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El mundo dentro de la máquina: Realidades virtuales y el cine de ciencia ficción
La relación del ser humano con la tecnología es, lo que menos, ambigua. Sí, claro, tenemos progreso y desarrollo, pero al mismo tiempo, hay un fuerte componente de desconfianza, e incluso de miedo. El imparable avance científico y tecnológico incendia todas las neuras propias de la especie a límites esquizofrénicos, enfrentados a la dualidad entre el brillante futuro contra la hecatombe provocada por descubrimientos incontrolables. Cada nuevo logro es mirado con admiración y recelo al mismo tiempo, y posiciones tan enfrentadas tienen su reflejo en el mundo de la ficción.
La aparición de la informática tal y como la conocemos hoy también ha tenido su versión agorera, sobre todo cuando se empezó a hablar de cerebros electrónicos o inteligencia artificial. Cantidades ingentes de tinta se han vertido sobre las implicaciones humanísticas, filosóficas o técnicas acerca de ese intento del ser humano de reproducir su capacidad de raciocinio biológica en un símil tecnológico, y no son pocos los autores que en distintos medios han fantaseado con imitaciones de seres humanos con conciencia y capacidad de tomar decisiones. Algunas de estas premoniciones hablan de catástrofes ante una raza humana subyugada por sus creaciones. Referentes básicos del tema e ilustres predecesoras de las películas de las que hoy hablaremos, hay decenas: Metrópolis (Fritz Lang, 1927), 2001, una odisea en el espacio (Stanley Kubrick, 1968), Westworld (Michael Crichton, 1973), Alien, Blade Runner (ambas de Ridley Scott) o la famosa saga Terminator (iniciada por James Cameron).
En todas esas películas, el punto común es una inteligencia creada por el hombre que, además, se muestra hostil hacia su creador. Todos con los pelos como escarpias cada vez que miremos al tostador, tú. Y eso que entonces no existía, ni de lejos, el monstruo tecnológico definitivo: Internet.
La red de redes introduce un nuevo horror en las mentes de este ser humano en constante lucha entre el desarrollo y la pesadilla mecánica. Se empieza a hablar de realidad virtual como tal, de una nueva gestión de la información, de mundos al otro lado de la pantalla en los que, literalmente, podemos inventar un nuevo personaje. La aparición de videojuegos dotados de cada vez más realismo, o experiencias jugables interactivas en las que compartimos mundos imaginarios con otros millones de usuarios, dejaban claro que la experiencia virtual forma parte de nuestro día a día, en todos los aspectos de nuestra vida.
Aparece entonces una nueva histeria, una especie de revisión del mito platónico de la caverna en la que planteamos la siguiente hipótesis: ¿Y si hemos conseguido crear un mundo artificial tan perfecto que nos sirve de prisión sin que podamos ver la realidad tras los 0 y 1? Gasolina para nuevos relatos y ficciones, que a finales del siglo XX se convirtieron en el lugar común de la ciencia ficción, con notables ejemplos sobres este miedo a perder la identidad de un ser humano abrumado por su propio ingenio. Vamos a ver una serie de películas que giran de una manera u otra sobre este tema, más o menos de la misma época, que sirven para recordar un momento de bastante histeria, con el fin del milenio como telón de fondo.
MATRIX: Sigue al conejo blanco
La madre del cordero de la idea básica que hoy tratamos. En su momento, el impacto de Matrix fue total, un cambio de paradigma a la hora de entender el cine fantástico que no se había visto desde Star Wars. Producto de su tiempo, la película de los (por entonces) hermanos Wachowski era una amalgama de ideas, formas e intenciones transformado en el pastiche definitivo. Nunca experimentamos algo igual antes. En 1999, por fin había algo que, siendo mezcla de cosas de sobra conocidas, resultaba nuevo y reluciente, capaz de dejarnos con la boca abierta.
Matrix añadió a la coctelera un diseño de producción que quitaba el hipo, armado de los mejores efectos especiales que podía dar la época. La ambientación urbana daba paso a la decadencia del futuro postapocalíptico, mientras que las extraordinarias coreografías, inspiradas en el género wuxia (clave en el desarrollo del cine chino) nos llevaban a un nuevo nivel en las escenas de acción. Parecía que toda la ciencia ficción rodada hasta el momento encontraba su punto de eclosión en Matrix. Pero aparte del espectáculo de fuegos artificiales, la película de los Wachowski ponía, tras muchos años de cine de acción insustancial, los efectos especiales al servicio de la historia.
