Muestras, Festivales y Premios
Ciclo de Kenji Mizoguchi en la Sala Lugones (Buenos Aires)
Tengo un nivel de desconocimiento escandaloso sobre buena parte del periodo clásico del cine japonés, ignorancia a la que pareciera haber acudido en su auxilio The Japan Foundation, la cual durante el mes de febrero pasado suministró copias nuevas en 35mm de ocho títulos pertenecientes a la etapa inmediatamente posterior al período mudo de Kenji Mizoguchi, uno de los popes del séptimo arte en la Tierra del Sol Naciente, reconocido universalmente por títulos como Cuentos de la luna pálida de agosto (Ugetsu monogatari, 1953), La vida de Oharu (Saikaku ichidai onna, 1952) y El intendente Sansho (Sansho Dayu, 1954). Vale mencionar que la misma Fundación facilitó el acceso a otros ocho títulos de otro cineasta importante del mismo período, Keisuke Kinoshita, cuya extensa filmografía permanecía absolutamente inédita en la Argentina, lo que duplicó la importancia de este acontecimiento, al posibilitar este primer avistamiento de su obra en ese país.
El ciclo fue organizado por el Centro Cultural e Informativo de la Embajada de Japón y la Fundación Cinemateca Argentina, y tuvo como sede la Sala Lugones del Teatro San Martín, uno de los refugios habituales de la comunidad cinéfila porteña, y que desde hace ya más de cuatro décadas (comenzó su actividad en el año 1967, con la proyección de La Pasión de Juana de Arco, de Carl Theodore Dreyer) viene ofreciendo de manera ininterrumpida ciclos de programación alternativos a la oferta de la cartelera cinematográfica de Buenos Aires. “La Lugones”, junto al auditorio del Malba (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires) y la recientemente inaugurada y feliz Filmoteca de Fernando Martín Peña y Fabio Manes, conforman algo así como un pequeño tridente de resistencia frente a la prepotencia de los complejos multisalas, en complicidad con la esporádica pero potente intervención del BAFICI en cada otoño y a los eventuales ciclos de la Fundación Proa, la Alianza Francesa y el Instituto Goethe, entre otros.
Para los que saben, el ciclo dedicado a este segmento de la filmografía de Mizoguchi fue uno de los más valiosos del prolífico historial de exhibición de la sala, cuyo criterio de programación viene recayendo desde 1979 en la figura de Luciano Monteagudo, uno de los pocos críticos de cine interesantes que pueden leerse en los suplementos de cultura y espectáculos de los diarios de cada jueves.
Tuve la posibilidad de percibir el cálido extrañamiento encandilador que me ocasionaron los melodramas en blanco y negro de Mizoguchi, a través de cuatro de sus títulos: Elegía de Osaka/Elegía de Naniwa (Naniwa erejî, 1939), La historia del último crisantemo/La historia de los crisantemos tardíos (Zangiku monogatari, 1939), La señorita Oyu (Oyû-sama, 1951) y Los músicos de Gion/Una Geisha (Gion bayashi, 1952), un recorte surtido aunque acotado que sirvió de adecuado y tímido preludio a un futuro acercamiento más profundo y exhaustivo hacia una filmografía, a través de su flanco menos reconocido.
A todas estas películas las une una pudorosa pero nada indiferente inmersión en una cultura marcada a fuego por el sometimiento femenino a las reglas impartidas por una sociedad sumisa y retrógrada, regida por los intereses monetarios y la hegemonía de la voluntad masculina, matrices contextuales de las que los melodramas se han servido a lo largo de su desarrollo histórico y que han sabido trascender fronteras (desde los melodramas mexicanos del Indio Fernández hasta los norteamericanos de Douglas Sirk, entre otros referentes ineludibles del género). Sobre estas coordenadas, Mizoguchi edifica una bella fortaleza cinematográfica, cuyo interior se puede contemplar a través de planos fijos y con ocasionales recorridos por medio de travellings o planos secuencia de un delicado virtuosismo, muy alejados del exhibicionismo plástico del que el cine nipón –y el chino también- ostentaría décadas después.
