Reseñas
Cine en Mumbai
En el año 2008, el gran cineasta iraní Abbas Kiarostami realizó una película llamada Shirin, una fascinante sucesión de ciento quince rostros femeninos (entre ellos, el de Juliette Binoche y el de la bellísima actriz iraní Mahtab Keramati, busquen su imagen por Google para corroborar lo que digo sobre esta increíble mujer), cada una de ellas merecedora de los justos primeros planos que pueblan la película. La experiencia de ver Shirin solo es comparable en placer a la ofrecida por las mujeres de Estrasburgo registradas por la cámara de José Luis Guerín en varias secuencias de En La Ciudad de Sylvia (2007) Todas aquellas mujeres de Shirin se encontraban en una sala de cine viendo una película romántica que representaba una trágica historia de amor basada en una antigua leyenda persa, en un contraplano sabiamente negado a nuestros ojos y que irradiaba luz sobre las llorosas miradas femeninas presentes en la sala.
No fueron pocos los que decidieron plasmar la experiencia del cine visto en salas desentendiéndose de la película en sí, extendiendo el alcance de la mirada hacia todo aquello que involucraba la experiencia de encontrarse presente en una sala, observando detenidamente a su alrededor y describiendo los comportamientos del espectador durante la proyección de las películas. En un largo listado en el que podríamos incluir a Guillermo Cabrera Infante, Franz Kafka y Roberto Arlt, las crónicas de salas de cine representan un relato fascinante sobre la incidencia del séptimo arte en la vida de las personas, entendiendo al cine como el medio de manipulación de las emociones más fascinante que pueda existir.
Sin pretender estar a la altura de los observadores anteriormente mencionados, les ofrezco un relato personal sobre una reciente experiencia en una sala de cine de Mumbai, en un viaje realizado por India en marzo de este año.
Impresiones occidentales en una sala de cine de Mumbai
Intenté obtener una entrada mucho más temprano cuando pasé por enfrente de la sala de cine, al regresar de una larga caminata por una calurosa y agobiante Mumbai, pero me encontré con la negativa de los empleados de la boletería, quienes me explicaron que la venta de tickets se efectuaba minutos antes del comienzo de cada función. En cartelera anunciaban la última comedia de los Hermanos Farrelly, un tanque hollywoodense llamado Batalla Final: Los Ángeles y algo que, a juzgar por su afiche, se presentaba como una comedia romántica autóctona: Manu Weds Tanu. Sin dudarlo un segundo, opté por la película india.
Me dirigí hacia el cine quince minutos antes del comienzo de la película y, esta vez sí, pude obtener mi entrada en la boletería (a unas sesenta rupias, es decir, algo menos de dos dólares). Ingresé al cine pasando por un amable control de bolsos y pertenencias. En mi morral había una linterna (la llevaba encima por si se producían cortes de luz, que según advertían las guías turísticas, eran muy frecuentes en Mumbai). Tuve que encenderla delante de los empleados de seguridad para que entendieran de qué se trataba. También llevaba conmigo mi cámara fotográfica y un encendedor, los cuales fueron aprobados sin mayores inconvenientes, así que supongo que la única restricción significativa para este control recaería de lleno en drogas fuertes o armas de fuego. Finalmente pasé a través de un detector de metales que, como era de esperar, sonó fuertemente tras mi breve desfile, pero dado que ya estaban al tanto de mis pertenencias, el personal de seguridad decidió dejarme seguir sin preguntar nada más.
Me acomodé en una excelente ubicación dentro de una sala gigantesca que me remitió a aquellos gloriosos cines que abundaban en la Ciudad de Buenos Aires cuando yo era chico y que en las últimas décadas devinieron tristemente en templos evangelistas. Detrás de mí muchos jóvenes espectadores indios ocupaban lo que sería apenas un cuarto de la capacidad total de la sala. Ruidosos y festivos, no respetaron en lo más mínimo el protocolo de comportamiento en salas durante toda la proyección. Comienzan las publicidades. Nada diferente a lo que podríamos ver en nuestro país (y me imagino que en cualquier otro lugar donde hayan salas de cine): matrimonios felices que ingresan a su casa nueva gracias a un generoso préstamo hipotecario, chicas que miran con mucho interés al dueño del último reproductor de videos portátil… De momento no hay avances de otras películas. Entre una publicidad y la otra, una extraña foto fija de algo que se asemejaba a un ticket de validación cinematográfica, objeto nada fácil de describir pero del que no costaba presentir que alertaba sobre algún tipo de normativa de la actividad cinematográfica india. Siguen las publicidades, y finalmente, llegamos a la película. Pero antes, todos de pie para escuchar el himno nacional.
La enorme pantalla proyecta la gloriosa bandera india flameando al viento en todo su esplendor, mientras el audio reproduce una versión cantada de su himno. Los jóvenes espectadores se ponen de pie, firmes en señal de respeto hacia su país. Nadie canta, pero permanecen en silencio. Por mi ubicación no puedo ver sus rostros, lo que me hubiera gustado mucho conseguir para descubrir si movían sus labios en la oscuridad o si se llevaban una de sus manos al corazón. Pocos actos de semejante nivel de nacionalismo me han causado tanta simpatía como éste, algo más habitual de presenciar en un evento deportivo que en una actividad de ocio.
