Críticas
Romanticismo gótico en penumbra
El fantasma de la Ópera
The Phantom of the Opera. Rupert Julian. EUA, 1925.
Bajo el Palais Garnier, suena una melodía. La Octava Sinfonía de Franz Schubert (1797-1943) guía nuestros pasos en la semioscuridad. Galerías subterráneas nos muestran un París húmedo y desconocido.
La alta burguesía, ataviada con sus mejores galas, acude con avidez al espectáculo; las escaleras del edificio parisino se llenan de bullicio y algarabía. La ópera siempre fue un acto social.
Unos pocos segundos marcan el ritmo de esta historia. Los créditos se sienten como la bruma y, cual fantasma, se intuyen primero y se manifiestan después.
Lentamente una tenue luz va ganando en intensidad, revelando entornos y espacios. Pasadizos secretos nos desvelan, durante unos momentos, miedos e inseguridades.
Luces que van y vienen, sombras que se desvanecen y ese misterioso palco número cinco componen toda la trama misteriosa que nos mantiene en vilo. Tres historias imbricadas confluyen en un argumento común. La que acontece en el escenario, los momentos compartidos por la sociedad de la época y la solitaria vida del fantasma.
Fielmente, el director Rupert Julian (1879-1943) adapta la novela homónima de Gaston Louis Alfred Leroux (1868-1927). Los aspectos fantasmagóricos del protagonista y sus misterios en las profundidades del teatro son quienes crean el clima, las mazmorras ocultas bajo el teatro, presagian muerte y tragedia.
Joya del cine mudo, blanco y negro que cobra todo su sentido supera, con nota, el desafío. Adaptar un guion de tales características, consiguiendo mantener en vilo al espectador, no es tarea fácil. Los personajes, sus gestos y actuaciones, junto con la música y los movimientos de cámara hacen el resto.
Lloyd Webber también nos presentó, hace unos años, un fastuoso fantasma (Joel Schumacher, 2004) en el que la música, el canto, los trajes y la ambientación dejaban atónitos al espectador por su elegante y majestuosa puesta en escena. En el caso que nos ocupa, este fantasma es de otra época. Los escasos recursos y materiales no desmerecen en absoluto a ninguna de sus múltiples adaptaciones; esta rara avis es una pieza única.
El maquillaje toma protagonismo absoluto en esta película. La máscara cubre perfectamente la tez del personaje más misterioso del metraje, cambiándolo totalmente. Un rostro completamente desfigurado se esconde tras ella. Gran y meticulosa labor de cenizas y carbones logran un pavoroso efecto.
El escenario también juega un papel importante. La espectacular caída de la lámpara de araña del techo presagia desgracias. El patio de butacas se queda perplejo; los movimientos de los personajes buscan explicaciones. La tranquilidad se torna en desasosiego. El caos reina en la estancia.
En las mazmorras, habita Erik, músico atormentado. Tras disfrutar del espectáculo, marcha en una especie de góndola a su recóndito y apartado refugio lleno de trampas y trampillas que persuaden a los intrusos. Escondido en su guarida, compone su melancólica música.
Una pequeña Venecia en París muestra las travesías por canales subterráneos; de nuevo, otro Caronte, como en Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1971), acude a nuestros pensamientos. Sintiendo el frío húmedo y el hedor particular, transitamos junto a él los insondables caminos del subsuelo.
A veinte metros bajo tierra se esconde del mundo un compositor atormentado que prefiere estar muerto en vida que vivir una vida vacía sin amor ni esperanza alguna. Este lugar, sumergido por agua, es el escondite perfecto para aquel que vive de espaldas al mundo.
Luz y oscuridad, dos caras de una misma moneda, conviven siempre unidas pero eternamente separadas, y algunas veces, como en Lady Halcón (Richard Donner, 1985) confluyen momentáneamente. El eclipse puede romper el hechizo.
En el escenario se interpreta Fausto (Charles Gounod), en ella aparecen los enamorados de esta historia. Argumento teatral que puede confundirse con la realidad vivida por los personajes. Margueritte (Christine) es apartada de Fausto (Raoul) y salvada por Mephistophenes (Erik) todo un intercambio de papeles que, en términos absolutos, bien pudiera parecer el argumento del metraje.
