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Cine a la carta
Tomar una copa
Para empezar la noche, para empezar una película, nada mejor para la historia que un bar y así lo dicta Casablanca (Michael Curtiz, 1942). El Rick’s Café Américain, cuyo dueño está encarnado nada menos que por Humphrey Bogart, es el lugar perfecto para tomar un “Champagne cocktail”, para tejer cualquier intriga, pero también para ser tocado por las teclas del amor. No hay otro lugar igual en la Tierra, pero sí en el espacio: la Cantina de Chalmun en La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977). No tan glamoroso, pero igualmente exótico y con buena música, además con una batidora informatizada que ofrece 16.000 recetas para su variopinta clientela, es un lugar donde nadie puede sentirse extraño.
Pero más allá del bar hay cócteles que siguen a los personajes cinematográficos, vayan a donde vayan, como James Bond y su “martini seco, agitado, no revuelto”. También la bebida se puede llevar a donde se vaya, como el “Manhattan” improvisado por Marilyn Monroe en una bolsa de agua caliente en Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, Billy Wilder, 1959). Pero no hace falta ser tan sofisticados en la elaboración, si la compañía es buena, ya que se pueden tener resultados absolutamente embriagadores como las mezclas de colonias, bebidas por Jean Rochefort y Anna Galiena en El marido de la peluquera (Le Mari de la coiffeuse, Patrice Leconte, 1990).
Un caso aparte en el cine es el vino, donde en California se remarcan sus cepas. Así, en Entre copas (Alexander Payne, 2004), Miles (Paul Giamatti) es un apasionado del vino, y en especial del Pinot, mientras que su compañero de viaje, Jack (Thomas Haden Church), se decanta por el Merlot. Pero en España lo que importa es la denominación de origen, por lo que Scarlett Johansson, Javier Bardem y Penélope Cruz beben vinos del Priorat o La Rioja en Vicky Cristina Barcelona (Woody Allen, 2008). Y en Mapa de los sonidos de Tokio (Isabel Coixet, 2009), Sergi López, encarnando a un español que posee una tienda de vinos en Japón, define un de Conca de Barberà como “sensual”, cumpliendo con creces tal recomendación.
Comer pasta y pizza, lo más cinematográfico
Pasado el aperitivo, viene la hora de comer. Y sin duda la especialidad cinematográfica por excelencia es la pasta y la pizza italiana. De la primera ha quedado grabada la imagen de Alberto Sordi en Un americano en Roma (Un americano a Roma, Steno, 1954), comiendo pasta acompañada de vino, que está en cualquier restaurante italiano que se precie. Sin embargo, la misma pasta, pero ahora acompañada con albóndigas, en La dama y el vagabundo (Lady and the Tramp, Clyde Geronimi, Hamilton Luske, Wilfred Jackson, 1955), es el ingrediente básico para una memorable cena romántica a la luz de la Luna. Ante la sencillez de la pasta, la intención es la que vale, por lo que Jack Lemmon, que da vida a un modesto empleado de una compañía de seguros en El Apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960), comienza a conquistar el corazón de una dulce y joven Shirley MacLaine colando los “spaghetti” en una raqueta de tenis.
Pero la saga del El Padrino (The Godfather) de Francis Ford Coppola, dictará cátedra. En la primera parte (1972), Clemenza (Richard S. Castellano) enseña a un joven Michael (Al Pacino) a cocinar: “Ven aquí, chico, aprende algo. Tú nunca sabes, quizás algún día tengas que cocinar para veinte sujetos. Mira, empiezas con un poco de aceite de oliva. Entonces fríes algo de ajo. Luego picas algo de tomates, lo haces puré y fríes; y te aseguras de que no se pegue. Lo llevas a hervir, le pones salchichas y albóndigas… Y un poco de vino. Y un poquito de azúcar, ese es mi secreto”. Otra lección, pero muy distinta, y para alimentar un corazón amado, es la de Vincent Mancini (Andy García) a Mary Corleone (Sofia Coppola) de cómo hacer “gnocchi” en El Padrino III (1990), sin palabras.
