los que la protagonista, la inquietante actriz Delphine Seyring, realiza mecánicamente tareas domésticas comunes relacionadas con el orden, la limpieza, la cocina y el mantenimiento de la casa que comparte con un supuesto hijo adolescente encarnado por un Jan Decorte de veinticinco años (nada es casual en las elecciones de Akerman, la edad real del actor que encarna al hijo otorga más repulsión a las preguntas sexuales que le realiza a su madre en una de las casi únicas conversaciones que mantienen).
¿Por qué este uso de la dilatación temporal? ¿Por qué hemos de mirar a una mujer fregar los platos tanto tiempo? Con dicho fin, Akerman evita los puntos de vista privilegiados, no hay picados ni contrapicados, primeros planos ni planos detalle, solo planos frontales. Así por primera vez quebranta esa mirada voyerista que cosificaba a la mujer en el cine de décadas anteriores, según demostró la propia Mulbey[2]. Akerman crea una nueva forma de mirar que, entre otras cosas, desvela la opresión de las mujeres en el entorno cotidiano. Para ello estira el tempo narrativo, obliga al espectador a contemplar a la protagonista en un plano estático en donde el llamado Tiempo Muerto se torna revelación, un flujo de nueva conciencia audiovisual que reporta una lucidez especial al espectador. El uso formal de la larga duración no tenía precedentes a este nivel. Es así y solo así como puede entenderse la extremada soledad y el silencio humano que sofocan la cotidianidad del ama de casa. La propia Akerman expuso algunos de los mecanismos vanguardistas relacionados con sus encuadres al explicar que recurría «a planos frontales, para que el espectador se vea obligado a enfrentarse a la película, y a tiempos de larga duración, para que tenga la sensación de vivir un tiempo que la película recompone, reconstruye». La directora belga no quería que el espectador desconectara de la realidad en el cine, quería que fuese consciente del paso del tiempo: «Quiero que se obsesione con él. El que se sienta en la butaca a oscuras y en silencio se da perfecta cuenta de que el tiempo pasa en realidad, el cine trata básicamente del tiempo y del espacio».[3] La cineasta ratifica «de hecho, en el cine, estás dominado por mi tiempo. Pero el tiempo es diferente para todos. Cinco minutos no son lo mismo para ti que para mí. Y cinco minutos a veces parecen largos, a veces parecen cortos. (…) Cuando la mayoría de la gente va al cine, el último cumplido -para ellos- es decir: “¡No nos dimos cuenta del paso del tiempo!”. En mi caso, ves pasar el tiempo. Y lo sientes pasar. También sientes que éste es el tiempo que conduce hacia la muerte. Hay algo de eso, creo. Y es por eso que hay tanta resistencia. Tomo dos horas de la vida de alguien, durante este tiempo, sentimos nuestra existencia. (…) Sentimos el tiempo, por lo que nos sentimos a nosotros mismos. (…) Entonces no es una cuestión de voyerismo. Si miras hacia arriba, hacia abajo, hacia un lado, etc., serás un espectador voyeur. Y esto no es lo que está sucediendo aquí».[4]
Estos usos que Deleuze estudia en Ozu en sus Estudios sobre cine vol. 2, con la debida distancia, bien hubieran podido dejar espacio a un epígrafe dedicado a estos tratamientos de la imagen en el cine de Akerman. El filósofo entiende que en el cine la trivialidad cotidiana hace innecesario invocar una trascendencia, pues las situaciones ópticas puras descubren vínculos que colocan los sentidos emancipados en relación directa con el tiempo, con los pensamientos. La situación puramente óptica y sonora despierta una función de videncia, a la vez fantasía y atestado, crítica y compasión. El personaje o el espectador, y los dos juntos, se hacen visionarios[5]. En mi opinión, Akerman como Ozu, y al igual que el cine del tiempo de Resnais, huyen del tópico, de la mirada común. Antonioni también recrea efectos temporales que tienen lugar fuera del campo.