Una de las escenas estéticamente más bellas y elegantes es la protagonizada por las bailarinas. El tul blanco del tutú flota entre bastidores y, saliendo de su zona de confort, se dirigen con miedo hacia las entrañas del teatro, donde, en la infructuosa búsqueda del fantasma, viven, entre poleas y bastidores, momentos de verdadero pánico. La cámara los acompaña, creando instantes llenos de magia y estupor. En un momento y sin poder evitarlo, ejecutan una improvisada coreografía, sus sombras suben las escaleras y sus faldas ondean con sutiles y gráciles movimientos de ballet. Bailarinas por siempre, muestran un control del miedo escénico poco común en entornos no convencionales. Una iluminación tenue y titilante evoca sutilmente situaciones de terror.
El momento en que la protagonista desenmascara al fantasma es el punto álgido del metraje. Todos esperamos ver la cara oculta del misterioso ser. Por fin, se muestra al hombre desfigurado. El horror más profundo, al ver el rostro deforme, da paso a una leve curiosidad y quizá a una liviana, pero no suficiente, compasión. Christine contempla la abominable visión de esta alma errante que vaga por el submundo en busca de una razón de ser.
Y de nuevo, otra sorpresa nos aguarda, un curioso technicolor aparece de repente. El momento del baile de máscaras tiñe de tonalidades y enfatiza, junto con la puesta en escena, los movimientos de cámara que muestran la primera reunión de los personajes al completo. Aparece el fantasma perfectamente ataviado como en La máscara de la muerte roja, de Edgar Allan Poe (1809-1849).
Más momentos nos esperan en la terraza del teatro. La tranquilidad de la noche les arropa y los amantes se sienten, entre esculturas, libres al fin de las fauces del fantasma.
Este, escondido entre las magníficas estatuas, oye sus cábalas y traza, sin mucha capacidad de reacción, un rápido e infructuoso plan de huida. Despojado de todo, su amor por Christine es lo único que le queda. Primeros planos y distintas posiciones de cámara brindan al espectador momentos de duda, curiosidad e intriga. Atemorizado por vez primera, lo notamos dudar. Conservar su amor a toda costa o intentar salvarse él. Cualquiera de las dos opciones se antoja complicada.
La persecución final es otro ejercicio más de técnica y pulcritud. El público masculino, enarbolando antorchas, se dispone a recorrer las lúgubres galerías, siguiendo las huellas de la prima donna. Como en la búsqueda de El origen perdido, de Matilde Asensi (Alicante, 1962), los personajes se adentran en estos espacios subterráneos, recorriendo criptas, sorteando espacios y subiendo o bajando ensortijadas escaleras. Afuera, en las calles, siguen los caóticos pasos del atormentado ser y, dándole caza, se lanzan en tropel sobre su alma torturada.
Sin apresurarse, pero con paso firme, avanza esta historia. Juegos de luces revelan fantasmagóricos secretos de demonios y mazmorras, transformando, sin demasiados artificios, la desesperanza inicial en una triste melodía de salvación.
El fantasma de la Ópera (completa):
https://youtu.be/tbBHZVjq_O0
Ficha técnica:
El fantasma de la Ópera (The Phantom of the Opera), EUA, 1925.Dirección: Rupert Julian
Duración: 106 minutos
Guion: Elliott J. Clawson, de la novela de Gaston Leroux
Producción: Universal Pictures
Fotografía: Charles Van Enger, Virgil Miller, Milton Bridenbecker
Reparto: Lon Chaney, Mary Philbin, Norman Kerry, Snitz Edwards, Gibson Gowland, Arthur Edmund Carewe
La verdad sin haber LEIDO el libro me parece un obra excepcional, en la cual destacan claramente el viaje o tránsito
de la vida, el paso brusco entre luz y oscuridad, vida y muerte, terror de enfrentarse a lo desconocido y a su vez vivir plenamente aquello que habiendo sido desconocido, aquello que después de haberlo desenmascarado se ve muy real aunque sea por unos momentos. Asì como la vida misma se nos present. Miedos y miedos enfrentados, confrontados y igualmente vencidos.