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El gran ilusionista argentino. Sobre El acto en cuestión (1993), de Alejandro Agresti
Me gusta todo lo que sea heterogéneo. Odio esas películas que tienen el mismo tenor, que tratan de hacer de su culo un jardín. Que son nada más que una ideíta que se expande horizontalmente (…). A mí me gusta vivir y experimentar. Ese es el cine que me entretiene. Quizá por eso nunca voy a llegar a ser el gran cineasta. Porque, a cierta gente, lo único que le interesa es hacer «la obra». En eso sí me parezco a Fassbinder, él hacía cámara en mano, una toma, una secuencia… Los directores que hablan horas: ”el zoom no, el gran angular, la toma larga” y toda la boludez del estilo no me interesan.
Alejandro Agresti*
Consumando el desengaño artístico más cruel que el cinéfilo argentino haya debido sufrir, Alejandro Agresti decidió cumplir con su palabra y no convertirse en “el gran cineasta”, condición que en algún momento estuvo tan cerca de alcanzar. Con un nivel de megalomanía infrecuente en el cine argentino, Agresti se comparaba en sus declaraciones con Fassbinder, Orson Welles y Roberto Arlt en lo que respecta a su infatigable voluntad de trabajo, describiéndose a sí mismo como un “enajenado del laburo”. Despreciaba el cine de Jarmusch, Greenaway y Almodóvar, relativizaba los méritos de Cronenberg y Favio, vociferaba encendidas diatribas contra La historia oficial (Luis Puenzo, 1985) y contra la complacencia y pereza con la que sus colegas argentinos encaraban la revisión del pasado reciente de un país que intentaba resurgir de la oscuridad en la que la había sumido la última dictadura militar.
Dueño de una verborragia irritante y pasional, lleno de arrogancia pero portador de un impulso dialéctico vital que encontró su correlato formal en el período que comprendió entre sus 23 y 32 años de edad, en un segmento inigualable del cine argentino conformado por nueve películas, tres de ellas filmadas para la televisión holandesa, a las que resulta llamativamente difícil –por no decir casi imposible– acceder. Películas como El amor es una mujer gorda, Boda secreta, Crímenes modernos e incluso El acto en cuestión parecen las páginas de un libro que su creador decidió arrojar al fuego de una caldera, como si de cuyas manifestaciones de talento, Agresti pareciera querer huir, receloso como el mago que nunca está dispuesto a revelar sus trucos.
Poseedor de un inflamado talento e indiscutido vuelo visual, Agresti parecía beber de todo aquello que tenía a mano para escupirlo con violencia sobre la pantalla. Lo tuvo todo en sus manos, pero, tal como le ocurre a Miguel Quiroga, el “ilusionista de San Cristóbal” que protagoniza El acto en cuestión, se fue sumergiendo progresivamente en las aguas de la medianía, abismo profundo del que todavía no parece haber salido a flote, pero del que uno mantiene ciertas esperanzas que logre emerger en forma de tsunami algún día.
El acto en cuestión es una genial, fascinante película realizada por Agresti en 1993, que nunca fue estrenada comercialmente en la Argentina, privilegio que, de hecho, solo obtuvieron Holanda y Portugal. Fue filmada casi en su totalidad en Bélgica y en algunos países de Europa del Este. La película pertenece al período inmediatamente posterior al breve pero intenso exilio de Agresti en Holanda, apenas un año antes de su regreso a la Argentina. Algo de ese desarraigo se hace palpable en el film, en la condición de viajero itinerante que tiene su personaje principal, con el que el cineasta argentino parece mantener más de una similitud.
Su protagonista es Miguel Quiroga (un brillante Carlos Roffe), creador de «el acto en cuestión», un hombre sin mayores atributos que los de una compulsiva pasión por el robo de libros y de una memoria prodigiosa que le posibilita recordar con absoluta precisión todo lo que en ellos pudiera estar escrito. El virtuoso plano secuencia inicial lo muestra durante su infancia paseando por las distintas habitaciones de una pensión del barrio porteño de Almagro, concluyendo su errático recorrido en un pequeño dormitorio repleto de libros repartidos por el suelo.
