Festivales 

DOCBA 2020: La virtualidad no desmerece el cine de lo real

DOC Buenos Aires

En un año complicado en el plano internacional, no solo para el cine, sino para la humanidad, en este país al Sur del Sur, Argentina, logró llevarse a cabo el 20° DOC Buenos Aires, Muestra Internacional de Cine Documental. Además del contexto pandémico que conlleva las dificultades para exhibir cine como venía haciéndose, en salas y a oscuras, esta edición homenajea a su creador, el cineasta Marcelo Céspedes, recientemente fallecido. Sobre los hombros de Carmen Guarini, su incondicional cómplice, y Roger Koza, el director artístico todoterreno que no solo ha armado la presente muestra, sino también ha redactado la mayoría de las reseñas del catálogo, ha entrevistado a los realizadores en encuentros online para ofrecernos un panorama casi más completo que en tiempos “normales” y ha traducido muchas de las películas que hemos visto. Un gran reconocimiento para ellos, que supieron y pudieron ofrecer una muestra digna y lo suficientemente completa para obviar las dificultades propias de la modalidad virtual.

Hemos tratado de cubrir la mayoría de las secciones. En algunos casos faltará algún título que estimábamos indispensable, como Danzas macabras, esqueletos y otras fantasías (Danses macabres, squelettes et autres fantaisies, Rita Azevedo Gomes, Pierre Léon y Jean-Louis Schefer, Francia-Portugal-Suiza, 2019), que esperamos reencontrar en alguna otra oportunidad. Pero hallamos sorpresas maravillosas como Nicolas Philibert, azar y necesidad (Nicolas Philibert, hasard et necessité, Jean Louis Comolli, Francia, 2020) y la retrospectiva de un director ya presentado en la Muestra, que para nosotros fue una revelación: Florent Marcie, con su testimonio en primera persona y en la línea de fuego de la lucha de distintos pueblos por conseguir su libertad.

Con algunos documentales pudimos establecer una especie de diálogo, que no necesariamente respeta las secciones en que fueron presentadas, pero que son válidas para seguir la huella propuesta por nuestra mirada.

Pulqui

Del homenaje a Marcelo Céspedes vimos dos películas que, aunque no tienen como motivo el testimonio de aquellos marginados por la sociedad que solía retratar, rozan con sus temas esa preocupación. En Pulqui, un instante en la patria de la felicidad (Alejandro Fernández Mouján, Argentina, 2007), es el productor del sueño de un artista plástico, Daniel Santoro, cuya obra pictórica referida al peronismo muestra, simbólicamente, algunas de las características del mítico tiempo en que la mayoría de los argentinos se sintieron protagonistas de su propia felicidad. Las referencias a Evita, como el hada buena que acompaña a los niños, se reflejan en la obra realizada para la infancia, a través de la Ciudad Infantil y la República de los Niños. Justamente, allí, en la pequeña y hermosa ciudad en miniatura que aún permanece en pie muy cerca de La Plata, Santoro espera hacer volar una réplica del avión Pulqui II que, en 1951 el país fabricó en Córdoba, Argentina, y que no tenía nada que envidiarle al Sabre F86 estadounidense o al MIG13 soviético. Para ello, convoca a un colega de los talleres del teatro Colón, Miguel Biancusso, un peronista que se toma muy en serio la construcción de este OVJ (Objeto Volador Justicialista). Más allá de la odisea que implica el reto que se han propuesto, el documental producido por Céspedes deja testimonio de una época en que la justicia social era una prioridad, la importancia de la educación en la infancia, la oportunidad de una Argentina que apostaba con su industria pesada a estar entre las más adelantadas del mundo y, a través de imágenes de archivo, el sueño truncado por un sangriento golpe militar que signó al país por varias décadas de dictadura hasta 1983, cuando triunfó la democracia. Una democracia que no impide que, en las calles del Conurbano que recorre Santoro en búsqueda de su sueño, proliferen los camiones repletos de gente, parecidos a los que en los años 50 iban a vitorear a Perón y a Evita en la Plaza de Mayo, solo que estos hombres apiñados en la caja trasera del vehículo recogen cartones de la basura para conseguir el pan de cada día. En la simpática relación de los dos amigos, se establece la tensión entre el sueño de Santoro y la responsabilidad técnica de Biancusso. En el medio está el OVJ que solo trae buenos recuerdos a aquellos que todavía hacen la V de la Victoria con los dedos índice y medio de su mano.

