Críticas
De poderes y señoríos
El reino
Rodrigo Sorogoyen. España, 2018.
El director madrileño Rodrigo Sorogoyen abre su nueva película con una escena en la que se muestra una reunión de políticos disfrutando de una comida. Están en un restaurante junto a la playa y el buen humor, la alegría de haberse conocido y el orgullo por sentirse en una posición de privilegio, inunda la atmósfera. Ello se percibe con evidencia, mientras las gambas rojas, tamaño Denia, pasan de plato en plato hasta satisfacer egos y estómagos (¿o acaso se trata de carabineros, más acorde con la aureola hortera y de nuevo rico que se proyecta?). Observamos concretamente una reunión de políticos, dirigentes de un partido en una comunidad autónoma costera. Tras ese arranque, no tardan en seguirle momentos inolvidables vividos en el yate de uno de los compinches, o imágenes de viviendas suntuosas con guardarropas más grandes que nuestros pisos. Nos vamos percatando que la existencia les sonríe. Son seres que vienen enriqueciéndose impunemente a costa de las arcas y privilegios públicos. Quien quiere algo, debe hacer algún sacrificio para conseguirlo, y por supuesto, no faltan manos para recoger los frutos.
Rodrigo Sorogoyen, tras abordar una película de suspense policial en su anterior y magnífica obra, Que Dios nos perdone (2016), se atreve ahora con otra intriga, en este caso política. Y parte desde las más altas instancias del poder, éxito o riqueza, para destripar un universo absolutamente corrupto, en donde nadie, o casi nadie, tiene las cartas sin marcar. Remontándose desde coyunturas plácidas, experiencias y recorridos que no se limitan con agotarse en días, sino que se eternizan por décadas, da la impresión de que la juerga es continua y se va a prolongar sin límites ni cortapisas. Pero la ambición nunca tiene suficiente, es demasiado golosa y siempre quiere más, más y más. Y claro, la avaricia rompe el saco y se convertirá en la perdición de alguno de nuestros personajes.
Sin esperar demasiado, el filme va desenvolviendo trapos sucios, muy putrefactos ya, cuyas fuentes se desconocen, aunque se pretenda identificarlas. Saltan de sopetón al conocimiento público y con ello se empieza a mover la lenta e implacable máquina de la justicia. Bueno, siempre y cuando no le apetezca contaminarse con cualquier otro poder del Estado. El realizador nos introduce en este universo con un ritmo vertiginoso, usando y abusando de todos los elementos del género. Vamos a visitar distintas estancias públicas, domicilios particulares, hoteles o restaurantes varios. Y lo vamos a hacer con una cámara que, con prioridad, sigue a la carrera al protagonista, a Manuel, vicesecretario autonómico de ascenso meteórico y continuado. Lo interpreta el actor Antonio de la Torre, muy correcto en un papel que se conoce a la perfección. Lo perseguimos, convirtiéndose en el punto de vista narrativo a hostigar. Se acompaña con profusos diálogos, además de una banda sonora que incluso llega a exasperar por momentos, en superación de decibelios.
El largometraje se presentó en el último Festival de San Sebastián, en su Sección Oficial. Y si bien fue ignorado por el jurado en el palmarés, sí que obtuvo los plácemes y el entusiasmo de la mayor parte de la crítica. Nuestra opinión se sitúa más bien en un punto intermedio. Expresándolo en una frase, el filme no nos ha deslumbrado, pero reconocemos que contiene enorme valía, fundamentalmente por intentar un retrato valiente de determinadas actuaciones políticas, repetidas en demasía, algunas ya descubiertas y destripadas; incluso también investigadas por los tribunales de justicia, con condenas carcelarias recaídas y en etapas de cumplimiento para algunas o algunos de sus responsables.
Entre los puntos negativos que le achacamos a la película estaría la confusión, suponemos buscada, que rodea a la identificación de personajes y sus reales puestos, situaciones y actuaciones. Parece que se intenta mantener cierta ambigüedad durante toda la obra para que no reconozcamos a sus intervinientes con nombres y apellidos reales, no virtuales. La decisión nos arrastra a una especie de caos y se dejan de concretar conductas y actividades. El espectador, aunque ya no nade en la inocencia sobre la materia tratada, consigue disturbarse y ello le aleja de una mayor empatía con la obra. Y a pesar de todo lo acontecido en los últimos años en la política nacional con respecto a la corrupción de sus dirigentes, poco margen quedaba para el asombro. A pesar de todo, el hilo de credibilidad no deja de perderse. Eso es así, hasta que, tristemente, en su parte final los guionistas parecen olvidarse de los terrenos que pisan, una ficción, sí, pero desprendida del mundo real. Despierta veracidad ese mundo de opulencias y empoderamientos individuales que se exhiben de forma zafia, soberbia y ordinaria, excluyendo las escenas finales del filme. Estos giros últimos a los que nos referimos recorren acontecimientos más merecedores de estar contenidos en películas de terror o de ciencia ficción. Por cierto, la obra está rodada en unas tierras conocidas últimamente por sus desmanes en corrupciones festeras.
