En foco
Dios y el Diablo en la Tierra del Sol y “La estética de la violencia”, de Glauber Rocha
En el Brasil, los indios reales son asesinados en sus aldeas y luego reinventados, con disfraces de indios norteamericanos en los desfiles de las Escolas do Samba, en el carnaval. Los niños de la calle son asesinados y luego llorados como ángeles que sobrepueblan los cielos o los infiernos (no tengo certeza). Los negros son fusilados por decenas en las favelas cada semana y después son reinventados y africanizados en las danzas, con los cuerpos pintados de colores vivos, como si fuesen salidos de un film de Tarzán. Si buscáramos lo genuinamente brasilero encontraríamos casos interesantes, como por ejemplo, el cangaçeiro, símbolo del Nordeste brasilero.
“L’imitation de soi-même”, en Cinémas d’Amerique Latine, nro. 6, 1998, pp. 66-67.
La amplia geografía del sertão, en el nordeste de Brasil, fue el escenario elegido por el máximo exponente del cine brasilero, Glauber Rocha, para componer su obra más famosa: Deus e o Diabo na Terra do Sol (1964) y su secuela: O Dragão da Maldade contra o Santo Guerreiro (1969).
Para comprender el auge –y el fin- del cangaço debemos referirnos a una serie de circunstancias que hacen a la historia de los personajes involucrados. Muchos han querido hacer un paralelismo entre el western norteamericano y el cine de cangaceiros brasilero. En ambos casos se trata de regiones inhóspitas, donde la civilización intenta hacerse un espacio, con la llegada de los pioneros que buscan establecerse y adueñarse de la mayor porción de tierras, el acompañamiento de religiosos y santones que pretenden llevar la fe al bárbaro para civilizarlo, la creación de ejércitos personales como necesidad de protección, la brecha inmensa e injusta que se instala entre los ganaderos y los campesinos… Todo esto en una época en que se daban las migraciones internas en busca de trabajo, la construcción del ferrocarril para llegar a los lugares más distantes, la industrialización del país que llevaba a la instalación de un estado moderno…
Sin embargo, el fenómeno del cangaço es singular, exclusivo del Sertão y del Agreste. Ambas regiones se caracterizan por sus extensas áreas áridas. El nordeste brasilero posee un relieve irregular que se extiende en sus casi 800 mil kilómetros de superficie total, con ciudades importantes como Salvador de Bahía, Fortaleza y Recife. Para la época a la que nos estamos refiriendo, apenas eran avanzadas de civilización, donde los terratenientes impusieron la agricultura invasiva y el pastoreo del ganado, lo cual fue cambiando el paisaje que transitaban los cangaceiros del siglo veinte. Esa zona también es denominada “caatinga”, un lugar donde la naturaleza se vuelve esquiva al hombre, permitiendo la presencia de fuertes desigualdades sociales.
Si bien se han filmado más de cincuenta películas sobre cangaceiros, entre documentales y ficciones, en distintos géneros como docudramas, pornochanchadas o comedias, además de relatos históricos, es el mayor representante del Cinema Novo, Glauber Rocha, quien ha representado la violencia como eje de posible solución a la dramática situación social del campesinado del nordeste brasilero.
Dios y el Diablo en la Tierra del Sol relata la historia de Manuel, un campesino que debe huir luego de haber discutido y dado muerte al capataz del campo donde trabaja. Seguido por su mujer Rosa busca refugio junto al beato Sebastião, donde se va convirtiendo en un ser alienado que solo sigue las instrucciones que el santón le indica. Muerta de celos, Rosa atenta contra la vida de Sebastião, dándole muerte. Con las manos manchadas de sangre, la pareja se salva de la matanza de fieles que lleva a cabo el mercenario Antonio das Mortes. En su huida, encuentran cobijo junto al cangaceiro Corisco, cuyo grupo ha quedado diezmado y pretende vengar la muerte de su capitán Lampião. Lo acompañan su mujer, Dadá, y dos hombres.
Glauber Rocha le dedica casi media hora al cangaço en su película. Esta secuencia podría dividirse en tres grandes partes: el encuentro con el cangaceiro, el ataque al hacendado y el enfrentamiento con Antonio das Mortes. En la primera, combina los planos generales que dan cuenta de la aridez del paisaje con los primeros planos que muestran la fiereza de Corisco. La narración está a cargo de un juglar, el ciego Julio, que va contando las peripecias de Manuel en su tránsito hacia la independencia.
Canta el ciego Julio: «La historia continúa, presten mucha atención. Manuel y Rosa recorrieron el sertão…”, mientras los vemos en plano general, enmarcados en una puerta en ruinas en medio del campo. Sigue cantando: “… hasta que un día para bien o para mal, en sus vidas entró…», y pasa a un primer plano de un cactus, a modo de metáfora, “¡Coriiiiisco!». Se oyen disparos y con un violento zoom out nos muestra un claro, donde vemos, en leve picado, a los cangaceiros que arrastran a Manuel y a Rosa junto a otros campesinos con sus niños, a los que matan. Con zoom in vemos a Corisco acercarse a Dadá, a la que toca rudamente. Ella mira en dirección opuesta a donde están los muertos. La cámara sigue en paneo a Corisco hasta que queda centrado en el plano (entre la mujer y los asesinados) y empuñando su fusil grita: «Estoy cumpliendo la promesa a mi padrino Cícero, no dejo al pobre morir de hambre… ¡¡Ahhhh!!”. Gira hacia un lado y otro, y con las dos manos sube el fusil, gritando: “No maté a mi compadre Lampião».