En parte emparentada con Pulqui…, por aquello del sueño delirante y casi imposible, está La ballena va llena (Argentina, 2014), en un límite entre ficción y documental, donde el Colectivo que lo dirige (Daniel Santoro, Juan Carlos Capurro, Pedro Roth, Juan “Tata” Cedrón y Marcelo Céspedes) se ha denominado Estrella de Oriente. A través de incontables reuniones en un café porteño e intentos de obtener una beca para llevarlo a cabo, estos hombres sueñan con un proyecto casi inalcanzable, que no solo atendería sus preocupaciones intelectuales y artísticas, sino que serviría para aliviar la situación de los migrantes que buscan refugio en Europa. Sus discusiones pasan por los divagues sobre el arte expandido y el humorismo casi grosero que intenta emparentar su aspecto homeopático con la curaduría artística. Por momentos, tanta desmesura produce ternura, sobre todo, frente a la burocracia de las instituciones artísticas que quedan expuestas en la conversación con el director de la Fundación Botín que brinda la beca. Más allá del delirio de sus sueños, aparece como protagonista esa masa de refugiados que continuamente llegan a Europa, expulsados de sus países por el hambre, la miseria, la política o el sueño de vivir en un lugar mejor. La instalación que proponen incluye la construcción un trasatlántico para miles de pasajeros, que llevaría a estos seres desposeídos en su seno, como parte de una obra de arte, sin que pasen a ser objetos. El fin es loable, pero parece tener alguna limitación que ellos mismos comprueban al quedar atrapados en una situación similar. El humor y la ironía son los medios por los que seguimos tan delirante propuesta. Estos personajes que rondan la tercera edad todavía tienen un sueño por cumplir. Lo más genial, la explicación del papel que cumple el mingitorio de Duchamp sobre la proa de la nave en la transformación de los pasajeros de una entidad a otra, dentro de la obra de arte.

Florent MarcieA pesar de haber estado presente en otras ediciones, descubrimos este año a Florent Marcie en el Reencuentro que programó la Muestra. Fotógrafo de profesión, reportero de guerra en sus comienzos, la vez que llevó una filmadora al campo de batalla, se convirtió en un cineasta autodidacta. En sus entrevistas suele explicar que lo mejor de su trabajo es la independencia que le aporta hacerlo en soledad. Dice Marcie que cuando ingresa en el campo de batalla solo tiene presente tratar de plasmar lo que mueve a esas gentes de países tan extraños para Francia a exponer sus vidas de la manera en que lo hacen, generalmente en condiciones geográficas y atmosféricas hostiles, conducidos por un espíritu comunitario y patriótico. Sus películas registran hechos históricos, con personajes individuales y colectivos reales, algunos realmente heroicos. Marcie no solo pone su cuerpo en el campo de batalla, sino que acompaña, con su cámara como si fuera un arma, a los combatientes que se exponen a los disparos del bando contrario, que pueden ser los ejércitos ruso o libio, o los talibanes… El espectador participa de la vigilia de esos seres, de su lucha, de los momentos de descanso, las preguntas que se hacen, lo que comen, de sus traslados en vehículos muy deteriorados por caminos a cuya vera aparecen edificios fantasmagóricos que han sido bombardeados. Sin embargo, hay tiempo, mientras corre junto a los hombres por la tierra roja, de registrar en el piso las flores silvestres, una caricia en tono amarillo para la mirada atenta y preocupada del espectador. Como una marca de fábrica es el lienzo que el director francés extiende ante los protagonistas de estas guerras arduas, feroces, inhumanas. En cada “locación” de guerra, los combatientes y habitantes del lugar pintan frases o imágenes de su presente. Testimonio histórico para la posteridad, que no llegará dentro de muchos años, porque varios ya han perdido sus vidas y unos cuantos han pasado a la historia. El gesto de darle palabra a esos seres para llevarla consigo es conmovedor.