La película comienza. Los espectadores celebran cada frase cómica repitiéndola en voz alta, como si quisieran retener en su memoria el one liner que tanta gracia les ha causado. Durante la proyección conversan entre ellos, murmuran, reciben mensajes de texto, hacen sonar sus ringtones, atienden los llamados que reciben en sus celulares. Incluso uno de ellos llega a eructar en medio de la proyección, sin desatar una ola de risas a su alrededor ni mucho menos recibir algún quejido por parte de los demás presentes en la sala. Nadie chista, nadie protesta, todo pareciera formar parte del clima festivo con el que debe verse una película en la capital mundial del cine, Mumbai, embajada de Bollywood, la industria cinematográfica más poderosa del mundo. Lejos de molestarme, personalmente sentí que todo esto contribuía a crear un clima alegre, casi contagioso, en el interior de la sala. El momento más silencioso de la proyección llegó después del intermedio, cuando los espectadores se dirigieron al candy bar a comprar snacks y regresaron diez minutos después para la continuación de la película. Cualquier diálogo o conversación, de esos que abundaron en el primer tramo de la proyección, se vieron reemplazados en este segundo segmento, por el crujir de los manjares salados bajo la crueldad de los dientes indios.
La comedia es colorida y de ritmo sostenido. Abusa de todos los exotismos y pintoresquismos de ocasión sobre el ser indio. Hay música todo el tiempo, subrayando lo que ya quedaba claro desde la imagen. La factura técnica de la película es la misma que rige en Hollywood para cualquiera de sus producciones de primera línea. Los planos no deben superar los cuatro segundos de duración, y nos topamos con todos los estereotipos típicos de las comedias. El protagonista bondadoso, lleno de virtudes y buenas intenciones, el secundario parlanchín que no deja de hacer chistes en cada una de sus intervenciones, los padres de la novia escandalosos y desesperados porque su hija contraiga nupcias a la brevedad, la amiga desenfadada de la protagonista que le pone los puntos cuando ésta no sienta cabeza, etcétera. Para mi sorpresa, solo hubo tres números musicales. El primero involucraba a los familiares de la novia con la que el protagonista iba a contraer matrimonio. Ellos permanecían ajenos al canto, en lo que parecía ser un atributo solo alcanzable hasta ese momento por los actores secundarios. El segundo número musical involucraba a la hermosísima protagonista, pero se trataba de un playback que ella llevaba a cabo en medio de una borrachera. Y el tercero formaba parte de los créditos finales de la película, consistiendo únicamente en un número de danza sin intervención del canto.
La película se proyecta en su idioma original, sin subtítulos. Sin entender una sola palabra de hindi uno puede seguir con bastante claridad la trama dado que las coordenadas narrativas y los recursos visuales son los mismos que el tío Griffith cimentó hace un siglo atrás y que siguen vigentes hasta hoy. El protagonista masculino es lo más anticarismático que se pueda encontrar por estas tierras, un treintañero robusto, de buen vestir, anteojos, presumiblemente profesional, el candidato serio para una chica mucho más desenfadada y desinhibida. Contrario a cualquier código de pacatería atribuible a Bollywood, la chica comparte un porro con su amiga, mientras conjeturan sobre la boda forzada a la que su familia quiere someterla. Pero de besos, mejor no hablemos, y de desnudos, obviamente, tampoco. Todavía sigue pareciendo mucho más fácil que un indio expulse a los británicos de su país a que un cineasta de la misma procedencia se muestre dispuesto a filmar un pezón. Los insultos que se pronuncian en la película vienen acompañados del habitual beep de censura, el cual me dio la impresión de tratarse más de una decisión de la producción que de una imposición de los censores. Un dato curioso de justicia involuntaria cometido por la película hacia la figura de su protagonista masculino: mientras yo elucubraba en mi cabeza todo tipo de pensamientos negativos sobre la falta de carisma y encanto de este personaje, el director tomaba la decisión de hacer convivir en un mismo encuadre la figura robusta y el rostro compungido del sujeto en cuestión junto a su moderna camioneta, la cual llevaba una inscripción enorme sobre una de sus puertas con la palabra PAJERO. Debo haber sido el único que sonrió en ese momento en la sala, dado que estábamos en uno de los momentos más dramáticos del relato.
La película iba tomando un matiz cada vez más serio y reflexivo. Llegaba el momento en que la novia debía asumir que ese pelafustán era el mejor candidato que podía llegar a tener en vida. En el medio, aparecía la violenta figura de un tercero en disputa que quería casarse con la chica a cualquier precio, amenazando de muerte al protagonista con un arma, justo en el momento de la colorida boda, aportando la correspondiente cuota de tensión propia del clímax. Las frases cortas de este personaje amenazante eran repetidas por los espectadores, como si se sintieran tremendamente seducidos por su capacidad de poner en serio riesgo la vida de los protagonistas. Finalmente, el villano desaparecía y la boda se celebraba sin mayores inconvenientes, reafirmando el mutuo lazo amoroso que unía (injustamente, para mi gusto) a los protagonistas.
Permanezco en la sala con las ganas de ver completo el último número musical que se proyecta sobre los créditos de cierre, pero los acomodadores ya están supervisando con linternas que no haya quedado ningún objeto de los espectadores que abandonaron con rapidez la sala. Veo la fila del público deseoso de ingresar a la sala para la próxima función y decido irme.
Compro una revista de actualidad de Mumbai, una publicación en inglés que contiene reseñas de las películas estrenadas, y observo la crítica negativa que Manu Weds Tanu obtiene por parte de una de sus cronistas. Yo no veo la hora de volver a Buenos Aires y fijarme si, en una de esas, la encuentro por Internet.