El destino fatídico de sus geishas y mujeres corrompidas y asfixiadas por las necesidades económicas y familiares se ancla en la superficie de cada relato, a partir de las matrices de base, propias del género melodramático, pero sin regodeos por parte del realizador en las miserias humanas, oxigenando ese clima opresivo de sus relatos con inesperados vestigios de humor, como sucede en Elegía de Osaka, donde vemos una graciosa escena de enredos en la que un empresario se ve asediado a la salida de un espectáculo por su esposa, quien le pide explicaciones por haberlo encontrado en compañía de su joven secretaria, escena que Mizoguchi resuelve con gracia desde la puesta en escena y por medio de un registro actoral similar al de una screwball comedy americana.
La presencia del espectáculo y su incidencia en la sociedad juegan un papel importante en sus películas, como puede distinguirse en las sucesivas representaciones de teatro kabuki, a las que suelen asistir sus personajes, escenas donde se privilegia la acción presente sobre el escenario sin necesidad de subtítulos, lo que priva a estas imágenes de cualquier interés catártico o de funcionar como meros simbolismos redundantes en sus significados. Pero estas digresiones no permiten evadir la suerte signada en el destino de sus protagonistas. En Elegía de Osaka, la joven Ayako debe suplir la incompetencia de su padre por mantener económicamente a su familia, ofreciéndose como dama de compañía de su jefe laboral, al mismo tiempo que contribuye con el dinero para financiar la beca universitaria de su hermano. Buscando una salida definitiva a estos problemas, Ayaki urde un plan junto a su dubitativo amante para engañar a su jefe. Traicionada por la cobardía de su novio, quien temeroso ante la posibilidad de verse involucrado en algún problema, no duda en denunciarla a las autoridades policiales. De este modo, Ayako termina siendo despreciada y repudiada por su propia familia, a la que había procurado ayudar.
El protagonista de La historia del último crisantemo es Kikunosuke, un joven y frustrado actor de teatro del siglo XIX que, aun contando con el prestigio artístico cosechado en el pasado por su padre, solo logra acceder al éxito y al reconocimiento público a través del apoyo incondicional de la joven Otoku, su amante, cuya condición de niñera abre una brecha de separación entre ella y el protagonista, alimentada por los prejuicios de la acomodada e influyente familia de este último. Esta historia de amor, enmarcada dentro del prejuicioso contexto social de fines del siglo XIX en Tokio, termina siendo asfixiada por los intereses familiares y las condiciones de clase que condenan a Otoku a agonizar en su lecho sin reconocimiento alguno, mientras Kikunosoke es agasajado en la ciudad, por medio de un pomposo desfile callejero, una vez obtenido su reconocimiento público como actor, en un final de una tristeza exasperante, que engrandece el martirio de la sacrificada Otoku y despoja de dignidad el triunfo profesional de Kikunosoke.
En Los músicos de Gion/Una Geisha tenemos un relato de iniciación, protagonizado por Ayako, una joven de dieciséis años que da sus primeros pasos en pos de convertirse en una geisha bajo la tutela de Miyoharu, una experimentada mujer del barrio rojo de Kyoto. La joven Ayako acaba de perder a su madre, con quien Miyoharu supo mantener una gran relación y por quien decide tomar bajo adopción a su joven aprendiz, aun bajo los riesgos económicos y legales que representa esta decisión no autorizada por el tío de la futura geisha. Miyoharu debe afrontar también las dificultades que el carácter y la rebeldía de Ayako le traen con sus influyentes clientes, empresarios y hombres de negocios que son puestos en ridículo por la joven geisha en cada intento de abuso, salvaguardando su honor, pero al mismo tiempo poniendo en peligro el prestigio y la estabilidad económica del negocio de su tutora.
Películas donde los personajes se definen a partir de su entrega absoluta hacia la satisfacción de los deseos de sus objetos de pasión, sin recompensas ni alicientes para sus esfuerzos, solo alcanzando una belleza otorgada por la cámara de Mizoguchi, un estilista y humanista defensor de las pasiones llevadas al límite sin reconocimiento alguno al final del camino.