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¿Vivimos ya en un «futuro» distópico?

Si iba a crear un jardín imaginario quería que en él los sapos fueran reales. Una de mis reglas fue no poner en el libro acontecimientos que no hubiesen ocurrido ya en lo que James Joyce llamó ‘la pesadilla de la Historia’, ni tecnología que no estuviese ya disponible. Nada de artilugios imaginarios, ni leyes ni atrocidades imaginarias. Dios está en los detalles, dicen. También el diablo.

Margaret Atwood en ¿Qué significa ‘El cuento de la doncella’ en la era Trump? The New York Times, 10 de marzo de 2017

Ya sabemos cómo son las cosas en un mundo postapocalíptico. Te pasas el día vagando a pie por carreteras desiertas o conduciendo coches que funcionan con la gasolina extraída del depósito de los otros miles abandonados en las cunetas y que son una fuente aparentemente inagotable de combustible; te detienes en tiendas y almacenes buscando lo que aún se pueda rapiñar, eres un experto en encontrar baterías para las linternas, cerillas –que ahora son un tesoro–, barritas energéticas abandonadas en el fondo de un cajón y sobre todo armas, muchas armas con las que defenderte de los otros humanos que vagan como tú sin someterse a ninguna autoridad. La supervivencia es la única religión y la única ley que queda. ¿Cómo sabemos todo esto? Porque lo hemos visto miles de veces en series y películas. ¿Por qué, a pesar de ello, seguimos disfrutándolo? Eso es más complicado.

La imaginación tiene la inapreciable función de permitirnos jugar, evaluar, considerar, temer, desear, etc. realidades alternativas sin que tengamos que experimentarlas físicamente, lo cual supone un ahorro de energía considerable. A diferencia de la mayoría de seres vivos, podemos aprender de experiencias por las que no hemos pasado. El hecho de que eso –imaginar, fantasear– nos guste, y por lo tanto pueda ser fácilmente convertido en entretenimiento, es solo una estrategia evolutiva para que no dejemos de hacerlo, igual que nuestra atracción por las cosas dulces o por el sexo. Todos tenemos “distopías” personales, realidades posibles que tememos lleguen a ocurrir. Nos imaginamos dentro de diez años, o de veinte, o de uno, si todo va mal, sin trabajo, sin casa, sin familia ni amigos, sin salud… es decir, habitando un mundo distópico (aunque en él a todos los demás les vaya bien) o –permitiéndonos la licencia poética– postapocalíptico: ¿cómo sería mi vida tras un terrible accidente, o tras la pérdida de mis seres queridos? Y la función de imaginarlo, por desagradable que pueda ser, es aprender de eso que aún no ha ocurrido para, precisamente, evitar que ocurra o, si es inevitable, imaginar cómo podríamos salir adelante. Creo que la ficción distópica tiene la misma función, a escala mucho mayor: imaginar colectivamente todo lo que puede ir mal es una forma de compartir nuestros temores, prepararnos para esos futuros posibles o imaginar vías para evitarlos.

Si consideramos en conjunto el sistema de utopías y distopías que genera una cultura podemos tener un retrato bastante preciso de sus miedos y sus esperanzas y comprobar cómo se entrelazan y dialogan entre sí. Los viajes de Gulliver, Cándido o Erewhon fueron distopías literarias que satirizaban el optimismo de la Ilustración y su fe ciega en el progreso. Sin ellas nos estaríamos preguntando: ¿es que nadie tenía una mirada crítica? Es en este sentido que conviene plantear qué significan las distopías cinematográficas de finales del siglo XX y principios del XXI y su relación con las utopías del mismo período.

En la primera mitad del siglo XX tuvo lugar un giro en la literatura. Libros como Un mundo feliz (Aldous Huxley, 1932), Walden Two (B. F. Skinner, 1948), o 1984 (George Orwell, 1949) jugaban con posibilidades tecnológicas que estaban ya al alcance de la mano e introducían nuevos elementos: la utilización de sofisticadas herramientas psicológicas y –en el caso del libro de Huxley– fármacos psicotrópicos para desarrollar la felicidad comunitaria. Es decir, en las nuevas ucronías no bastaba con desterrar lo malo del pasado: el dinero, el egoísmo, el autoritarismo… era, además, necesario enseñar a la gente a ser feliz, y ese aprendizaje se tenía que hacer de forma técnica y planificada y con métodos que ya se conocían en aquel momento. Desde la perspectiva del siglo XXI esa forma de pensar se nos antoja naïf, cuando no peligrosamente tecno-totalitaria. Pero la ficción utópico/distópica ya no volvió a ser la misma.