SaiaComo ciudadano del mundo y de ningún país, Florent se camufla entre los habitantes de otras culturas. Su productora, No Man’s Land, lo define. La presentación de este cineasta nómade vino de la mano de Saïa (Francia, 2000), un documental de casi media hora, que plantea un combate nocturno en Bagram, Afganistán. Pareciera ser testimonio, más que de la guerra, de una búsqueda formal. En una entrevista realizada por Koza, el director francés sostiene que ha recibido varias críticas por la “estilización” de la guerra, ya que muchos planos parecieran ser pintados por un impresionista. Utilizando como única fuente la luz de la luna, la atmósfera es recortada por las siluetas de los combatientes, y el cielo lleno de estrellas, atravesado por un misil o el fuego de los talibanes al otro lado de la trinchera. Las imágenes que obtiene son hermosas, a pesar de saber que estamos en pleno combate. Se produce en el espectador cierta contradicción por esta doble posibilidad de estar ante un hecho trágico y disfrutar de las imágenes con grano que transcurren en cámara lenta, decantándose poéticamente en la sugerencia, más que en la constatación. Aclara Marcie que en pleno combate no hay lugar para luces, ni siquiera para la chispa de un fósforo, pues delatarían su posición estratégica. Para registrar ese momento que le invadía los ojos y el cuerpo, acudió a su experiencia como fotógrafo, atinó a abrir el obturador y aprovechar la luz de la luna para captar el fuego cruzado que se oye en un primer plano de la banda sonora. Del azul y marrón pasa al rojo y marrón para mostrarnos el reposo de la batalla, al lado del fuego donde los hombres calientan sus cuerpos y ríen mientras se preparan para la próxima jornada.

En Bagram y con alguno de los personajes que alcanzamos a ver en la oscuridad de la noche, transcurre la acción (no ficticia, sino documental) de Comandante Khawani (Commandant Khawani, Francia, 2014). Soldados estadounidenses ocupan una base afgana. Están desde los ataques a las torres gemelas, sin saber que allí, en 2001, se ubicaba la última posición de la Alianza del Norte, Tufan Yak. Hoy el terreno está cubierto de minas y, en la pista, los aviones están desguazados. La filmación de este documental ha sufrido, como la vida en Bagram, varios colapsos. Diez años antes, cuando los muyahidíes apoyaban a Rusia, Marcie comenzó a filmarlos en su vida cotidiana, pero fue obligado a salir del país… hasta que los atentados en Nueva York pusieron a Bagram y al comandante afgano que había conocido años atrás, en el centro de los hechos. Así que partió en su búsqueda para acompañar a los muhyaidíes en la captura de Kabul. Hay parentescos entre este documental narrado en tres épocas distintas y aquel poético del año 2000, Saïa. Comparten la ciudad, el paisaje nocturno y algunos personajes… Ahora, la lucha se da en el desierto, con comunicación entre los bandos y donde los talibanes se pasan de trinchera para integrarse a las tropas de Khawani. El recorrido hacia Kabul y el liderazgo del comandante que, por momentos suaviza los rasgos recios de su rostro para descansar junto al fuego con sus hombres, son el eje del documental. No falta el lienzo que entre todos pintan ni la camaradería entre los afganos y el francés. La cámara registra desde el centro de los hechos. Nunca estuvimos tan cerca en una guerra. Camino a Kabul, Marcie sube al techo de un camión atestado de gente. Plano subjetivo sobre caminos de tierra y los poblados destrozados.  En una especie de selfie, Florian tararea una canción melancólica que contrasta con el espíritu animoso de estos hombres que se dirigen hacia su objetivo: Somos los canallas muhyaidíes… cuando los soldados sean trovadores, cuando los hombres vivan para amar, no habrá más miseria, pero estaremos muertos…