La escena en blanco y negro con alto contraste resume en su banda sonora y en su imagen los rastros de una historia que realmente sucedió. Corisco y Dadá existieron. Ella fue secuestrada por él a los catorce años y desde entonces no se separó de su lado. Se dice de ella que fue la única mujer que tomó un arma y disparó cuando ambos fueron atacados. Dadá fue herida en una pierna y, cojeando, arrastró a su compañero desfalleciente hasta un sitio seguro. Corisco murió, pero ella aún vive.
El aparente rechazo de la mujer nos habla de la imposibilidad de ejercer su maternidad. En un momento, mientras los campesinos son arrastrados para matarlos, Corisco arranca de sus brazos a un bebé y lo ultima. Por seguridad, estos bandidos rurales debían deshacerse de los niños para que su llanto no los delatara. Así, sus hijos crecieron lejos de sus padres y muchos han vivido sin conocer su identidad.
La furia de Corisco, el Diablo Rubio, como le decían, está exaltada por la muerte de Lampião, que fue vilmente asesinado y decapitado para construir un altar macabro. Suerte que seguirá el propio Corisco unos años más tarde.
Manuel y Rosa huyen de una situación violenta para encontrarse con otra aún más sangrienta. Corisco menciona al padre Cícero, su padrino, quien le ha entregado un mandato que no estamos seguros haya interpretado cabalmente: No deja morir al pobre… de hambre. ¡Lo mata! Estos bandidos forman parte de una mitología que los ubica como justicieros. Los acompaña un entorno inhóspito, una vestimenta vistosa, una valentía incalculable y la habilidad para burlar a la autoridad. Sin embargo, Corisco en un momento alza su espada y vemos su rostro divido por el filo en dos: una mitad iluminada y la otra en sombras: Dios y el Diablo…
Mientras Manuel cree estar en el camino correcto y Rosa lo acompaña, seducida por el bandido, asisten a la matanza de un hacendado que está celebrando su boda. La brutalidad con que lo matan y violan a su mujer no deja duda sobre el camino equivocado que ha tomado Manuel. La escena es en un interior, iluminada por la luz de las velas. Los personajes pasan frente a cámara, aunque lo que realmente sucede de atroz ocurre en el segundo plano que nos ofrece la profundidad de campo. Una serie de elementos cobran significado: el velo de la novia que se coloca Rosa y el crucifijo que blande Manuel.
La tercera parte, cámara en mano, estamos otra vez en el sertão, Manuel se atreve a enfrentar a Corisco, que le dice: «¿En qué pensabas cuando fuiste al Monte Santo?». Manuel responde que Sebastián prometía justicia, pero que no se puede hacer justicia derramando sangre. Corisco explica su pasado y su sed de venganza. Los encuadres son en primer plano, recortando parte del rostro de Manuel. Con mirada a cámara, Corisco dice: “Tú eres como un ángel. Si yo muero, vete con tu mujer (…) Era necesario que quedara en pie, luchando hasta el fin, desarreglando lo arreglado, hasta que el sertão se haga mar y el mar se haga sertão”. La cámara en mano registra el rostro de Manuel, que nos mira, como si terminara de entender dónde hay que buscar la felicidad.
En esta tercera parte hace su aparición Antonio das Mortes, que luego de mantener una conversación con el ciego Julio llega y mata a todos, con excepción de Rosa y Manuel, quienes huyen por el sertão, en un plano general que los devuelve mínimos. Rosa cae en un momento y Manuel la ayuda… mientras el juglar canta: “Más fuertes son los poderes del pueblo. Mataron a Corisco, balearon a Dadá. A divertirse, pueblo, hasta el amanecer”. Rosa cae de nuevo y Manuel sigue, corre velozmente, solo en la inmensidad… hasta que el sertão se confunde con el mar. El ciego Julio entona: “Mi historia está terminando, verdad o imaginación, espero que hayan aprendido esta lección, que estando mal repartido este mundo, anda mal. Que la tierra es del hombre, ni de Dios ni del Diablo”.
Como hemos descrito, Glauber Rocha hace utilización de cámara en mano y corte directo, la imagen ofrece un alto contraste y no se utiliza ningún tipo de filtro. Tampoco se busca el lado pintoresco de la historia. Si bien en un momento la cámara recorre la vestimenta del cangaceiro, además de ofrecernos una imagen cargada de gran plasticidad, recordando las fotografías de Tina Modotti, nos revela la fidelidad histórica con que ha encarado su filmación. La utilización del zoom no hace más que subrayar lo que nos va diciendo el juglar en su canción, poniendo el énfasis en la imagen, apareándola con la banda sonora. En cambio, la mirada a cámara nos incluye (o nos distancia, según se quiera ver) en el trasfondo social y político que se nos quiere transmitir. En esos primeros planos de Corisco quizá sobreviva la estética lograda por el aprendiz Benjamin Abrahão, el primero en plasmar el contraste ofrecido por la luz sertaneja y en capturar el rostro de Corisco en un acercamiento que casi rebasa la cámara.
Cuando Glauber Rocha se refiere a la violencia, no la plantea como odio, sino como voluntad de transformación. En su estética anárquica puede hallarse el germen de ese concepto. Rocha opone el Cine de la Violencia a la Cultura del Hambre. Por medio de la violencia es posible romper la parálisis creativa. La violencia se aplica, por un lado, contra una manera masiva de entender la cultura, aceptando una serie de formas estéticas establecidas y, por el otro, contra las estructuras de producción, distribución y consumo. Por eso ha trascendido la máxima de Glauber Rocha que no caduca: “Una cámara en la mano y una idea en la cabeza”. Es todo lo que necesita un creador para hacer cine.
Dios y el Diablo en la Tierra del Sol, Glauber Rocha, 1964.
Buenísimo, gracias!