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El sonido en el cine de terror
El uso del sonido en el cine ha sido, desde su establecimiento, un tema con muchos matices. Desde sus inicios, el cine intentó hablar, pero no fue hasta finales de los años 20 que se establecen políticas sistemáticas para la introducción del sonido. Con su incorporación, se da un salto evolutivo, agregando notables mejorías en términos técnicos y narrativos. Se favorece la continuidad narrativa al prescindir de los rótulos, se facilita la representación fuera del encuadre, se logra una mayor economía de planos, aumenta la longitud y duración de estos, se descubre el silencio como elemento dramático y se consolidan géneros como la ciencia ficción, el musical y el terror con una mayor necesidad sonora. El sonido se vuelve una herramienta fundamental de la gramática cinematográfica.
El cine de terror nació en Europa, principalmente en Alemania, y rápidamente se extendió por todo el mundo. «(…) uno de los pocos géneros cuya historia se extiende desde el mutismo hasta la pantalla de nuestros días, tiene su pórtico en Nosferatus (F. W. Murnau, 1922) y en el Fantasma de la Opera (1925)¨[1]. De la mano de Lon Chaney y Tod Browning se cimentan las bases de un género que en sus inicios contaba solo con los recursos que podían proveer la iluminación, el maquillaje, las escenografías truculentas y las características físicas de los actores.
La entrada del sonido devela un mundo insospechado para el cine de terror con la utilización de la banda sonora y los efectos de sonido para despertar emociones como miedo, vacilación, anticipar la acción, marcar un leit motiv; se enriquece un género que había nacido mudo. Es en este aspecto y con el desarrollo de la técnica sonora que se va imbricando cada vez más el terror con el análisis especializado de la percepción sonora: la psicoacústica, una disciplina científica que estudia las respuestas y los efectos psicológicos del sonido en el ser humano. La forma en que el cerebro procesa y analiza las diferentes cualidades del sonido y las trasforma en reacciones mentales y físicas. La relación entre las herramientas lingüísticas del cine de terror con sus diversos subgéneros – zombies, gore, paranormal, de monstruos, terror gótico- y el sonido se han vuelto esenciales para el éxito de un filme.
En el cine de terror, la psicoacústica se ha convertido en objeto de estudio esencial, ya que la carrera por el miedo ha desatado un mundo de posibilidades sonoras cada vez más amplias y complejas. Desde Psicosis, de Alfred Hitchcock (1960), una escena atemorizante nunca ha sido igual si no está acompañada de una banda sonora que acentúe y realce las cualidades de la imagen. No es un secreto que ese asesinato en la ducha no hubiera sido lo mismo sin ese conjunto estridente de cuerdas que fue el tema central de la película. Con El asesinato, Bernard Herrmann sentaba un precedente que luego sería copiado y recreado hasta la saciedad, siendo verdaderamente lograda una comunión entre música e imagen en solo pocos ejemplos. El terror actual tiende a sobreexponer estas cualidades sonoras, sometiendo al espectador más a un choque sonoro por la violencia de tono, el volumen o la intensidad, que a un verdadero ambiente que paulatinamente va incrementando la sensación de miedo. Son tan potentes las cualidades del sonido que genera estados emocionales, que para muchos autores la gran diferencia entre una película de terror mediocre y una lograda es, básicamente, la banda sonora.
Múltiples son los aspectos que se pueden observar en una banda sonora de terror, pudiendo resumirse en dos grandes problemáticas: como expresaría Jorge Luis Cantero el tema del determinismo darwiniano del sonido de terror versus el aprendizaje cultural y la cuestión ya más específica del ámbito musical sobre el contrapunto sonoro y la utilización de ciertas estrategias de composición (ritmo, silencio, repetición, contraste, leit motiv). En su libro de 2010, Sonidos para morir, Herbet Emmett realiza un interesante estudio sobre las posibilidades expresivas y narrativas del sonido en el género de terror. Varias son las cuestiones analizadas sobre las diferentes concepciones que de la música y el sonido tienen o han tenido importantes productores musicales, como James Michael Bernard, Gary Rydstrom, Claudio Simonetti, Claude Letessier, Michel Chion, Antonella Fulci o Walter Church.