Tomorrow Tripoli

Testigo de hechos que hoy son históricos, en Tomorrow Tripoli. The Revolution of the Rats (Francia, 2014), Marcie ha llegado a Zintan cuando los hombres se están organizando para tomar Trípoli, la capital de Libia, y derrocar a Muammar Kadhafi, después de 42 años de gobierno. El documental se abre con una frase del gobernante que bien podría haber sido escrita por su destino: “Amo las multitudes que se liberan y exultan al romper sus cadenas. Pero cómo me aterran y cuánto les temo”. Desde Zintan, estos descendientes de jinetes, armados con palos, piedras o armas muy viejas de sus antepasados, son guiados por Mussa, un exoficial del ejército libio. Durante las tres horas del documental, recorremos los 140 km que separan a Zintan de Trípoli. Cada ciudad tomada proporciona mejores armas para su fin. Allí están la biblioteca derruida donde sobreviven los libros de Victor Hugo, Camus y Sartre; los hospitales, donde llegan heridos y se convierten en mártires, “porque su dios es Alá y Mahoma, su profeta”; el apresamiento de gran cantidad de subsaharianos que ofician de mercenarios a cambio de salir de la miseria; el armamento que necesita de dos personas para ser trasladado: el que dispara y el que sostiene la ristra de balas; las camionetas con un tanque que se desplazan a gran velocidad marcha atrás… La acción es vertiginosa, pero también hay tiempo para el descanso sobre la vegetación silvestre, prestando un levísimo carácter bucólico a una escena que parece pertenecer a otro ámbito.  Ese toque sensible, apenas sugerido, pero indudable en su cualidad poética, es una especie de firma en el cine de Marcie.

Otro pueblo, otra guerra, es el caso de Los hijos de Ichkeria (Itchkéri Kenti, Francia, 2006). Plasmación de la resistencia chechena, ante el atropello a los derechos humanos que los rusos le infringen a su gente. Jóvenes, mujeres, hombres, niños… El documental de Marcie le da entidad a una lucha que, a pesar de las constantes denuncias de los organismos internacionales, permanece invisibilizada. En 1996 entró en el país con sus cámaras de fotos como reportero de guerra, pero esta vez llevó una filmadora. Diez años después, la guerra continúa. Su registro pasa por la individualización de líderes, como Dudáyev o Masjadov, pero en realidad, su gran protagonista es ese pueblo que con gran valor lucha por su libertad. De gran impacto resulta la escena donde la comunidad se reúne frente al esqueleto en que se ha convertido el palacio presidencial y que, pocos días después, bombardeado, desaparece de la faz de la tierra. Marcie retrata la lucha de esta gente sufrida, a la que le pide su participación en el consabido lienzo que les extiende. Un insert habla de Prometeo encadenado en el Cáucaso, donde un águila se toma el trabajo de devorar sus entrañas, que se regeneran diariamente… casi un sino de este pueblo, como el caso de la mujer con el vientre inflado por el cáncer, a la que no pueden operar por no tener las condiciones necesarias. El frío, el barro que se forma con el hielo, las casas semidestruidas por las bombas, el colegio sin techo ni paredes… una ciudad en ruinas cobija a seres que la cámara registra a través de sus rostros, sus pies, sus manos, su pesar y su menguada alegría.

