Críticas
El lado perverso de las fantasías
Creative Control
Creative Control. Benjamin Dickinson. Estados Unidos, 2015.
El cine como reflejo de tiempos histéricos es lo que propone Benjamin Dickinson, artífice y protagonista de esta cinta que se mantiene en una elegante cuerda floja. Creative Control está a punto de caer en el mismo saco de brillante basura que, en cierto modo, critica en esta extravagancia preciosista, que combina con bastante acierto el entorno tecnológico con una propuesta de lo más clásico en sus formas.
Creative Control nos cuenta una historia de desgracias del primer mundo. El protagonista es un agresivo publicista encargado de la campaña de un modelo de gafas de realidad aumentada. La idea del invento es generar una interfaz integrada en el día a día del consumidor, una especie de conexión inmersiva, que deja a los teléfonos inteligentes a la altura de juguetes. Las posibilidades de esta tecnología parecen inabarcables, y el protagonista decide jugar con las opciones del aparato de marras. El problema es que, poco a poco, el entorno virtual que confecciona se confunde con su vida real, creando una especie de agujero negro virtual, hacia donde se dirige la torturada psique de este peculiar tipejo.
A la pócima se añaden elementos como el estrés, la falta de empatía y el gusto por las sustancias estupefacientes, por lo que el resultado, en la vida del protagonista, es una caída al abismo de la autocompasión mema, incapaz de mantener los pies en la tierra, gracias a una combinación explosiva de ego e irresponsabilidad.
Benjamin Dickinson utiliza artillería de la que duele en el trasfondo de su historia. Hay una crítica nada amable a ese estrato de la sociedad, urbanitas de adolescencia eterna, que parece llevar las riendas del siglo XXI. Creative Control es un tratado sobre la adicción, sobre el desquiciado pilar que sostiene una cultura vacía, apegada a las formas por encima del fondo, brillante hasta la ceguera y decadente. Tras las fiestas y el ruido, el mundo presentado en Creative Control se basa en el canibalismo de empresa, las relaciones tóxicas, en el retrato de una generación adicta a la nada, esclava de necesidades impostadas.
Sin concesiones, irónica, sarcástica y ácida, podría haber sido mucho más destructiva si Dickinson hubiese lanzado toda su bilis. Pero, en el fondo, sabe que navega entre dos aguas. A pesar de ese dibujo feroz, el director y protagonista entiende que, a lo mejor a su pesar, el público que comprende su propuesta es, en un doloroso giro de los acontecimientos, el mismo al que dirige sus puñetazos. Porque hay mucho de exquisitez en la estética escogida para su película, bastante de rebuscado ejercicio de estilo que no por efectivo es menos evidente.
Para empezar, el contrastado blanco y negro luce magnífico, auténtica muestra de contrastes, brillante y afilado, entendido casi como una cortina de belleza que se extiende sobre el descontrolado descenso del protagonista. No se puede dudar de que Dickinson entiende de cine. Hay algo más que buena mano tras la cámara. Hay premeditación, reposo, calma, la búsqueda del plano adecuado para cada paso. La distorsión del tiempo, convertida en recurso narrativo, gracias al inteligente uso de la cámara lenta, produce un efecto fantasmagórico, expresión onírica de la alucinación virtual de este publicista en caída libre. El color, introducido con astucia en momentos específicos para dar autoridad visual al mundo ideal (y ficticio) creado por el protagonista, se transforma en toda una metáfora sobre las posibilidades de escape de la gris e histérica realidad.
Entre medias de tanto clasicismo y búsqueda de perfección visual, Dickinson aporta toques de ciencia ficción al introducir la interfaz virtual de esas gafas de realidad aumentada, presentada además con un diseño espectacular. La combinación de la austeridad formal y el ambiente futurista de estos detalles resulta exquisito.
El problema de Creative Control, como decía al principio, es que está a punto de caer en todas esas futilidades que señala con el dedo. A veces lo roza con los dedos, otras se pringa hasta los codos, pero hay cierto tufillo pretencioso, un hipsterismo de base que disuelve un poco el carácter malicioso e irónico de Creative Control. Llega un momento en el que no sabes si Dickinson establece una pícara conexión con el espectador a base de humor irónico o si está entonando un mea culpa donde el mensaje es algo más turbio de lo que se entiende de primeras.
En todo caso, Creative Control tiene frescura, carisma como película y personalidad de sobra para salir airosa del escrutinio. Dickinson mantiene un control perfecto sobre la narrativa, sobre los personajes (entrañables y odiosos a partes iguales) y, a pesar de esos desequilibrios, aguanta el envite de los tormentosos paseos por la indefinición.
Creative Control es una película sobre las adicciones. Sin caer en moralinas, plantea un debate sobre nuestra relación con la tecnología, en el momento en el que perdemos la noción de la realidad y nos ciega un extraño sueño de la razón. Una película extraña, imperfecta, pero que no deja indiferente, gracias a su fastuoso aspecto, a la economía de medios como herramienta cinematográfica y al descaro que muestra en buena parte de su metraje. A pesar de que no todas las decisiones se resuelven con igual éxito, Creative Control tiene cine de sobra para convencer.
Tráiler:
Ficha técnica:
Creative Control (Creative Control), Estados Unidos, 2015.Dirección: Benjamin Dickinson
Duración: 97 minutos
Guion: Micah Bloomberg, Benjamin Dickinson
Producción: Ghost Robot
Fotografía: Adam Newport-Berra
Música: Drazen Bosnjak
Reparto: Benjamin Dickinson, Nora Zehetner, Dan Gill, Meredith Hagner, Gavin McInnes, Jay Eisenberg, Sonja O'Hara, Jessica Blank, Austin Ku, Reggie Watts, H. Jon Benjamin, Alexia Rasmussen