Y la pizza también cruzó el Atlántico por el cine. En el episodio “Pizze a crédito” de El oro de Nápoles (L’oro di Napoli, Vittorio De Sica, 1954), una seductora Sophia Loren regenta, junto a su esposo (Giacomo Furia), una venta callejera de pizzas y hojaldres fritos, llamada apropiadamente Da Sophia. Así la pizza, de su natal Nápoles, llega a Nueva York como la perfecta especialidad italiana de “comida al paso” cuando Tony Manero (John Travolta) en el inicio de Fiebre de sábado por la noche (Saturday Night Fever, John Badham, 1977), y al compás de la música de los Bee Gees, pide una ración doble en el Lenny’s Pizza. Pero será con Woody Allen que nos sentamos a la mesa en Manhattan (1979), ante la mirada de una adolescente Mariel Hemingway. La pizza gana en ingredientes, desde la sencilla frita ofrecida por Loren a esta con “con anchoas, salchichas, champiñones, ajo y pimientos verdes”, aunque un bromista Isaac‑Allen le acota al camarero: “se te olvidó el coco”, para eludir el compromiso sentimental en el que está envuelto en el momento.
Los restaurantes de cine
Salir a comer es romper la rutina casera del simple hábito alimenticio. Y los restaurantes del cine norteamericano destacan, más que por su carta y su horario ininterrumpido, por las emociones que procuran a sus comensales. Tomar el primer café del día fuera de casa, aunque sea ese americano retinto y recalentado servido de una enorme jarra, puede traer siempre emociones nuevas. Por lo que Quentin Tarantino inicia y termina su obra Pulp Fiction (1994) en el Hawthorne Grill con sendos asaltos a mano armada, sin duda los desayunos más emocionantes del cine. Otro lugar antológico es el Katz´s de Cuando Harry encontró a Sally (When Harry Met Sally, Rob Reiner, 1989), donde Meg Ryan (Sally) pide un gran reto para cualquier camarero y/o cocinero: “Yo quiero una ensalada del chef con el aceite y el vinagre aparte y una tarta de manzana a la mode. Pero me gustaría que me calentara la tarta, y no quiero el helado encima, lo quiero a un lado, y me gustaría de fresa si lo tienen, en vez de vainilla, si no, no quiero helado, prefiero nata montada, pero solo si es natural, si es de lata no quiero nada…”. Lo cierto es que después de que le traen esta orden se inicia uno de los momentos más recordados de la película, cuando Meg Ryan finge un orgasmo ante un atónito Billy Cristal y el resto de los comensales. Finalmente, y aunque no era su intención, logra que otra clienta pida lo mismo, sin más explicaciones.
Saliéndose de la norma básica de la comida norteamericana, Woody Allen se va a París en el presente siglo y propone una selección exquisita de tres restaurantes en Midnight in Paris (2011) para los míticos encuentros de su protagonista, Gil (Owen Wilson): Le Grande Véfour, para cruzarse por primera vez con el petulante Paul (Michael Sheen); Le Polidor, para conocer a Ernest Hemingway (Corey Stoll); y el Maxim’s para sumergirse en plana “Belle Epoque”, de la mano de la hermosa Adriana (Marion Cotillard) y encontrarse con Toulouse-Lautrec, Gauguin y Degas.
Así, en la Ciudad Luz, encontramos finalmente la emoción en la comida misma, el mejor sabor cinematográfico está en el imaginario restaurante Gusteau’s de Ratatouille (Brad Bird, 2007). Bajo las órdenes del particular chef Rémy, una rata con un olfato y gusto excepcional, asistimos a un auténtico acto de creación culinario. Con un sencillo plato de la cocina tradicional, el ratatouille, que le da nombre a la película, el exigente crítico Anton Ego regresa a su infancia en un mordisco, evocando el aroma casero y el cariño materno que procura la comida, descrito en esta palabras: “Anoche experimenté algo nuevo, una extraordinaria cena de una fuente singular e inesperada, decir solo que la comida y su creador han desafiado mis prejuicios sobre la buena cocina subestimaría la realidad. Me han tocado en lo más profundo. En el pasado, jamás oculté mi desdén por el famoso lema del chef Gusteau: ‘Cualquiera puede cocinar’. Pero al fin me doy cuenta de lo que quiso decir en realidad: ‘No cualquiera puede convertirse en un gran artista, pero un gran artista puede provenir de cualquier lado’. Es difícil imaginar un origen más humilde que el del genio que ahora cocina en el restaurante Gusteau, y quien, en opinión de este crítico, es nada menos que el mejor chef de Francia. Pronto volveré a Gusteau… hambriento”.