La obra cuenta con excelentes actores, como el ya nombrado Antonio de la Torre, Josep María Pou o la omnipresente Bárbara Lennie (y no nos referimos precisamente a su actuación en esta película con el calificativo otorgado a la actriz, por otra parte gran profesional y de trayectoria admirable). Lennie, en El reino, encarna a una ambiciosa periodista en busca del reportaje o entrevista que le encumbre de manera definitiva en la nube de la excelencia. Pues de la mano de su personaje y del de Antonio de la Torre, llegamos a un final que habíamos leído y oído que causaba cierta perplejidad. Pero no esperábamos la dirección que toma, sino otra diferente y no sabemos si de mayor enjundia, pero también insoportable; más, osaríamos opinar. Podemos, claro que sí, desvelar de lo que no trata. Pues bien, no nos encontramos con una reflexión sobre la capacidad de los humanos en mantener su propia dignidad y honra ante cualquier situación mínimamente golosa. Quien no ha intentado “colocar” a su hijo en el banco en el que trabaja, o hablado con su vecino, que curiosamente es director general, para conseguir entradas para un espectáculo cuando ya están agotadas; o llamado al profesor de su retoño, también, que coincidencia, antiguo compañero de colegio de la infancia, para que mire con cariño su último examen; o ha inventando o alargado una baja laboral más de lo debido; o ha dejado de declarar aquel “ingresillo” del que Hacienda no puede tener constancia. Total, para lo que luego hacen con nuestros impuestos… Pues no, no va por ahí ese final.
La obra, en su término, nos reserva unos derroteros tremebundos, que necesitarían de una profunda meditación y conciencia sobre el mundo en el que estamos no ya metidos, sino sometidos. Y sobre quien o quienes mueven realmente sus fichas. Un final que otorga sentido al título y a esa frase que se repite insistentemente en los diálogos: “El poder protege al poder”. No somos nadie, sino meras marionetas dirigidas por intereses opacos ostentados por unos pocos, pero siempre los mismos. No se engañen, repetimos. Aunque esos supuestos dioses que al parecer nos llevarán a la eternidad entre palmeras y dátiles no existieran, ustedes, como nosotros, no son ni somos libres, aunque lo creamos con convicción. Alguien, en cualquier momento, puede estar manejando o manejará, no lo duden, las hebras de su destino. Y no solo eso, sino que además intentará y probablemente conseguirá que crean, actúen y se movilicen según sus conveniencias, no las de ustedes. Sí, aquellos privilegiados que se sientan en el trono del Reino. Y esta vez, como en la obra, coincidimos con que el vocablo de su título merece la mayúscula.
Tráiler:
Ficha técnica:
El reino , España, 2018.Dirección: Rodrigo Sorogoyen
Duración: 122 minutos
Guion: Isabel Peña, Rodrigo Sorogoyen
Producción: Coproducción España-Francia; Tornasol Films / Trianera PC AIE / Atresmedia Cine / Le Pacte / Mondex, Cie / Bowfinger International Pictures
Fotografía: Álex de Pablo
Música: Olivier Arson
Reparto: Antonio de la Torre, Josep Maria Pou, Nacho Fresneda, Ana Wagener, Mónica López, Bárbara Lennie, Luis Zahera, Francisco Reyes II, María de Nati, Paco Revilla, Sonia Almarcha, David Lorente, Andrés Lima, Óscar de la Fuente, Laia Manzanares
Una grandísima película. Toda ella es de lo mejor que he visto en el cine, en cualquier época pero, puestos a elegir, yo me quedo con los últimos veinte minutos. Son de cogerse a los brazos, de la butaca quiero decir, al ver como, la periodista televisiva, presunta aliada del protagonista, se va transformando, en una sola escena, en la quintaesencia del poder, mostrando como, tras su cara amable y simpática, se esconden los dedos que manejan hábilmente toda la tramoya.
Véanla, si aún no lo han hecho o vuelvan a verla que seguro que encuentran valores nuevos.
Casi completamente de acuerdo contigo, Ricardo… pero no he podido evitar observar como la última palabra en el filme es la de la presentadora, en exagerados aspavientos, queriendo anular todas las verdades anteriormente dichas por el protagonista a base de decir la palabra más alta, por más que lo que dijera no fuera mentira.
La sensación que me dio es que la película quería mostrar toda la verdad, pero dirigir de manera burda la atención al mismo punto.
Ha sido en plan «Ehh, sí, el partido corrupto hasta la médula, los medios de comunicación también, pero os estáis olvidando de que el malo es el villano que tenemos delante». Y no, el que tenemos delante es solo un peón más, un malo que no se arrepiente… como ninguno de los cientos que aparecían en esa libreta y que quedaron en un segundo plano.
A mí no me importa Bárcenas, me importa quien es M.Rajoy.