A fondo
Él, de Luis Buñuel. Claves narratológicas
Focalizaciones: sus disyuntivas
La obra Él de Luis Buñuel (1953) pertenece a la etapa mexicana del autor. Presentada en el Festival de Cannes, fue acogida con frialdad por parte de los críticos, incluso con abucheos del público. Es posible que dichas reacciones estuvieran influenciadas por unas declaraciones previas del presidente del jurado de aquella edición, de Jean Cocteau, que tras asistir a su visionado la calificó como “lamentable película comercial”. También es probable que dichos comentarios del artista francés influyeran sobremanera en la ausencia de bastantes periodistas en el pase en el que el largometraje fue presentado. Además, la aparente corrección católica del filme, con un desenlace de fachada edificante desde el punto de vista religioso, es posible que pusiera un velo en la mirada de los espectadores, interpretando su mensaje como un supuesto abrazo a la espiritualidad, una aparente indiferencia ante el sadismo, unas preferencias por mundos acomodados o un uso de trilladas convenciones melodramáticas, en vez de analizarlo como una crítica mordaz e incisiva a todos y cada uno de los puntos enumerados. Pensamos que nos encontramos ante otra oportunidad de Buñuel para seguir estrujando sus obsesiones sobre la moralidad, la sexualidad, la burguesía o la religión. En cualquier caso, y en lo que en este artículo nos compete del largometraje, toca centrarnos en la importancia que la focalización representa en la obra, a la hora de desentrañar todas y cada una de sus claves.
En realidad, sostenemos que Él podría resumirse, si tuviéramos que hacerlo con una palabra, como una película sobre la paranoia, circunstancia que bendijo el propio Jacques Lacan, ferviente admirador del filme. Francisco Galván de Montemayor, su protagonista, es un hombre perteneciente a la burguesía, religioso, conservador, un “perfecto y noble caballero cristiano” según su sacerdote de cabecera. Pero detrás de dichas apariencias se esconde un ser atormentado, inseguro, contradictorio, una persona arrastrada por sus demonios y, al mismo tiempo, avergonzada por ellos. Buñuel pretendió describir un personaje paranoico con delirios de percepción, concretamente de celos, una modalidad de aquellos que el realizador englobaba dentro de los “españoles o latinoamericanos”. Pero la paranoias de Francisco no se centran únicamente en asuntos amorosos y derivadas persecutorias o violentas sino que se extienden, igualmente, a otras facetas tales como conflictos delirantes de tintes conspiratorios sobre la propiedad de bienes, en un sentido de la justicia muy particular. El protagonista se enamora de Gloria, una bella mujer que está a punto de contraer matrimonio con un amigo suyo, con Raúl. A partir de entonces, todos sus esfuerzos se centrarán en conquistarla y casarse con ella.
La primera escena se desarrolla en una iglesia durante el lavatorio de pies, en Jueves Santo. La focalización de la misma, el “foco” que orienta la perspectiva narrativa, según terminología de Gérard Genette, el punto de vista cognitivo adoptado por el relato se correspondería con el denominado cero o no focalizado. El narrador, en este caso el autor implícito, Buñuel, es omnisciente, sabe más que cualquiera de sus criaturas de ficción. Es fundamental centrarse en la distinción entre lo que la cámara muestra y lo que el personaje ve. La secuencia exhibe la evolución de la liturgia, iniciándose con un candelabro en primer plano. Entran los monaguillos por la derecha del cuadro, se arrodillan, adquieren protagonismo los sacerdotes oficiantes y los caballeros con banda cruzada sobre el pecho, entre los que se encuentra Francisco, que lleva la jarra. Se revela la presencia de feligreses apelotonados y atentos…; uno de los sacerdotes, arrodillado, lava los pies de un adolescente…. En una narración aparentemente objetiva, neutra y descriptiva identificada con la mirada del autor, se intercala la subjetiva de Francisco, cuyos ojos se desvían del beso de los pies al adolescente, propio del rito que se interpreta, a los zapatos de una mujer, que son registrados en plano detalle por la cámara, mientras su mirada asciende por sus piernas hasta detenerse sobre el rostro de Gloria, la propietaria del cuerpo admirado. Genial juego expresivo del realizador en un cruce entre su subjetividad omnisciente y la de los dos protagonistas, que cruzan miradas en lo que parece un flechazo instantáneo.