Nada como comer en casa
Curiosamente, dos películas que se centran en el tema culinario se alejan de los fogones de los restaurantes y de las grandes ciudades para cocinar los mejores platos en la calidez del hogar de antaño: El festín de Babette (Babettes gæstebud, Gabriel Axel, 1987) y Como agua para chocolate (Alfonso Arau, 1992). La primera transcurre en una remota aldea de Dinamarca en el siglo XIX y la segunda en el México rural de comienzos del siglo XX, y a pesar de las distancias que las separan, tienen en común la cocción de las codornices en las manos femeninas, de tal manera que despiertan todos los sentidos y todas las pasiones.
En Como agua para chocolate, Tita (Lumi Cavazos), la joven cocinera, prepara unas codornices en pétalos de rosas para llegar a través de la comida a su amado, aunque contagia a todos los comensales con su intención: “Tal parecía que en un extraño fenómeno de alquimia su ser se había disuelto en la salsa de las rosas, en el cuerpo de las codornices, en el vino y en cada uno de los olores de la comida. De esta manera penetraba en el cuerpo de Pedro, voluptuosa, aromática, calurosa, completamente sensual”. Y en El festín de Babette, una madura cocinera francesa (Stéphane Audran) despierta la admiración del mundano general Lorens Löwenhielm (Jarl Kulle), que rememora en la mesa cuando estaba en París: “El general Galliffet, que era nuestro anfitrión aquella noche, nos explicó que esta mujer, la chef, era capaz de transformar una cena en una especie de asunto amoroso, en una relación apasionada en la cual uno acababa por no diferenciar entre apetito físico o apetito espiritual. El general Galliffet me dijo que en el pasado se había batido en duelo por causa de una bella mujer, pero que ya no había en París una mujer por la que estuviera dispuesto a derramar sangre, aparte de esta cocinera. Tenía fama de ser el mayor genio culinario de su época. Y lo que estamos comiendo ahora es nada menos que codornices en sarcófago”. A lo que un sobrio comensal agrega un acotado “Aleluya”, sin duda la mejor palabra de alabanza para una comida tan sublime.
Y la carta de postres para terminar
El postre más cinematográfico lo describió el maestro Yasujiro Ozu al dar color y sabor a las imágenes en blanco y negro de Las hermanas Munekata (Munekata kyodai, 1950) al comparar el violeta de los montes de Kyoto con el del “flan de azuki”. Y en El erizo (The Hedgehog, Mona Achache, 2009) se vuelve a citar la obra de Ozu, como una dulce conexión invisible entre dos almas amantes del séptimo arte.
Siempre queda un lugar para el postre. Pero el exceso de dulce nos puede empalagar como en el caso de María Antonieta (Marie Antoinette, Sofia Coppola, 2006), ante un desfile interminable de “macarons”, “pasta choux”, “petit four” y todos los mejores caprichos franceses de la Pâtisserie Ladurée que en tonos rosas rodea a la malograda reina de Francia (Kirsten Dunst). Sin embargo, el empacho también puede ser un dulce final, como el de la abuela italiana (Ilaria Occhini) en Tengo algo que deciros (Mine vaganti, Ferzan Ozpetek, 2010).
El postre es un placer único, un ansiado sabor dulce para cerrar la comida que siempre nos trae una sonrisa final, y está plasmado en el rostro pícaro de Amélie (Audrey Tautou) en la película homónima (Jean-Pierre Jeunet, 2001) que “cultivaba el gusto por los pequeños placeres… partir el caramelo quemado de la crema catalana con la cucharilla”. El postre también nos regresa a lo mejor de la infancia, y su sabor debe ser fiel al dulce recuerdo, como el “Tiramisú” hecho con auténtico mascarpone en El hijo de la novia (Juan José Campanella, 2001). Es el premio final, un gusto azucarado como los besos de Machuca (Andrés Wood, 2004), que siempre saben mejor con leche condensada.
Así, al caer la noche, y con el sabor de una tarta de arándanos en la boca, Wong Kar-wai cierra su obra My Blueberry Nights (2007) con uno de los besos más largos, más pausados del cine. Jeremy (Jude Law) y Lizzy (Norah Jones) saborean hasta el final el dulce gusto del amor.
Qué gustosa crónica!
Muchas gracias, ha sido hecha con mucho gusto.