El aspecto visual era impecable, sí, pero para el fondo, Matrix se llenó de simbología y referentes, simplificando conceptos muy complejos para dar empaque al contexto de la película. De la Alicia de Lewis Carroll, a los mitos fundacionales religiosos y el viaje del héroe, Matrix planteaba una amalgama de ideas de origen platónico, con toques de Descartes, terminando con Bertrand Russell y su idea de “la Tierra de cinco minutos”. Ahí residía la importancia de Matrix, que recuperaba para el público general dudas y elucubraciones que forman parte del pensamiento humano desde que tiene conciencia de sí mismo. Lugares comunes de la ciencia ficción tomaban fuerza, apoyados por un sentido de la acción que convencía a todos aquellos aburridos por el exceso de cháchara filosófica. El mundo presentado en la película es terrible, desolador, pero tan plausible que aterroriza. La representación máxima de nuestras pesadillas tecnológicas nunca había tenido mejor aspecto.
Matrix es de esas películas que dieron que hablar en su día, y hoy siguen siendo válidas en sus planteamientos. Su influencia cinematográfica fue tal que, durante los años posteriores, pasamos de la violencia hiperrealista de tintes tarantinianos a no ver una película en la que los personajes se liasen a darse ensalada de nudillos con piruetas marciales inspiradas en los combates de Neo.
¿Qué los personajes necesitaban un repaso y que Keanu Reeves es un sieso? Pues sí. Pero perfecta no es. Y más si se tiene en cuenta como continúa el invento, con una irregular (por ser amable) segunda entrega y un desastre infumable como fin de la trilogía.
NIVEL 13: Mundos dentro de otros mundos
Esta película tiene como principal escollo el año de su estreno. En 1999 se estrena Nivel 13, el mismo en el que Matrix sale a la palestra, y deja en calzones a cualquier producción de tintes fantásticos. Además, comparten un pensamiento parecido, aunque no podían ser más diferentes en intenciones. Es más, no era la primera vez que la novela de Daniel F. Galouye, Simulacron 13 (publicada en 1964) se llevaba a la pantalla. A principios de los 70, el polémico director alemán Rainer Werner Fassbinder dirigía El Mundo Conectado, basada en el mismo libro. Y no puede haber dos películas más diferentes que la elaborada versión de Fassbinder y la dirigida por Josef Rusnak en 1999, de la cual hablamos hoy, mucho más funcional y masticadita para el público general.
Nivel 13 bebe de la esencia del policíaco, con el clásico hombre inocente acusado de un crimen que, efectivamente, señala hacia él como culpable. Douglas Hall, protagonista de la historia, ha conseguido crear una simulación perfecta de los años 20, una especie de Second Life con charlestón, por el que pasean en el cuerpo de sus avatares. Tan humanos y complejos como cualquier ser vivo, estas simulaciones electrónicas viven sus vidas hasta que los amos y señores deciden entrar en este mundo para su disfrute. Cuando su socio aparece muerto, Hall comienza un viaje hacia el descubrimiento más atroz de su existencia.
De nuevo, encontramos la idea de tecnología que engaña, en la que sus habitantes viven una existencia controlada por unos hacedores insensibles a la conciencia de los seres que han creado. Película interesante, a la que es mejor no dar muchas vueltas más allá de su premisa inicial. A poco que pongas en duda un par de matices, presenta más agujeros que las cuentas de Bankia. Además, somete el denso tono de serie negra a las relaciones sentimentales entre los protagonistas, y el azúcar acaba invadiendo la experiencia con más fuerza de la debida. Aún así, la reflexión entre los límites de la realidad y la ficción, junto con la recreación de los años 20, hacen de Nivel 13 una película bastante disfrutable a pesar del tiempo.
EXISTENZ: Videojuegos y nueva carne
Muchos años antes de vuestras horas delante de la pantalla del ordenador jugando al WOW con gente de todas las partes del mundo, David Cronemberg, director de esos «raritos» que tanto nos gustan, reflexionaba precisamente sobre la experiencia jugona en Existenz. No es la primera vez que el influyente director canadiense afronta las relaciones entre máquina y carne, siempre de forma bastante gráfica y malrollera. En Videodrome (1983) ya trataba algunos de estos temas, en los que la tecnología se funde con el cuerpo humano, como reflexión acerca de las relaciones entre ambos mundos.
Existenz plantea un futuro cercano en el que los diseñadores de videojuegos son auténticos ídolos de masas. Tanta es la influencia de estos creadores que, cómo no, han surgido grupos terroristas dispuestos a quitarlos de en medio. Durante la presentación del nuevo producto estrella, Existenz, se produce uno de estos ataques, y la diseñadora Alegra Geller comienza su escapada, transformada en un extraño viaje en el momento en el que los límites entre la realidad y Existenz dejan de estar claros.