Este cine que nos habla de lugares tan lejanos, con problemáticas que afectan globalmente, da pie para que consideremos Pan amargo (Bitter Bread, Líbano, Irak, Francia, 2019), del iraquí Abbas Fahdel. En otro registro, pero con gran sensibilidad, sumerge su cámara en la vida cotidiana de un campamento de refugiados sirios en el valle de Beeka. Grandes carpas los albergan, pero el frío y la lluvia traspasan las lonas que hacen de casa. Sin prisa y sin pausa, nos adentramos en la historia de estas gentes expulsadas de su patria por la guerra, que intentan llevar una vida “normal” en el país que les ha dado cobijo. Fadhel retrata al único libanés que tiene contacto con ellos, es el encargado del campamento. Si bien hace esfuerzos por asistir a la comunidad cada vez que llueve y el agua destroza sus “viviendas” o como Papa Noel cada diciembre les regala abrigos a los chicos, es el último eslabón de un sistema que no ofrece más que esa oportunidad a los refugiados. La cámara se emboba con los niños, al igual que en los documentales de Marcie, ellos son conscientes del registro de sus rostros y ofrecen gestos de alegría, timidez o desinhibición, pero también son inconscientes de tener un futuro anclado en este tipo de supervivencia que no les dará mayores posibilidades que a sus padres. La sensibilidad de Fadhel se detiene en esas habitaciones ambientadas con lo mejor que pueden para que se parezca a un hogar, en el negocio que les provee de alimentos, donde acumulan una deuda cada vez mayor, y en las montañas nevadas que rodean el valle, maravilloso paisaje si no se clausurara con el arroyo de deshechos cloacales que corre junto al campamento, el lugar donde suelen jugar los niños que solo han conocido la vida en este ghetto. Fadhel parece decirnos que los niños son la esperanza y que esta gente no es un número en las estadísticas, sino que tienen necesidades y rostros humanos.

Calle de una sola vía

En el otro extremo del mundo, de un país que tiene estas necesidades económicas más resueltas y donde la guerra es una constante, pero siempre fuera de su país, son los dos cortometrajes que trataremos. Ambos han elegido por locación una calle de Nueva York y como intérpretes, a sus transeúntes. Calle de una sola vía (One-Way Street, 2020), del israelí Erez Pery, muestra desde su balcón el devenir del tiempo a través de la frondosidad de una rama que se atraviesa en el cuadro. Las estaciones se suceden y distintos transeúntes pasan bajo el sol, la lluvia, el frío o el calor… Algunos blanden maquinarias de construcción o de recolección de residuos… otros dan órdenes, y los más… simplemente, pasan. Sobre la banda sonora se reproduce el programa radial con que, en 1938, Orson Welles alertó a los estadounidenses sobre la invasión marciana, basándose en la novela de H.G. Wells. Con un efectivo trabajo de edición, personas y maquinarias parecen actuar las líneas del guion del gran Orson. Por la noche, al encenderse o apagarse las luces de los apartamentos vecinos, aparece en su máxima expresión el voyeurismo con la cita hitchcockiana de las ventanas indiscretas.

Phillip Warnell, a quien el DOC Buenos Aires le ha dedicado una retrospectiva, padece ese mismo deseo de mirar desde lo alto a los transeúntes de otra calle más congestionada por automóviles y gente en Queens, Nueva York. En Distancias íntimas (Intimate Distances, Reino Unido, Estados Unidos, 2020), de manera exasperante vemos a una mujer que va y viene, mira su teléfono una y otra vez, mientras emprende nuevamente la caminata por la misma cuadra. De pronto se acerca a un hombre joven al que le hace algunas preguntas… las mismas que pronunciará ante otros semejantes. No lo sabremos, si no la conocemos o no nos lo dicen (como informa el catálogo de la Muestra), pero la mujer es una directora de casting y está buscando a un actor para el papel de criminal. La cámara siempre está alejada de sus personajes, enfoca en picado y en plano general la calle, siguiendo a la mujer. Hay un leve zoom en el encuentro con los entrevistados, pero el sonido de las voces siempre está en primer plano y el del ruido de los automóviles en un tímido segundo plano. La consistencia del documental reside en el derribamiento de barreras en la comunicación entre la mujer y los hombres, que ofrecen testimonios de vida que bien podrían ser el germen de distintos guiones para futuras películas. La interminable espera se olvida en cuanto los hombres comienzan a hablar… y la elisión de información que produce una constante incógnita sobre la función de la mujer, ya no importa.

