Críticas
Libera nos a malo
El diablo sobre ruedas
Duel. Steven Spielberg. EUA, 1971.
El mal, elemento particular al que la cultura humana está acostumbrada, se basaría en la falta de lo que definimos bien o, más correctamente, en la voluntad de hacer daño en vez de ayudar para que la vida sea más placentera. Su existencia se basaría, si tomamos el punto de vista de la antropología y de la historia, en el hecho de existir en el universo una serie de reglas que nada tienen que ver con lo moral, lo cual llevaría al ser humano, en su afán por descifrar su contexto, a darle unos matices de bondad o de maldad a los eventos que se desarrollan sin la presencia directa de una mente detrás de ellos. Sin embargo, que nos pongamos desde un punto de vista religioso o menos, siempre quedarán las preguntas de por qué el mal existe y qué objetivo tiene en el acto mismo de crear daño; debido a que darle una respuesta lógica de carácter antropocéntrico sería imposible, el mal se manifiesta entonces en su forma más pura como acto de destrucción total, producido no por un fin específico, sino por un simple hecho que traspasa el concepto de metafísica y entra en el de la(s) (leyes) física(s). El tumor que mata a nuestros amados, el huracán que nos arrebata a nuestros hijos o las inundaciones que ahogan a nuestros padres son, en definitiva, demostraciones de un mal cósmico que se sitúa más allá del simple “querer hacer daño”: no hay ninguna voluntad, ningún querer, solo simple y llanamente un instinto de actuar de cierta manera. Genético, biológico, universal.
El juego que se crea en el desarrollo del arco narrativo de Duel nos muestra, entonces, el valor mismo del mal en su vertiente más clara y definida. La contraposición entre el protagonista, del cual logramos captar los pensamientos mismos, y el antagonista, un hombre de quien solo conoceremos el brazo y las botas de cuero, funciona como metáfora de la incapacidad de poder controlar todos los elementos que la vida nos va presentando; no hay, efectivamente, ninguna razón, ninguna estructura racional, que nos ayude a entender la motivación en la base de la decisión por parte del antagonista de querer matar. La falta de una clave interpretativa clara no es, obviamente, un problema, ya que Spielberg y Matheson logran dejarse llevar completa y perfectamente por los mecanismos de lo que es, en definitiva, una lucha por la supervivencia, lucha en la que, quizás, nos podemos reconocer. Despojando la narración de cualquier necesidad de explicación, el resultado final es una estructura más sólida que no deja paso a la entrada de detalles que podrían arrebatar fuerza a la sensación general de absurdidad.
Sin embargo, si de absurdidad tenemos que hablar, esta se sitúa en la pérdida de aquellas reglas que rigen nuestra sociedad. El hecho de que un camión intente matar a una persona cualquiera, persiguiendo a nuestro protagonista durante su viaje por el desierto americano, subraya el carácter típicamente amoral que encontramos cuando nos alejamos de nuestra cultura, cerrada en sí misma y plasmada por una serie de lecturas y análisis del mundo que nos hacen creer que todo está basado en leyes claras y justas. El concepto mismo de justicia, de hecho, desparece en lo que es un juego mortal, y por esta razón, en el acto de ir más allá de lo lícito, aumenta la sensación de malestar psicológico no solo del protagonista, sino también de nosotros, los espectadores. La voluntad de querer saber cómo todo acabará se mezcla, así, con aquella acción de no querer ver, de no querer saber. Si el ojo es el medio a través del cual logramos acceder a la película, este intenta cerrarse no por unas imágenes de violencia (efectivamente, no las hay), sino porque sentimos en nuestras entrañas que hemos salido de la interpretación del cosmos según claves humanas, entrando así en el área de lo que está fuera del control de cualquier intento nuestro de análisis. El mal está allí, y no se deja describir.
Si el mal existe, y la película nos lo presenta en su forma más pura, es verdad también que aquí no se pone en una situación de carácter apocalíptico, en el cual el destino del universo dependería de la victoria de un héroe. Tenemos, efectivamente, a un protagonista, sin embargo, su valor se inserta en el hecho de ser un personaje menor, un hombre sin mucha importancia ni calidades. Volvemos así a la visión que nos presenta el everyman de los cuentos y de las representaciones medievales, y este juego se multiplica en la película en sus pequeños detalles que coinciden en darnos una imagen universal de lo que está pasando. El cuento visual, entonces, se carga de un componente simbólico en el que el director y el guionista nos están diciendo que lo que allí pasa podría pasarle a cualquiera de nosotros. La pérdida de unas coordenadas sociales y culturales, la desaparición de las reglas que rigen nuestras relaciones interpersonales en las micro y macroestructuras en las que vivimos (la familia, el trabajo, la política), todo esto aumenta aquella sensación de malestar que, por absurdo, implica también un aumento de nuestra adrenalina, el mismo aumento que sentimos cuando nos encontramos en situaciones en las que estamos en peligro de vida. Exactamente como nuestro protagonista, representación perfecta de la anonimidad de cada uno de nosotros y, por esta razón, implicación de como el mal, absoluto y amoral, puede intentar tragarnos en cualquier momento.
Ficha técnica:
El diablo sobre ruedas (Duel), EUA, 1971.Dirección: Steven Spielberg
Duración: 90 minutos
Guion: Richard Matheson
Producción: George Eckstein
Fotografía: Jack A. Marta
Música: Billy Goldenberg
Reparto: Dennis Weaver, Jacqueline Scott, Carey Loftin