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El cine conspirativo americano en los años 70
El 17 de junio de 1972 fue una fecha clave para la historia de los Estados Unidos. La noche de esa jornada quedó marcada en los anales de la más grotesca chapuza de la pillería y delincuencia organizada. Cinco individuos, impecablemente vestidos, y portadores de sofisticados sistemas de espionaje, asaltaron las oficinas del comité de elección demócrata, ubicadas en el edificio Watergate, Washington. Bernard Baker, Virgilio González, Eugenio Martínez, James W. McCord y Frank Sturgis eran sus nombres. Ese día, algo de la inocencia de los norteamericanos se resquebrajó. En los dos años siguientes, y gracias a la tenaz e incansable investigación de dos periodistas del Washington Post, Bob Woodward y Carl Bernstein, se publicó una serie de artículos, desvelando los tejemanejes del poder político asociados a la Casa Blanca. Sus textos y datos aportados terminaron por acorralar al máximo responsable del gobierno, Richard Nixon. La retahíla de corrupciones, chanchullos y obstrucción a la justicia terminó con su claudicación. A la vez, la arbitrariedad del sistema fustigó a la opinión pública y acrecentó la inseguridad y desprotección del ciudadano de a pie. Esta metedura de pata puso en alerta a toda una nación, que exigió severas medidas encaminadas a la transparencia de la administración.
Este episodio no fue más que la gota que colmó un vaso repleto de síntomas de desperfectos políticos y convulsas revueltas sociales. En la década anterior se registró infinidad de capítulos dramáticos que provocaron intranquilidad y alarma generalizada. La detonación más grave y cuya onda expansiva dejó una desolación emocional fulminante fue el magnicidio del presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, John F. Kennedy, el 23 de noviembre de 1963. Su asesinato desacralizó a todo un país víctima del desconcierto, caos y vulnerabilidad. El posterior asesinato del líder afroamericano Martin Luther King azuzó un estallido de violencia étnica que se hizo notar con mucha virulencia. El recrudecimiento de la Guerra de Vietnam, retransmitida por la televisión, propició, de igual modo, un brutal deterioro en las capas de una sociedad cada vez más descontenta y cabreada. La juventud más airada e inconformista salió a la calle y protestó de manera ruidosa, generando tumultos acallados, en parte, con la intervención nada laxa de las fuerzas policiales, que actuaron con gran represión. En un clima semejante, unido al grave aumento de la violencia y la inseguridad, era evidente que el polvorín había estallado y que no cabía otra que salir a la calle a protestar para reivindicar justicia e igualdad para todos. Los símbolos latentes de la sociedad se desmoronaban a un ritmo imparable. Para rematar el descontrol y las fisuras de un sistema podrido, el crimen organizado campaba a sus anchas con cierta impunidad.
Por supuesto, el cine, en la década de los 60, apostaba por la grandiosidad del espectáculo en busca y captura del espectador acomodaticio que se había refugiado en su casa, al amparo de las grescas callejeras, entretenido con un artilugio doméstico que había conquistado sus hogares, la televisión. Aún así, el prisma conservador se vio zarandeado por pequeñas pero significativas señas de identidad de nuevo cuño que radicalizaron posturas y socavaron el sistema. Primero Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967), La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, George A. Romero, 1968), Buscando mi destino (Easy Rider, Dennis Hooper, 1969) y MASH (Robert Altman, 1970) introdujeron pautas productivas y estéticas que alteraron la mirada ortodoxa de Hollywood.
La década de los 70, llamada, no sin razón, prodigiosa, sobre todo en el terreno del thriller, en todas sus divisiones posibles, sobrevino hinchada de excelentes propósitos y mejores argumentos, muchos de los cuales, aún partiendo de la ficción más retorcida, absorbían, a veces desde posturas críticas y de denuncia, el malestar social instalado en la sociedad. La renovación creativa, sobre todo de estilo y contenido fue un acicate para los nuevos realizadores. Algunos no tardaron en interesarse por el género de acción, siempre socorrido y muy atento a temas que incumbían a los espectadores. Entre los filmes policíacos, detectivescos y mafiosos de cualquier índole, se alojó una variante diminuta, muy inquietante, como es el thriller conspirativo, que fue perspicaz en todo tipo de teorías y conjeturas.
Con una narrativa de corte novelesco y con personajes intrépidos por destapar asuntos arbitrarios, se empleaba como paradigma el método de investigación. Planteado casi como un acto de fe en las propias aptitudes del investigador (agente, periodista) como en la posibilidad de justicia en un mundo donde la justicia, sin venda en los ojos, se supedita al imperio de la ley y del poder político y financiero.