En otro tono, los documentales de Warnell donde el filósofo Jean-Luc Nancy es protagonista indispensable de su desarrollo también invitan a investigar un poco más allá de lo que ofrecen para hacer una lectura quizá más acertada.

Los campos de lavanda son los protagonistas de El proletario errante (The Flying Proletarian, Reino Unido, 2017). Con guion de Nancy, el entorno bucólico es recorrido por un hombre con indumentaria medieval: túnica negra, sombrero y máscara con pico contra la enfermedad. Espacios contextuales como el claustro de una iglesia, el taller de carpintería, la biblioteca, la exposición de vísceras humanas en formol y los frascos con aceite y alcanfor dan cuenta de un alquimista en busca de antídotos contra la peste. Las líneas filosóficas de Nancy van acompañando imágenes más contemporáneas y dialogan con el relato que se va desarrollando, aviones que fumigan, niñas con mascotas que pueden contagiarlas, perros a bordo de un cohete… “Cuando aparece un extraño, la naturaleza se moviliza para palparlo, aclimatarlo”. En la actualidad, los campesinos recogen los fardos de lavanda seca y la llevan a un gran horno. El transcurso del día ha servido para transportarnos desde este camino florido de lavanda hasta su finalización en el fuego. El anochecer deja ver las siluetas de los campesinos frente al fuego, que pasa a convertirse en una mancha naranja sobre la noche oscura. Nancy escribe: “Ya no estamos ahí, ¡somos ese ahí!”.

En Foráneo: Extraños cuerpos extraños (Outlandish: Strange Foreign Bodies, Reino Unido, 2009), un barco pesquero se mece sobre las aguas del mar, junto a un acantilado. En el bote hay un recipiente con agua. El movimiento del mar que mece al barco produce un oleaje en el acuario donde reposa un pulpo, produciendo un diálogo entre ambos cuadros (el del recipiente y el del cuadro del film) que parece una sinfonía entre mareas de distinto tamaño… las mismas que producen las disquisiciones filosóficas de Nancy tienen que ver con la extrañeza del cuerpo con un entorno o con el cuerpo como frontera de aquello que lo invade. La medicina está presente (a Nancy le trasplantaron un corazón) en este discurso íntimo, metafóricamente representado por el pulpo que busca espacio en su contenedor y físicamente, en el quirófano. Cuando el filósofo juega con una cinta de Moebius entre sus manos, divagamos con él sobre el cuerpo y el alma, el bisturí y la anatomía, el risco y el bote, el pulpo y el acuario, mientras dice: “El cuerpo soy yo, afuera es donde el espíritu permanece como yo abstracto, en el interior soy oscuro, opaco, abismal”.

Si de despedidas hablábamos al comienzo, también nos dejó otro cineasta, continuo asiduo a los festivales de cine. El director colombiano Luis Ospina, a quien nos hemos referido en varias oportunidades en EL ESPECTADOR IMAGINARIO, falleció hace un año. Con un largometraje y un corto esta Muestra lo despidió. En busca de “María”, docuficción donde él mismo junto a Carlos Mayolo –ambos del Grupo de Cali– y Jorge Nieto, fundador de la Cinemateca Colombiana, interpretan a los personajes que llevaron a cabo la película basada en la novela de Isaac, primera filme silente colombiano. Con testimonios de algunos participantes y los cuatro planos que se conservan de la película de Máximo Calvo, van tratando de reconstruir el filme. El contrapunto entre documental y ficción ofrece ese tono irreverente que caracterizó a los integrantes del Grupo de Cali, en general, y a Ospina, en particular. Y entre lo que podrían haber sido los descartes, por montaje componen uno de los finales más explícitos sobre la pérdida irreparable de las  doce copias con que pretendían conquistar al público extranjero.