Continuando en la escena relatada, es fácil deducir que nos encontramos con un gran imaginador cuya presencia se hace patente como anfitrión de una historia que dirige al espectador hacia las claves del relato. Y el momento que acabamos de detallar en relación a las miradas, se sitúa como una ocularización interna secundaria, representada por un hombre cuya mirada enlaza con el cuerpo de una mujer, contextualizando de ese modo la crónica y anclando las claves de la representación. El dispositivo narrativo ya está puesto en marcha para introducirnos de lleno en el juego de una focalización cambiante: desde la correspondiente a la del autor que todo lo sabe, hasta aquella interna variable de los personajes, que funcionan como narradores intradiegéticos más o menos fiables, como ya veremos. El crítico Augusto Martínez Torres, en el estreno de Él, mencionó que consideraba a Buñuel como un entomólogo al valerse de la cámara para, a modo de lupa o microscopio, estudiar el comportamiento de sus personajes con evidente frialdad y sin ninguna simpatía o cariño hacia los mismos. El comentario nos lleva hacia uno de los momentos culminantes del filme en un campanario, cuando Francisco tacha a sus semejantes de gusanos que se arrastran por el suelo, dándole ganas de aplastarlos con el pie: “Desprecio a los hombres… Si fuera Dios, no los perdonaría nunca”. Además de celoso compulsivo con delirios persecutorios, nos enfrentamos también ante un ser misántropo.
Muchos minutos de la parte central del largometraje están dominados por una analepsis en la que Gloria, tras un encuentro casual, le cuenta a su exnovio Raúl las calamidades de su convivencia con Francisco. Con el uso de este dispositivo cinematográfico el punto de vista, la focalización, se transforma de cero hacia la interna de la mujer, que se convierte en narradora de acontecimientos. Gloria y Francisco ya son matrimonio y la primera se confía en Raúl para confesarle sus desdichas, surgidas desde la misma noche de bodas, en un tren que les conducía a Guanajuato. Será pues Gloria la que, acompañada también por su voz en off en alguna ocasión, se transforme en emisora de acontecimientos; en entidad encargada de comunicar su historia intradiegética como personaje a otro de los personajes de la diégesis, a Raúl, como narratario primario y, en última instancia, con la colaboración ineludible del autor implícito, del realizador, a los destinatarios últimos extradiegéticos, a los espectadores. En realidad, cabría preguntarse, como hace Marcel Oms, si lo que Buñuel trama es una manipulación diabólica para imbuir al espectador en un narcisismo y dejarle caer en la trampa de la fabulación de una mujer que se hace la víctima ante su expareja.
No obstante, el propio director aragonés, en ese juego de espejos que opone un relato a otro, se encarga de introducir sus huellas, de marcar las claves para dirigir al espectador al meollo central del filme: ese retrato de un hombre enfermo con diversas paranoias fomentadas por una moral represiva e hipócrita, también impregnadas de sadismo. Así, en el instante en el que Gloria deja de ser protagonista de la focalización, el autor se preocupa en detenerse en la que se denomina cero para alejar cualquier duda sobre el real contenido de su discurso. Ya solo empezamos a ver lo que la cámara registra y no lo que la protagonista filtra a través de su supuesto conocimiento; incluso cerca del final del largometraje, en una secuencia que se desarrolla también en la iglesia, Buñuel ancla el relato para situarse claramente a favor de lo que la cámara ve y no lo que ven sus personajes. Aquí, interpone el discurso comentado frente al relatado, ocupándose de que no asumamos los delirios de Francisco como propios. Veamos: el marido ha sido advertido por su mayordomo de que su mujer se ha escapado de la mansión en la que viven, tras una noche, todo hay que decirlo, en la que el varón ha intentado “precintar” el agujero cuya supuesta infidelidad le perturba. Y para ello se procura de una cuerda, algodón, una aguja de coser, carrete de hilo grueso…
Siguiendo en la secuencia anterior, como hemos adelantado, el esposo sale de su casa a la carrera y va en busca de Raúl a su despacho. Una vecina le informa que acaba de ausentarse y en ese instante arrancan nuevamente sus delirios, ahora con el recurso de risas imaginarias inexistentes que escuchamos, tanto los espectadores como Francisco. Pero nada en la diégesis induce a pensar que son reales las carcajadas, introducidas en off (a diferencia de las que vemos y escuchamos en la escena del restaurante en Guanajuato, que inducen a confusión). La manía persecutoria, la de pertenecer a la categoría de los cornudos, se encuentra únicamente en su mente y además, alcanza a sospechar que es objeto, por ello, del hazmerreír público. Pero la secuencia continúa, y tras creer ver a la pareja desaprensiva entrando en la iglesia, se introduce también en el templo. Y allí, cuando se da cuenta de que se ha equivocado al identificarlos, tomas de alucinaciones y realidad ficcionada se alternan, en un montaje de doble focalización en el que Buñuel se ocupa de intervenir en la narración para que no nos identifiquemos con lo que ve y oye Francisco (carcajadas en off y ágiles planos intercalados que muestran caras burlonas de feligreses). Se exhiben los acontecimientos en capas verticales que rompen con una organización consonante y abrazan una disonancia de rectificación de las distorsiones cognitivas del personaje. Así, se impone el punto de vista del autor, sentenciando la disyuntiva, si es que la había, con las palabras del padre Velasco: “Suéltenle, es mi amigo, se ha vuelto loco”.
