Reseñas de festivales
El color que cayó del cielo
El segundo largometraje del ex director del BAFICI Sergio Wolf se sitúa en un terreno habitualmente fructífero para el documental argentino de los últimos años: aquel donde se imprimen las huellas de lo ficticio con inesperadas pero oportunas irrupciones del humor y el absurdo. Incluso hasta se permite cierto roce con lo fantástico y el cine de aventuras.
Wolf parte de un fenómeno astronómico ocurrido hace 4000 años: una lluvia de meteoritos metálicos que cayó sobre una región bautizada con el nombre de Campo del Cielo, en el límite entre las provincias del Chaco y Santiago del Estero, territorios del noroeste argentino poco transitados por el cine vernáculo. El relato hace una fascinada aproximación a este acontecimiento partiendo de su inevitable relación con los mitos de los pueblos originarios de la región (los wichis y los qom), recogiendo algunos maravillados testimonios. Luego se desliza hacia las exploraciones efectuadas por los colonizadores españoles, tiempos en los que se dio origen a la leyenda del Mesón de Fierro (en alusión al fragmento de hierro más prominente encontrado en el siglo XVIII y que aún permanecería enterrado en territorio chaqueño tras una fallida explosión por parte de aquellos primeros expedicionarios). Prosigue con la investigación científica de esta región de cráteres realizada durante los años 60 por el renombrado geólogo William Cassidy, en la que se halló el fragmento más grande conocido hasta la fecha, el meteorito Chaco, de 33 toneladas de peso, catalogado como el segundo más pesado del mundo. Y finalmente se traslada hacia el hogar de un descarado y osado aventurero norteamericano que decidió reapropiarse tanto del hecho como de la leyenda.
Este itinerario histórico tiene un correlato formal representado por las tres escalas donde la película decide aterrizar: la localidad chaqueña de Gancedo, donde se ubica el pueblo más cercano a Campo del Cielo; Pittsburgh, ciudad norteamericana de Pennsylvania donde se encuentra la universidad en la que Cassidy se desempeña como profesor y que todavía cuenta con la lucidez necesaria para rememorar su descubrimiento; y finalmente Tucson, Arizona, donde emerge el más fascinante de los personajes de esta película, Robert Haag, el “hombre meteorito”. Haag, histriónico nacido para la cámara, hombre de camisa floreada, es uno de los más grandes (y acaudalados) coleccionistas de fragmentos de materia extraterrestre del mundo, y se dio por enterado de la existencia de estos cráteres situados en el noroeste argentino, hacia donde se trasladó a principios de los años 90 con un equipo de especialistas. Con ellos pudo extraer la colosal piedra de hierro e intentó sacarla del territorio argentino, fracasando en el intento al ser detenido por las autoridades locales. Mitad aventurero y otro tanto mercenario, el carismático Haag es la irrupción de lo ficticio en el relato, ese personaje salido de una película de cine catástrofe de Hollywood que no teme mostrar su abundante colección de meteoritos, detallar su inserción en el mercado, exhibir grabaciones de video de aquellos momentos donde estuvo tan cerca de apropiarse de la fantástica piedra y hasta ofrecer una recompensa a su director para traerle aquel preciado tesoro.
Valiéndose de algunos de los mejores colaboradores creativos del cine independiente argentino, tales como el director de fotografía Fernando Lockett y el compositor musical Gabriel Chwojnik, Wolf se alimentó tanto del pensamiento mágico como del documento científico-histórico y de las andanzas delictivas del género de aventuras, dando forma a un extraño documental que rinde tributo a Lovecraft (por una explícita alusión a las afinidades literarias del profesor Cassidy, que termina por dar nombre a la película), al mismo tiempo que valida al género como el territorio donde pueden convivir lo mágico y lo fáctico.