Ospina supo reírse de lo trágico. Incluso, cuando enfermó preparó una película donde da cuenta de su vida como autohomenaje póstumo. Si bien sobrevivió la operación a la que fue sometido cuando tenía el film preparado, hace un año, el cáncer le ganó la pulseada. Ha dejado una de las obras más importantes del cine documental colombiano, donde ha ido dando cuenta de hechos y personajes hoy indispensables en la cultura de su país y que gracias a él han trascendido incluso sus fronteras. En todos ellos, está ese tono casi adolescente que no deja de ser un rasgo de genialidad en su obra, alcanzado con gran éxito en el El tigre de papel, donde el espectador tarda en darse cuenta que el personaje retratado solo vive en la imaginación del autor. De los personajes entrañables, que forman parte no solo de su cine sino de su vida y atraviesan longitudinalmente el documental que nos ocupa, Todo comenzó por el fin (Colombia, 2015), está Andrés Caicedo, quien, con Andrés Caicedo, unos buenos amigos trascendió fronteras para instalarse como icono de una generación en Sudamérica, donde Ospina lo llevaba consigo cada vez que la recorría. Con este documental testamentario, Ospina, a la historia del cine colombiano, la posta de los años de creación en comunidad con sus amigos y colegas, reunidos en torno a Caliwood. Filma su presente, en las puertas del quirófano, para desandar el camino hacia aquellas experiencias cinematográficas surgidas en Ciudad Solar cuarenta años antes. Luis se ha reunido con Andrés y Carlos en algún lugar, desde donde continuarán divirtiéndose con lo que mejor saben hacer, mientras que nosotros echaremos de menos esa magia con que provocaban al espectador.

He dejado para el final un documental que es realmente un homenaje al cine. La entrevista a Nicolas Philibert por Jean-Luis Comolly. Nicholas Philibert, azar y necesidad (Nicolas Philibert, hasard et necessité, Francia, 2020) viene a modo celebración del aniversario de la Muestra, si sumamos al entrevistador, el genial Jean-Luis Comolly, y a su productor, Gérard Collas, quienes han participado asiduamente durante los 20 años de DOC Buenos Aires. Los 90 minutos del documental transcurren tan fluidamente como los inspirados momentos en que Philibert relata su experiencia cinematográfica, convocado por Comolli, en ese entorno bucólico en que se encuentran. Como buen entrevistador, deja hablar a su entrevistado y apenas interviene, pero cuando lo hace concluye con amabilidad la idea que el espectador iba construyendo. “¿Cómo filmar al otro?” es el disparador que recibe Philibert, un hombre que creció en una familia cinéfila y que considera al cine como un mecanismo que permite viajar, conocer otros paisajes, otras gentes, otros idiomas… Cuenta anécdotas sobre cada una de sus películas que se desarrollan en espacios inaccesibles para el público, como en el Zoo donde eligió como protagonista a Nénette, una oragutana que observa a quienes van a verla, en un estudio sobre la mirada; los pasillos y los patios del neuropsiquiátrico de La Borde, inspirado por el director del establecimiento, cuando le dijo: “El día que quiera ver lo invisible será bienvenido!” y se le ocurrió hacer una obra de teatro para acercarse a los internos, estableciendo una distancia equivalente entre camarógrafo y protagonista; la escuela para sordos, cuyo idioma es capaz de expresar todos los matices del pensamiento con las manos y expresiones del cuerpo, en un lenguaje muy cercano al cinematográfico, ya que convoca la mirada del otro; o la importancia de los sonidos en su documental sobre la radio, donde dice que lo filmó  con los oídos y lo editó como si fuera una partitura musical. Calificado como cineasta institucional, reniega de ello, diciendo que se trata solo de la puerta de entrada, por eso filma los depósitos de El Louvre y el amoroso cuidado con que son tratadas las obras de arte, en la Galería de Zoología, se recluye con los restauradoress de las piezas momificadas. Da gusto escuchar a Philibert decir que encara sus filmes sin argumento ni proyecto, sino que le gusta sumergirse sin conocer la profundidad del agua. Una delicia de película. En mi caso, el mejor cierre del festival.

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