El primer aspecto elemental que analiza Emmet son los fundamentos del sonido de terror: biológico o aprendizaje cultural. Existe una división de opiniones a este respecto, aunque sin dudas se reconoce en el hombre primitivo una cualidad analítica de su entorno, a través de la escucha que dota a la experiencia sonora de variados matices emocionales. Esta predeterminación marcada por los orígenes de nuestra especie, Emmett la enfoca en el uso de ciertos sonidos relacionados con la naturaleza que despiertan sensaciones específicas, como el viento y el agua, para representar el mal y la locura, y anticipar o acompañar momentos de tensión o muerte[2]. En la opinión del alemán Claude Letessier (Underworld, 2003; Madhouse, 2004; The Covenant, 2006) esta predeterminación es la que despierta ciertos miedos ancestrales, al escuchar sonidos específicos, y la que determina que, por encima de las barreras culturales, el cine de terror produzca casi las mismas sensaciones en todas partes del mundo. El americano Gary Rydstrom (Spaceballs, 1987; Willow, 1988; The Haunting, 1999) coincide con Letessier, otorgándole a los filmes de terror el calificativo de “primitivamente emocionales”, no obstante difiere en parte, dándole a la cultura cinematográfica un valor importante. Sin dudas, la construcción cultural que ofrece el cine y los aprendizajes a los que está condicionado el espectador juegan un papel fundamental a la hora de reconocer el miedo en sonidos específicos.
El norteamericano Walter Murch (The Godfather: Part II, 1974; Apocalypse Now, 1979; Youth whithout Youth, 2007) es uno de los defensores de la concepción del sonido como aprendizaje cultural y lo que define como sonido metafórico. «En la mayoría de películas todo es ‘lo veo = lo escucho’. Los sonidos quizá sean impresionantes, pero en tanto proceden de lo que estás mirando aparentan ser la sombra inevitable de la cosa en sí. Como consecuencia, no excitan esa parte de tu mente que es capaz de imaginar bastante más allá de lo que los cineastas son capaces de producir. Una vez que te aventuras en el sonido metafórico, que es simplemente el sonido que no va a la par con lo que estás viendo, la mente humana busca patrones más y más profundos»[3]. Son entonces los sonidos del miedo, también, parte de un conglomerado cultural que el espectador aprehende y que según sea la profundidad de su experiencia cinéfila, sabrá reconocer códigos relativos a determinadas tradiciones nacionales que construyen el miedo, convirtiéndolo en un imaginario ficticio al que responden comportamientos sociológicos y culturales.
Por otro lado, se encuentra un aspecto puramente técnico y que está referido al estilo predeterminado del autor, más que a condicionamientos naturales. El contrapunto sonoro y la importancia del mismo como parte fundamental de la gramática fílmica ya habían sido señalados en vísperas del cine hablado por los teóricos rusos del montaje. En el caso del cine de terror, si el montaje es una herramienta clave que utiliza el corte brusco, el tempo deformado, los cortes instantáneos para sugerir y contrastar, su mayor aliado es, sin dudas, el sonido:
«El cine contemporáneo, al actuar como lo hace por medio de imágenes visuales, produce una fuerte impresión en el espectador y ha sabido conquistar un lugar de primer orden entre las artes. Como sabemos, el medio fundamental -y por añadidura, único- mediante el cual el cine ha sido capaz de alcanzar tan alto grado de eficacia es el montaje. El film sonoro es una arma de dos filos, y es muy probable que sea utilizado de acuerdo con la ley del mínimo esfuerzo, es decir, limitándose a satisfacer la curiosidad del público. Sólo la utilización del sonido a modo de contrapunto respecto a un fragmento de montaje visual ofrece nuevas posibilidades de desarrollar y perfeccionar el montaje»[4].
Aunque las posibilidades otorgadas al sonido por estos primeros teóricos fueron un tanto limitadas, sin dudas vieron en este recurso algo parecido a la utilidad que luego vería y ampliaría el terror. El sonido como un contrapunto, como una nueva forma de la elipsis, como una medio expresivo tan importante como la imagen y que en ocasiones la sustituye, como premonición o como motivo. El uso de un sonido inteligente se convierte en estrategia fundamental de construcción de sentidos.
Mucho camino se ha recorrido en el cine de terror desde que Eisenstein, Pudovkin y Alexandrov lanzaran este manifiesto, y la evolución de un género como el terror puede observarse tomando como ejemplos ciertos remakes que muestran elocuentemente los grandes avances alcanzados. Tomando como referencia el filme The Haunting, de Robert Wise (1963) y el remake homónimo, dirigido por Jan de Bont en 1999, podemos observar la multiplicación de la experiencia sonora. En el primero se utiliza el sonido de una manera clásica, con una intensidad moderada y un ritmo que no llega a ser estridente ni chocante. La historia se construye sobre la solidez de un guion que trabaja la psique del espectador, llevándolo a ver cosas inexistentes y a través de sonidos ampliamente tipificados, como murmullos, puertas que se cierran, golpes bruscos y sonidos de la naturaleza tratados con simpleza. Para la banda sonora del remake, Gary Rydstrom utiliza una compleja combinación de sonidos que como él mismo expresa en el texto de Emmet, eran premeditadamente indefinidos. Múltiples pistas se solapan creando una atmósfera sonora cargada y aterradora, donde los clásicos sonidos del miedo se combinan, creando un potente efecto sugestivo.