Pronto llegaron a los cines las tramas más enrevesadas y picajosas que dejaban la sensación de fragilidad y desconcierto en la gente de a pie. Una maraña de conspiraciones alimentaban las intrigas más perversas y cínicas. En esta línea apunta una modesta y olvidada producción de la cadena de televisión norteamericana, ABC, titulada Pursuit (Michale Crichton, 1972). No estrenada en España, y en los albores del thriller más potente que se estaba deletreando a finales de la década anterior, los sesenta, presentaba a un iracundo y populista extremista, James Wright, interpretado por E.G. Marshall, que se proponía perpetrar un atentado, aprovechando la visita a la ciudad de San Diego de la comitiva presidencial que iba a asistir a una convención política. Un agente federal, Steven Graves, encarnado por Ben Gazzara, era el encargado de localizar al terrorista y desbaratar todo su engranaje. Película para la pequeña pantalla, sin ninguna trascendencia, condición que relaja necesariamente las exigencias de su factura formal, cuyas limitaciones vienen impuestas por el más exiguo presupuesto, en comparación con los habituales estándares requeridos para un largometraje.
Sin duda, un año clave fue 1973. Con guion de Dalton Trumbo y dirección de David Miller (habían coincidido en uno de los mejores westerns urbanos con mensaje, Los valientes andas solos / Lonely are the Brave, 1962) crearon uno de los filmes más asfixiantes y desazonadores de la década. Acción ejecutiva (Executive Action, 1973), un thriller con las hechuras y parámetros de la mejor Serie B pero con un reparto impresionante, encabezado por Burt Lancaster y Robert Ryan. Su argumento y tesis, relatada con sequedad y frialdad, maniobraba en torno a la teoría conspirativa y no dejaba opción a ninguna duda sobre quienes fueron los responsables directos del magnicidio de John F. Kennedy.
El curso siguiente, el cine norteamericano, volvió a mostrar su cara más inconformista y sórdida. El motivo no fue otro que el estreno de un filme muy serio y controvertido. Último testigo (The Paralax View, Alan J. Pakula, 1974) que volvía a picotear en un debate sin cerrar y que todavía generaba atrevidas posturas acerca de la oscuridad tenebrista del poder y sus letales tentáculos. Los tiempos eran propicios para indagar en la fragilidad y desamparo del ciudadano frente a la inquina y codicia de los esbirros del Poder. El escándalo Watergate estaba calentito y había minado la moral de cierto sector de la población norteamericana, sobre todo en la más letrada y con una conciencia crítica y exigente. En este clima, Warren Beatty, despierto y valeroso en sus producciones, preservando la imagen de “progre” que se había fraguado, con éxito, propone un largometraje que es, a mi juicio, uno de los más siniestros y pesimista thrillers de la época. Último testigo entrega las riendas de la investigación sobre un posible complot político a un héroe solitario, Joseph Frady (Warren Beatty), periodista de profesión, un personaje que tras ser testigo del asesinato de un Senador al Congreso de los Estados Unidos, se ciega en desmantelar la versión oficial y, poco a poco, se va introduciendo, sin saberlo, en la boca del lobo.
La conversación (The Conversation, Francis Ford Coppola, 1974), proponía, en un tono turbio, inquietante y perturbador, las zozobras existenciales de un experto en sonido, Harry Caul, un inmenso e introvertido Gene Hackman, atribulado por los trabajos de dudosa moralidad que le encargan. En una de sus inmersiones laborales de espionaje cree detectar un facineroso juego sucio con posible víctima asesinada. Esta sospecha, infundada o real, le arrastra a un estado neurotizante que no es más que un síntoma de la sinuosa perversión de una sociedad podrida, corrupta y mafiosa. Qué duda cabe que, La conversación es uno de los grandes títulos de la década, con una impresionante realización, y una atmósfera lúgubre y melancólica, muy retorcida y malsana. Una obra maestra para revisar y revisitar en cualquier ocasión.