Por otra parte, hemos de referir la banda sonora de Jeanne Dielman, absolutamente colmada de sonidos cotidianos dentro y fuera de campo. Los sonidos únicos que acompañan al ama de casa y nos hacen comprender su soledad, pues únicamente la animan el chirriar de los vasos, el tintineo de cubiertos, el correr del agua al fregar, sus tacones, la puerta, el pasar de las hojas, etc. El fuera de campo explica igualmente cómo la vida queda fuera del piso y ella está aislada, habla con la vecina que le deja al bebé y ni siquiera la vemos, la protagonista sale de la estancia y nos quedamos con el plano frontal de la cocina vacío… hay mucho vacío, el vacío inunda su vida y ello la va trastocando interiormente. A mitad del filme comienza a perder el meticuloso orden de las tareas, tiene olvidos, imperfecciones en la comida, en el plano de las patatas se le cae el cuchillo… Sus nervios se están tensando, algo le sucede a la protagonista y ello adelanta el impactante final.
La dirección resulta, en conclusión, rupturista, innovadora, reveladora, mediante esos planos fijos que absorben al espectador, quien se torna un espectro presente en ese piso, que observa cocinar monótonamente a la protagonista. Estamos allí. Y el fuera de campo nos vuelve atentos escuchas a lo que queda fuera del encuadre: el sexo con el cliente, los tacones que se alejan, el pasillo que queda a oscuras, el ascensor que asciende al fondo del portal, la geometría opresiva del piso. También hay algún plano profundo en la calle que acentúa la soledad de la protagonista. La puesta en escena es especial: la iluminación es la típica artificial de interior, pero con visos amarillentos y cobrizos, muy opaca, con el parpadeo de algún neón que atraviesa la ventana. Respecto al vestuario, nos ha gustado el homenaje a Vértigo (1958) en el verde que domina en la indumentaria de Delphine y en objetos de la casa, en la bata, la lámpara, bolso, radiador, papel de la pared, en contraste con el rojo de algunos elementos de la calle. Este contraste de verde/rojo lo veríamos en un director influido por Akerman, Todd Hynes en su excepcional Carol (2015). El uso del cuerpo en el comportamiento actoral es altamente expresivo en tanto es una de las escasas posibilidades interpretativas, pues casi no hablan: ella es hermosa, su cuerpo es elegante pero rígido, como encorsetado por sus circunstancias, el hijo desgarbado y encogido en sus lecturas silenciosas.
Me gusta la importancia que se otorga a la palabra escrita, madre e hijo no conversan, pero leen en voz alta la carta de la tía de Canadá y ello permite que nos enteremos del fallecimiento del padre, por ejemplo. Leen la prensa y comentan alguna cosa. El asfixiante ambiente de la soledad empapa los pensamientos del espectador, sentimos el aturdimiento monótono de la protagonista, empatizamos con su soledad, pero nos irritamos por su aburrimiento continuo. Es una película que sacude y muestra la vida de millones de mujeres esclavas del hogar y del egoísmo filial. Es una obra necesariamente soporífera que no volveré a ver, pero es deslumbrante, efectiva, era necesaria, renovadora de viejos mecanismos formales. En definitiva, una obra maestra, aunque no sé si la mejor de todas.
[1] L. Mulbey, “Entrevista”, Imagofagia. Revista de la Asociación Argentina de Estudios de Cine y Audiovisual, n.º20 (2019). Véase también A. Kuhn, Cine de mujeres. Feminismo y cine, 19821, Cátedra, 1991.
[2] Ibidem, “Visual pleasure and narrative cinema”, Screen 16, no. 4 (1975), págs. 6-18.
[3] El País, 7-2-1981.
[4] M. Rosen, “En su propio tiempo. Entrevista con Chantal Akerman”, trad. de A.García Prado, Artforum, (Abril-2004).
[5] G. Deleuze, Estudios sobre cine 2. La imagen-tiempo, 19851, Paidós, 1987, pág. 32-40.
Excelente artículo conchita a buscar y a mirar la película de Chantal Akerman