Algo similar, aunque menos logrado, pues la calidad del filme y de la banda sonora es bastante menor, ocurre con El pueblo de los malditos, de Wolf Rilla (1960) y el remake homónimo, dirigido por John Carpenter en 1995. En el primero, la banda sonora de Ron Goodwin es bastante simple, llevada por una construcción orquestal muy típica de la época y la aparición de motivos melódicos simples. En el segundo caso, la banda sonora, compuesta por el propio Carpenter y Dave Davis, presume ya de nuevas tecnologías con el uso de sintetizadores para crear una atmósfera más cargada de sensaciones sonoras, marchas y armonías espeluznantes, como el tema de los niños, marcado por la melodía repetitiva y aguda, especie de xilófono premonitorio, que acompaña la presencia de los malditos. En el filme, el sonido, además de construir la atmósfera general, sirve para crear un contrapunto en las secuencias de más tensión, marcados por un leit motiv sonoro y su repetición obsesiva.
Al igual que Carpenter, existen varios directores que han tenido una profunda preocupación por la construcción sonora de sus filmes, participando en todo el proceso de diseño y selección. El uso de tácticas recurrentes, como utilizar música clásica, adaptaciones o estrategias de composición específicas relacionados como el ritmo, uso del silencio, la repetición, el contraste, la sugestión o un leit motiv con el que el espectador pueda identificar algo o a alguien, son parte del éxito de sus filmes. Existen colaboraciones célebres como la de Walter Carlos con Stanley Kubrick en filmes como La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) o El resplandor (The Shining, 1980); la de Mike Oldfield con William Friedkin para El exorcista (The Exorcist, 1973); o el grupo Goblin con Dario Argento. De estas colaboraciones han surgido bandas sonoras que se han vuelto verdaderas producciones musicales o han lanzado al estrellato a sus compositores, tal es el caso de Mike Oldfield, cuya carrera marca un antes y un después de Tubular Bells.
En este apartado, donde el sonido es profundamente metafórico, uno de los creadores más interesantes es el italiano Dario Argento. Argento busca en su cine lo que él llama la codificación auditiva. Una especie de marca sonora que el espectador reconoce a lo largo del filme. Su caso es único en el cine de terror. Su estilo está marcado por la estilización de una violencia que funciona más como emoción que como realidad y que está profundamente ligada al sonido. En Suspiria (1977), cuya banda sonora esta compuesta por el grupo de rock progresivo Goblin, se podrían extraer limpiamente las secuencias de terror como especie de pequeños clips, manejando la construcción del filme a través del ritmo sonoro que funciona como premonición y que, variando en intensidad, provocan una sensación de inevitabilidad o sorpresa, a la vez que indican la presencia del peligro. En Profundo Rosso (1975), aunque es menos simbólico estética y narrativamente, podemos encontrar los mismos elementos como el leit motiv musical en la canción infantil y la construcción de la tensión, a través del ritmo sonoro.
El sonido en el cine de terror encuentra excelentes ejemplos en filmes que han marcado la historia del género, tales como el ya citado El exorcista de William Friedkin (1973), Halloween, de John Carpenter (1978) o, más recientemente, La bruja (The Witch), de Robert Eggers (2015); sin embargo, en la actualidad está sumamente subutilizado. El terror actual, en su gran mayoría, se sustenta sobre una total diafonía. El choque sonoro, debido más a los contrastes planos que a la construcción de una verdadera historia a través de ellos, se ha vuelto la constante en un género que necesita nuevos derroteros, tanto en lo narrativo como en lo formal.
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[1] Memba, Javier. Historia del Cine Universal. España: T&B Editores. Pp. 90,91.
[2] Emmett, Heather (2010). Sounds to Die For. Speaking the Language of Horror Film Sound. Knaresborough: Flaithulach Ltd.
[3] Murch, Walter (2007). “Touch of Silence”. En Soundscape. The School of Sound Lectures 1998-2001, eds. Larry Sider, Diane Freeman y Jerry Sider, 83-102. London: Wallflower Press.
[4] Manifiesto del contrapunto sonoro. Pudovkin, Eisenstein y Alexandrov.
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