Con una bellísima banda de sonido elaborada por el japonés Toshio Nakagawa, un nostálgico y rutilante uso del blanco y negro y unos deslumbrantes movimientos de cámara que persiguen al pequeño Miguel a través de un corte frontal de la escenografía, Agresti prefigura en esta presentación muchos de los futuros juegos visuales/fuegos artificiales del director de videos Michel Gondry, anticipando también ese aspecto lúdico y ensoñador de casa de muñecas o teatro de marionetas en el que parecieran vivir sus personajes y que envuelve cálidamente al film entero.
En la siguiente escena, un ya adulto Miguel discute encendidamente con su esposa Azucena (una genial Mirtha Busnelli, habitual colaboradora de Agresti), quien le reprocha la inutilidad de su práctica delictiva y sus precarias condiciones de vida en la pensión. Renuente a filmar con intrascendencia, Agresti despliega este veloz duelo verbal a través de una cámara que se acerca vertiginosamente a los rostros del matrimonio, recurso que pareciera perseguir el espíritu del Orson Welles de El Ciudadano (Citizen Kane, 1941), referente con el que Agresti se compara en declaraciones ofrecidas en distintas entrevistas, demostrando una vez más sus delirios de grandeza y su total falta de modestia.
Al igual que el ingeniero Balder, el protagonista de El amor brujo, la última novela de Roberto Arlt (otro referente creativo de Agresti), Miguel aguarda con ansiedad el momento en el que algo extraordinario acontezca en su apagada vida. Pero, en lugar de la aparición beatífica de una hermosa adolescente a bordo de un tranvía, lo que el “engrupido bacán y vicioso de la letra impresa” (tal como lo define el extraño coleccionista de muñecas que personifica el actor Lorenzo Quinteros y que lleva la voz cantante en este film) encuentra es un libro de vieja encuadernación sobre Magia y Ocultismo. En el interior de sus páginas amarillentas, Miguel Quiroga descubre las instrucciones de un extraño conjuro que le permitiría lograr la desaparición de objetos, e incluso también la de las personas.
Miguel se acerca con su reciente hallazgo a Amílcar (Sergio Poves Campos), el dueño de un circo ambulante, ofreciendo lo que da en llamar “el acto en cuestión”, un ridículo movimiento pendular efectuado alrededor del objeto a desaparecer con la única asistencia de dos botellones con agua y una cuerda que cuelga de la boca del “ilusionista”. Tras lograr hacer desaparecer un telescopio, Miguel se incorpora al circo de Amílcar, iniciando de esta manera su hiperbólico camino hacia la fama, que lo llevará a recorrer el mundo y explotar al máximo las posibilidades de su nueva habilidad. Pero, temeroso ante la idea de que alguien descubra su secreto, Miguel decide prender fuego a las páginas del libro robado para mantener la explicación del truco a resguardo del conocimiento ajeno.
Luego de abandonar a su esposa, Miguel emprende un viaje a través de los lugares más recónditos del universo, en un recorrido que lo llevará a hacer desaparecer desde vacas en un valle de Rumanía hasta cientos de presidiarios en una prisión de Amberes, recibiendo ofrecimientos tentadores por parte del mismísimo Tercer Reich para convertirse en Ministro de Propaganda de su gobierno o siendo recibido por la prensa en la España franquista, donde, sin poder disimular su arrogancia, se jacta ante el reportero de ser el único argentino capaz de hacer desaparecer a una persona, declaración premonitoria que el personaje remata en un gesto irónico mirando hacia cámara y diciendo: “…por ahora”. Esta sola línea de diálogo es una muestra cabal de la inteligencia y osadía de Agresti, al tocar lateralmente las fibras todavía sensibles de un cine argentino que hasta ese momento se había mostrado incapaz de representar o ejercer con responsabilidad, humor o creatividad cualquier tipo de reflexión sobre los horrores acontecidos en los años de la dictadura.