Con todo lo dicho, llegamos a la conclusión, en nuestra opinión indubitada, que es la perspectiva del autor la que se impone en la obra, a pesar de los guiños a focalizaciones internas de personaje. Así, como remate del filme y gran ejemplo ilustrativo, podemos aterrizar en la última secuencia, la que clausura la película. La cámara muestra en contrapicado unos árboles cuyas ramas se mecen al viento, para descender con serenidad y registrar la aparición de un automóvil que se detiene. Se apean Gloria, Raúl, y un crío pequeño. La cámara los sigue. Entran en un monasterio. Se entrevistan con un religioso y este les informa de que el comportamiento de Francisco es ejemplar. La pareja se alegra. El cura pregunta el nombre al niño; vaya, qué casualidad: Francisco. El trío se despide y el religioso acude al encuentro del “hermano” Francisco. Ha visto toda la escena. Está vestido de fraile, como le gustaba disfrazarse a Buñuel. Tras sugerir que en el fondo tenía razón con sus sospechas, el protagonista admite, en cualquier caso, que entre los muros del convento ha encontrado la paz del alma. Los hechos parecen desmentirlo cuando se tambalea zigzagueando por el jardín mientras va encaminándose hacia el interior del edificio. ¿Es posible pensar que las crisis paranoicas le han abandonado? No lo creemos.
Buñuel, en una puesta en escena exquisita, conforma una obra en la que, a pesar de las apariencias, termina imponiendo su punto de vista. ¿Y cuál es este? Pues retomamos el principio de este artículo: lo que pretendía con el largometraje era mostrar un caso patológico, pero de una intención humorística inicial se pasó a la descripción de un personaje patético que le “conmovía con tantos celos, con tanta soledad y angustia dentro y con tanta violencia exterior. Lo estudié como un insecto…”. Ejerciendo de inmejorable autor implícito, el maestro de Calanda no se contenta con una simple focalización cero en el seguimiento de personajes utilizando un trávelin o panorámicas que exponen movimiento, no se limita a una exposición transparente que borre las huellas de autor. Al contrario, adopta una posición de meganarrador opaco en la que cualquier decisión adoptada no resulta de carácter neutro sino como una elección de estilo dirigida con maestría hacia un mensaje determinado, hacia su mensaje. Luis Buñuel, como sujeto de la enunciación, no restringe el relato a lo que puedan saber los personajes. Las marcas, las señales, las huellas que el director va esparciendo a lo largo de la obra, a pesar de los planos subjetivos, voces en off, analepsis y demás herramientas utilizadas, terminan imponiéndose sin titubeos.
Como Alfred Hitchcock’s en Los pájaros (The Birds, 1963), la planificación de Él alterna enfoques objetivos reales e irreales con otros subjetivos, como la mirada de las aves a los humanos desde lo alto. Se consigue así que el espectador se identifique tanto con los sufrimientos de los personajes como que asuma la lógica del relato audiovisual propuesto por el enunciador o narrador extradiegético. Y si bien, por un momento, es posible dudar de que el relato de una narradora intradiegética como Gloria puede “arrimar el ascua a su sardina”, ya se ocupa Buñuel, en su narración heterodiegética, para poner los puntos sobre las íes y no dejar duda alguna ante lo que él sabe: más que los personajes. Así, se permite el lujo de convertir a Gloria en narradora fidedigna. Con su omnisciencia, se ocupa de dar validez a la visión de la mujer para estrechar el relato de un hombre enajenado que debe arrastrar el veneno que le causan los celos, su reprimida sexualidad, su alto sentido del deber, sus principios religiosos y el mantenimiento de su posición social. Un universo aparentemente pulido y transparente que se desmorona gracias a la maestría y sagacidad de Buñuel, que consigue elevar la obra mucho más allá de las apariencias.
* Este texto, editado para EL ESPECTADOR IMAGINARIO, tiene origen en una actividad del curso «El relato audiovisual. Narración, focalización y perspectiva», dictado por Isabel González en AULA CRÍTICA.