Experiencias artificiales masivas, realidades virtuales jugables, pérdida de la percepción de la realidad y la tecnología más repulsiva jamás vista en la pantalla de cine hacen de Existenz una de las películas más desconcertantes de Cronemberg, y eso es mucho decir. Está muy lejos de ser su mejor obra, pero a nosotros nos viene al pelo por el tipo de reflexiones que hoy proponemos. Los avances en cuestión de experiencias de juego llegan a su punto álgido con la aparición de la realidad virtual. Al mismo tiempo, el refinamiento de los efectos especiales en las películas acercan cada vez más en ritmo y estética el mundo del cine al de los videojuegos, siempre en constante diálogo. No es difícil imaginar un futuro en el que los límites entre la imagen artificial y la realidad sean cada vez más difusos.
Cronemberg, bastante cafre y armado de esa capacidad para ver el mundo como una especie de yermo apocalíptico lleno de deformidades físicas y mentales (constante en todas sus películas), muestra el futuro sumido en la nada existencial y la búsqueda de evasión constante en la creación de mundos artificiales. La biología y la máquina se dan la mano. Viva la nueva carne, niños y niñas.
DÍAS EXTRAÑOS: Así era el futuro
Es una pena, pero esta fantástica cinta de Kathryn Bigelow ha quedado un poco en el olvido, como casi toda la carrera de la directora producida antes del Oscar. Transformada en cronista de guerra oficial gracias a la fabulosa En tierra hostil (2008) y La noche más oscura (2012), parece que toda su producción ochentera queda fuera del visor. No es que dejase para la historia películas de esas que cambian la historia del cine, pero sí un buen puñado de títulos que se han ganado a pulso la etiqueta de “de culto”. Por ejemplo, aquella extraña y espectral road movie vampírica con toques de western, Los viajeros de la noche (1987) o esa macarrada fantástica llamada Le llaman Bodhi (1991).
En 1995, estrenaba Días Extraños, ejercicio de ciencia ficción mezclada con serie negra, tomando prestados muchos elementos del ciberpunk, aunque rebajados por la proximidad del futuro expuesto. La verdad es que arriesgaron, ya que los hechos ocurren en los últimos días de 1999, en plena histeria por el final del milenio. Esto quiere decir que ese futuro poco tranquilizador ya es pasado para nosotros, y de hecho lo fue rápidamente para aquellos que vieron la película en su momento (como el que suscribe, por ejemplo). Quizá sea esta la razón por la que no aparece en las listas de esas películas de futuros sombríos, pero el contexto presentado por Bigelow era tan agobiante como creíble.
La sociedad está al borde del colapso. Disturbios en las calles, desencanto general, diferencia brutal entre clases, y la sensación de derrumbe total del ser humano, que además abraza con alegría el caos reinante. En este futuro imaginado, las drogas han sido sustituidas por tecnología. Conectados a una consola externa, los usuarios pueden vivir experiencias ajenas, grabadas directamente del cerebro de otra persona. La fantasía de experimentar otras vidas, de ser otro, es la adicción de un mundo que ha perdido la identidad. Tal es así que el protagonista de la historia, un traficante de poca monta, apenas puede salir de sus propios recuerdos, transformados en realidad virtual gracias a la técnica. Personajes turbios, sacados de lo más bajo de la jungla urbana, completan el terrible fresco perpetrado por esta gran directora.
La reflexión acerca de esas fantasías, de la vida de los demás como fuente de adicción y placer, se da la mano con una fuerte crítica social, que por desgracia no puede estar más acorde con el momento actual. La historia de fondo habla de la brutalidad policial, del abuso de poder y del trato a las minorías raciales. En 2018, seguimos con la cantinela. Hay cosas que no cambian.
Aún así, se la jugaron mucho con este futuro/pasado. Por ejemplo, pensaban que el rollito grunge seguiría de moda. La banda sonora es una gozada, y me sigue gustando mucho la escena del fin de año en Times Square con Skunk Anansie tocando en directo.
Venga, lo admito. Lo de Juliette Lewis en plan punky berreando y exudando sensualidad por cada poro también es un aliciente.
Con esto termina el viaje acerca de estos genios engañadores sacados de la manga de la tecnología. Quién sabe, quizá nosotros mismos vivamos atrapados tras una ráfaga de luz virtual. Puede que nuestra existencia no pase de ser un elaborado holograma. En todo caso, estemos donde estemos, vivamos como vivamos, disfrutemos de esa ilusión.
Y si es con buen cine, mejor.