Pero el afán “desaparecedor” que lleva a Miguel a “desmoleculizar” prácticamente todo aquello que se proponga (Torre Eiffel incluida) lo conduce inevitablemente a su propia desintegración humana. Víctima de sus propios delirios de grandeza y negando hasta para sí mismo todo aspecto que ponga en cuestionamiento su autoría sobre el truco, Miguel incursiona frustradamente en la escritura, donde no logra discernir si todo aquello que sale de su imaginación es fruto de su pensamiento o una burda copia de todo lo que almacenó en su prodigiosa memoria. Es que la maldición de Miguel pareciera ser la misma que persigue prácticamente a todo artista: la de la condena a la repetición de ideas que ya fueron enunciadas por otros anteriormente, una lectura moderna que, como casi todas las ideas que surgen –o que se plagian– desde la fértil imaginación de Agresti, es proclamada en segundo plano, sin subrayados innecesarios. Y este gesto de plagio eterno al que está condenado el creador se ve consumado en la cabeza de aquellos receptores de la ilusión, que aplauden ciegamente la desaparición de todo aquello que solo se desvaneció en sus cabezas. Por eso, la única persona que ama a Miguel es capaz de advertir el truco, de percibir lo que nadie más puede. Sylvie (Nathalie Alonso Casale), la cantante francesa que Miguel descubre en un club nocturno de París versionando La Montaña, de Luis Alberto Spinetta (presencia musical recurrente en varias películas de Agresti), pone de manifiesto el mecanismo que posibilita que Miguel engañe a tanta gente, cuando le dice al mago, quien observa petulante a sus admiradores desde lo alto de una ventana en un hotel parisino, que al que le gusta recibir mentiras hay que ofrecerle solo mentiras.
La reconstrucción del pasado de Miguel es otro tramo brillante del relato donde Agresti parece no dar abasto con su propia imaginería visual, evocando por momentos al cine de Val Lewton y Jacques Tourneur (en la escena de la caminata nocturna), así como también a Fellini en cada secuencia circense. El director argentino logra crear un clima entre lo nostálgico y lo fantasmagórico, algo que también se refleja en el carácter cuasi atemporal del relato (solo la mención de algunos hechos históricos nos permiten deducir que estamos en la década del cuarenta), y el eclecticismo de una banda de sonido de la que hace galantería al hacer convivir armoniosamente una selección de tangos, música clásica y rock argentino.
Miguel termina su aventura fraudulenta al ser delatado por su propio compañero, Amílcar, quien lo desenmascara ofreciéndole una reedición impresa del libro de Magia y Ocultismo que él mismo se encargó de mantener fuera de circulación todos esos años. La debacle moral de Miguel es escenificada magistralmente por Agresti a través de una función de marionetas, donde la triste voz del frustrado ilusionista recita su alegato de defensa ante los miembros del jurado: el acto en cuestión no es más ni menos que el de querer creer desesperadamente que somos algo por nosotros mismos. Porque todo lo repetimos, todo lo hemos escuchado o todo lo hemos leído.
Agresti y Quiroga nos dicen que la magia no solo depende de aquel que se proponga efectuar el truco, sino también de todos aquellos que estamos dispuestos a dejarnos engañar por un instante, aunque más no sea para maravillarnos ante el artificio. Y así es como el gran ilusionista argentino elabora la más maravillosa metáfora sobre el cine que nos haya entregado alguna vez una película argentina.
*Entrevista realizada por Flavia de la Fuente, David Oubiña, Quintín y Walter Rippel para el número 18 de la revista El Amante Cine, agosto de 1993.
Excelente…..!! Muy buena la crítica.–
Muchísimas gracias, Lala!
Beso grande.