El año 1975 nos dejó otra intachable muestra del desasosiego y amenaza permanente en el que se encontraba el individuo urbano frente a las irrefrenables maquinaciones de entidades que, desde el otro lado de la ley, movían sus felones y maquiavélicos brazos para desacreditar y hacer desaparecer a quienes osan llegar a conocer asuntos reservados (negocios espurios) y que no son de su incumbencia. El gran Sidney Pollack, en sus mejores facultades, rueda otro ejemplo más de la desfachatez e ignominia del poder. La película se tituló Los tres días del Cóndor (Three Days of the Condor, 1975) y contó con un reparto estelar imposible de mejorar por aquel entonces. Robert Redford, muy convincente, interpreta al analista de la CIA, Joseph Turner. Su misión, dentro de una agencia de seguridad, que a su vez depende de un órgano superior, consiste en leer infinidad de textos de cualquier precedencia para detectar si en los vocablos o frases se encuentran mensajes sospechosos de esconder alguna trama que ponga en riesgo la seguridad e intereses de los Estados Unidos. Su perspicacia y rigor en los análisis lo conducen a una suposición. Lo que podría ser un “descubrimiento” se convierte en una incomodidad. Su pesquisa era como encontrar una aguja en un pajar. Su acierto es inadmisible y, por lo tanto, hay que hacer desaparecer la sección. Su inteligente razonamiento es peligroso para la seguridad. Irónica paradoja de una tapadera de expertos en cultura, cuya misión consistía precisamente en calibrar posibles advertencias contra la protección del país. Turner se convierte en un antihéroe. Debe esconderse y luchar contra los elementos. Perseguido por un letal asesino, G. Jubert (Max Von Sydow), se refugiará en la casa de una asustada fotógrafa, Kathy Hale, hermosa y sensual Faye Dunaway, y tratará de salvar la vida y esclarecer qué demonios ha sucedido. El grado de bellaquería del establishment es tan ominoso y fraudulento que la película desacredita toda salvaguarda del ciudadano y se apunta a todas las paranoias más desquiciadas, consiguiendo un filme estremecedor en su discurso y de gran suspense en su tratamiento. Los tres días del Cóndor te carcome la moral.
Para concluir este repaso a vista de pájaro sobre los títulos más señeros y prototípicos del thriller de tramas siniestras de los años 70, bueno es dedicarle unas concluyentes frases a una película que marcó un hito en el género de periodistas, que sirvió tanto para dignificar una profesión como para enaltecer la necesaria prensa libre e independiente, capaz de desentrañar los más sucios manejos de una administración gubernamental y desenmascarar los nombres que pervirtieron las raíces de la democracia, desde un abuso de poder intolerable. Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976) con un guion magistral de William Goldman, describe, con un apasionamiento verista y certero, la investigación llevada a cabo por dos incansables periodistas del Washington Post, Bod Woodward (Robert Redford) y Carl Berstein (Dustin Hoffman), que intuyeron, no sin ayuda célebre (Garganta Profunda) que algo grande y podrido se escondía en el simple asalto a la sede de elección demócrata, ubicada en el edificio Watergate.
Película vertiginosa, concienzuda, con diálogos asombrosos, situaciones icónicas, suspense psicológico y una narrativa en clave de thriller propiciaron que la espesura de su argumento se aliviara sobre todo por la verosimilitud y coraje de los intrépidos periodistas, y el tono casi documental, que Pakula, ayudado por una atenazada atmósfera del director de fotografía Gordon Willis, consiguieron un efervescente relato, en el que nunca decae su interés, y embarca al espectador hacia el mismo epicentro de la Casa Blanca, mostrando las manipulaciones del sistema.
Como eslabón perdido y colofón a esta fructífera tendencia, en 1979, el guionista y realizador William Richet rodó un filme paródico y desternillante, titulado Winter Kills, totalmente olvidado. Con un reparto sensacional, James Bridges, John Huston, Toshiro Mifune, Sterling Hayden, Eli Wallach, Richard Boone, Dorothy Malone y Elizabeth Taylor, entre otros, añadía una muesca más en los relatos sobre el tiroteo de Dallas que terminó con la vida del presidente Kennedy. Aquí, la premisa no tiene desperdicio. James Brigdes interpreta a Nick Kegan, hermanastro del Presidente de los Estados Unidos, asesinado por un francotirador psicótico y abducido por un trastorno mental. Esa fue la versión oficial. Veinte años más tarde del suceso, alguien le dice que conoce al verdadero y experto tirador que disparó y acabó con la vida de su hermanastro. La noticia le altera y comienza a investigar por su cuenta. Se entrega a la causa de forma obsesiva. Cada vez que llega a un testigo potencial que le permitiría saber las entrañas de la verdad, éste es liquidado o desaparece sin dejar rastro. Aunque el planteamiento es de una seriedad robusta, el tratamiento es alocado y distendido, perdiendo fuerza por su disparatada puesta en escena, fruto de una producción en la que hubo mucha tensión, que se rodaba cuando había dinero y que ninguno de los implicados en la filmación la valoraba en su justa medida. Hoy es una astracanada esperpéntica, pero llena de escenas inolvidables y estrambóticas. Cuando la vi, me pregunté: ¿pero, qué se han fumado estos tíos? A descubrir.
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