Entre los años 60 y 70 aparecen novelas de ciencia-ficción o de anticipación, que siguen ese camino, pero con un enfoque lleno de escepticismo. Desarrollan visiones de pesadilla que tienen lugar en este planeta y en realidades alternativas perfectamente plausibles. Contienen muchos elementos ya presentes en la cultura de los 60: las drogas, la revolución sexual y una sensación creciente de que la tecnología real empezaba a avanzar a un ritmo que la volvería impredecible, por lo que deja de tener sentido imaginar tecnologías imposibles o mágicas. El presente empieza a ser tan complejo y cambiante que ya no es necesario “deslocalizar” las utopías a planetas o épocas lejanas para que el lector o espectador, por vía del proceso de extrañamiento (Bertolt Brecht), sea más receptivo a ellas. El presente empieza a ser una forma de extrañamiento perpetuo. Películas como  La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971), La conversación (Francis Coppola, 1974) o Las mujeres de Stepford (Bryan Forbes, 1975, remake en 2004) fueron las primeras señales de que este cambio estaba llegando al cine. Escritores como J. G. Ballard (Crash, novela, 1973) desarrollaban un tipo de historias de anticipación a las que ya no se podía llamar ciencia-ficción porque no dependían de avances tecnológicos imaginarios, sino de cambios posibles, como la subida del nivel del mar (El mundo sumergido) y de los cambios psicológicos y sociales que desencadenarían. Pero fue sobre todo Philip K. Dick quien, desde una perspectiva semejante, aunque más centrada en los peligros de las tecnologías de la información, proporcionó a nuestra imaginación una serie inagotable de posibilidades distópicas. Su novela de 1968 ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? anunciaba algo muy inquietante: un futuro cercano sucio y contaminado en el que el poder lo detentan las grandes corporaciones tecnológicas. Cuando por fin fue llevada al cine con el título de Blade Runner (R. Scott, 1982), el resultado fue un maravilloso compendio fin de siglo: estética decadente, multiculturalismo, un romanticismo ya imposible, la pregunta por la identidad humana en una época en que todo lo humano parece sintetizable…

https://youtu.be/OWMi6w1Rr3w

Dos años más tarde aparece Neuromante (William Gibson, 1984), la novela que dio origen al subgénero  cyberpunk y que se convirtió en su manifiesto. Neuromante y Blade Runner abrieron la puerta a películas como Brazil (Terry Gillian, 1984), Días extraños (Katrhyn Bigelow, 1995), Johnny Mnemonic (Robert Longo 1995), Crash (David Cronenberg, 1996), Hijos de los hombres (Alfonso Cuarón, 2006) o Snowpiercer (Rompehielos, Bong Joon-Ho, 2013). Todas ellas hacen uso de la estética y el escepticismo cyberpunk: el futuro no estará construido con superficies relucientes y tecnologías mágicas que nos llevarán de paseo por las galaxias, embutidos en ropas ajustadas de color pastel; no, el futuro será sucio y radioactivo y tendrá lugar en este viejo planeta, la tecnología avanzará de forma exponencial, sí, pero estará al servicio de unos pocos, la mayor parte de la gente vivirá peor que ahora y nuestras frágiles estructuras democráticas habrán sucumbido ante el poder de las grandes corporaciones. Hay otra línea, no cyberpunk, que en su construcción de realidades distópicas, sigue un camino diferente: El show de Truman (Peter Weir, 1998), ¡Olvídate de mí! (Michael Gondry, 2004), 2046 (Wong Kar-Wai, 2004) o Langosta (Yorgos Lanthimos, 2015) prefieren deambular por los laberintos de la mente y de las relaciones personales y familiares, y sus distopías son los juegos en los que participamos más o menos voluntariamente, los juegos que quizá nos esperan. Pero coinciden con las anteriores en algo: cualquier distopía que merezca la pena imaginar, ya es posible y quizá esté ocurriendo en alguna parte.

https://youtu.be/gvJ3eSurq5Y

No creo que el presente sea catastrófico, ni mucho menos.  Muchas cosas mejoran a escala global, como la salud o la alfabetización; una claramente empeora a pasos agigantados: la salud del propio planeta; otras, como el control de la vida íntima de los ciudadanos por medios tecnológicos, ya sea por intereses comerciales o partidistas, como en China, crecen a una escala que Orwell intuyó, pero no llegó siquiera a imaginar. Es demasiado complejo como para que tenga sentido hacer una evaluación global. Pero creo que el que las distopías actuales tiendan a elaborarse con materiales del presente –la regla que se autoimpuso Margaret Atwood– significa algo importante que aún no podemos entender del todo. Si pudiésemos viajar en el tiempo, un siglo hacia el futuro, por ejemplo, y en ese 2118 aún se puede respirar y el mundo no está cubierto por el agua o la radiación, si aún se puede pensar tranquilamente, quizá desde allí podríamos responder a esta simple pregunta: ¿las distopías de principios del siglo XXI se volvieron realistas, porque esa época era ya una distopía hecha realidad o porque la ficción posmoderna se volvió tan autoconsciente y carente de ingenuidad que ya no le quedó el consuelo de alejar nuestros temores en el tiempo o en el espacio?

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3 respuestas a «¿Vivimos ya en un «futuro» distópico?»

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