Investigamos
En la retina, en el cerebro, en el corazón
Llegamos al último mes del año, momento para recapitular y quedarme con las mejores experiencias cinematográficas que este 2014 me ha regalado. Esos films que han conseguido noquearme en el mejor de los sentidos y se han instalado, cada uno a su modo, en mis retinas, mi cerebro, debajo de mi piel o cerca de mi corazón, para un largo tiempo o tal vez para siempre. En esta mirada once meses atrás, mi memoria hace dos paradas obligadas referidas a los dos festivales más importantes a los que he asistido: el Festival de Cannes —al que acudí por primera vez, convirtiéndose en la experiencia más especial que he vivido en todo el año— y el Festival de cine fantástico de Sitges, al que soy fiel desde hace años. Los festivales funcionan a modo de filtro depurativo de los proyectos existentes de la actualidad, de manera global, a lo largo de todas las filmografías, aunque siempre existan casos concretos que hacen preguntarte cómo es posible que una película esté en la Sección Oficial u otra no llegue a estarlo. Más allá de las desavenencias de la selección y la organización de los filmes en la programación, sin duda han sido estas dos plataformas de donde extraigo la casi totalidad de las películas que forman parte de lo mejor que he podido ver a lo largo del año.
Para ser más concisa en mi selección, citaré tan solo diez películas.
Jauja, el quinto film de Lisandro Alonso, porque como en sus anteriores cintas, una vez más nos lleva a esos lugares aislados donde el hombre no habita, que se corresponden con el espacio mental referido al estado de necesidad de encontrarse a uno mismo.
Moomy por ser la manifestación más exquisita de la libertad fílmica de Xavier Dolan. Una apuesta original que experimenta con los formatos de manera ingenua y honesta, propia de la juventud de su cineasta. Pero si hablamos de hacer lo que a uno le venga en gana y jugar con las posibilidades del medio cinematográfico, dejando a un lado todo lo que tenga que ver con las normas establecidas, me quedo con el maestro Jean-Luc Godard, el más joven de todos, el más libre de todos. El visionado de su film Adieu au Langage lo viví como el clímax del Festival de Cannes, el momento de los fuegos artificiales, como cuando miras hacia el cielo con la boca abierta mientras múltiples colores brillan al unísono, iluminándolo todo.
Still the Water, de la japonesa Naomi Kawase, por su reflexión y acercamiento al sentido de la vida desde la muerte, en un plano que no es físico ni tangible, sino un gesto espiritual delicado y místico que envuelve la historia de principio a fin y te hace vibrar de emoción cuando te propaga ese amor por la vida y su visión naturalista de la existencia.
The Tribe, del ucraniano Myroslav Slaboshpytskiy, por ser una apuesta directa, brutal y atrevida. Debajo de esa decisión de rodar la cinta en el lenguaje de sordos, se esconde un rompecabezas de interacciones sucintas que no necesita ni una sola palabra para narrarse. La imagen se tiene a sí misma y no necesita nada más. Cine sonoro que nos retrotrae a los inicios del cine, cuando las acciones se debían a la gestualidad.
Under the Skin, de Jonathan Glazer, por su visión extraterrestre y extracorpórea de la humanidad y la sociedad en la que esta permanece sumida. Un film que, como reza su título, se siente a ras de piel, porque es una experiencia sensorial. Glazer se deshace de la escafandra superficial que nos envuelve y mira debajo.
Réalité del polifacético Quentin Dupieux, porque una de sus virtudes es su excentricidad pero también su creatividad y huida de las convenciones. Por tratar los sueños de la manera más realista y a la vez original que jamás he visto.
El Gran Hotel Budapest porque es la quintaesencia del universo de Wes Anderson, su ilusión más sofisticada, elegante e inteligente. Por sus simetrías, sus zooms, su humor y su sosegado dramatismo.
It Follows porque es la mejor película de terror que he podido ver en el último año, por conseguir la conjunción perfecta, cuyas intenciones conceptuales funcionan a diferentes niveles, desde el sentido más primario de lo terrorífico a la alegoría coming of age que representa.
En último lugar, destaco la que considero mejor película de este 2014. Boyhood, de Richard Linklater. Un proyecto de dimensiones descomunales, un experimento en el tiempo que manifiesta una maravillosa arbitrariedad en las experiencias vitales que narra, con las que es tan fácil identificarse, de uno u otro modo, que es casi como mirarse a un espejo.