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España y lo berlanguiano: El cine como retrato de un país
El 2020 (y lo que llevamos del 21) deja para la memoria colectiva estampas que formarán parte de nuestra esencia como sociedad global. La crisis pandémica entrará, no cabe duda, en cierta fase de catarsis cuando las ficciones de todo tipo recurran a estos meses de desasosiego como inspiración. Y es que los relatos no son solo historias: son nuestra manera de captar el momento, e incluso de afrontar nuestros traumas.
Pero, entre medias del miedo y la incertidumbre, también se han colado noticias que dan esperanza sobre el futuro o que, simplemente, regalaban algo de respiro ante la avalancha de información que hemos recibido con impacto a lo largo de los meses.
Una de esas historias ha sido Luís García Berlanga. El inmortal cineasta español ha copado parte de las páginas recientes de la cultura a cuenta del centenario de su nacimiento. Quizá, la que más llame la atención es la entrada en el diccionario de la lengua española del concepto berlanguiano.
Lo berlanguiano como símbolo de identidad, como retrato, como recuerdo y espejo para el análisis de una sociedad, la española, que todavía puede verse reflejada en los ingeniosos juegos cinematográficos que, con astucia infinita en tiempos de censura, plasmaban en la pantalla las muchas miserias de la España de posguerra. Un término que ya formaba parte de la sabiduría popular, pero que con su aceptación en la RAE se certifica como parte intrínseca de un país cuyas sombras siempre han quedado muy bien disfrazadas en forma de comedia.
No son muchos los autores que consiguen un adjetivo con su nombre. Hay que mostrar personalidad incuestionable en el fondo y la forma, una obra única, reconocible, capaz de trascender las fronteras del tiempo. Además, se necesita humanismo y pericia para que lo local mute en universal, en mensaje trascendente que no entiende de idiomas o banderas.
Berlanga consiguió este enorme éxito en un puñado de películas. Capaz de señalar sin tapujos los males de la España más gris; lo hizo esquivando el dedo censor, demostrando que el peor de los dramas encuentra acomodo en la risa. Aún así, a pesar del camuflaje, algunas de sus películas todavía resultan incómodas, devastadoras en la ironía impenitente de sus personajes y situaciones. El equilibrio entre el chiste y la reflexión conforman un universo que, efectivamente, no puede ser definido de otra manera que no sea con el nombre de la mente brillante que lo ideó.
Lo folclórico se daba la mano con las aspiraciones a la esquiva modernidad de una España en confrontación con sus mitos, todavía manchada con los salpicones de sangre de la guerra. Espacios oníricos, de recuerdo y nostalgia, entraban en conflicto con la cruda realidad de desigualdad y doble moral. Las fantasías de prosperidad confrontaban con la vida a pie de calle.
Películas como Plácido o El Verdugo, quizá sus obras más redondas, son buen ejemplo de las contradicciones que Berlanga esgrimía en sus películas, pasadas por el tamiz de la comedia. Los personajes entrañables, conjunto riquísimo que englobaba todos los escalones de la sociedad, y las disparatadas situaciones, pretendían un manto que dulcificaba el contundente retrato de una España paradójica y disonante, que encontraba en el humor absurdo de Berlanga la mejor de las máscaras.
Berlanga (formando un dúo de leyenda en varias ocasiones con el guionista Rafael Azcona) fue cronista de excepción de años complicados y confusos. La llegada de la democracia no hizo que el genial cineasta valenciano apartase el dedo del gatillo, y buena muestra de ello es la trilogía de la familia Leguineche, que tiene su punto de partida con la excepcional La escopeta nacional. Más desvergonzado que nunca, afilado y hasta cierto punto, despiadado con la España que parece eterna en sus nieblas de añoranza casi suicida, la mezquindad y ambición de los protagonistas servía para renovar los clásicos de la picaresca, reformados para un país que todavía no sabía muy bien hacia dónde dirigía sus pasos (como si eso hubiese cambiado en los últimos 40 años, por otra parte).
Hablaba al principio de las ficciones, de su poder catárquico, de la contundencia de su memoria. Los relatos nos definen, nos hacen ser lo que somos, y nos dan perspectiva de nuestro pasado para meditar nuestro futuro. Berlanga, en ese sentido, aparte de cronista de excepción, fue un visionario. Es tragicómico, como lo era toda su obra, comprobar que todavía hay un país que se lee entre líneas en aquellas películas. Que en la España del siglo XXI renquean los muchos puntos oscuros con los que Berlanga construyó su particular sainete. Es por esto que, en el centenario de su nacimiento, el cineasta llega al diccionario. Porque, en cierto modo, captó con tal precisión, elegancia y triste belleza las esencias de la piel de toro que es imposible evitar su análisis para comprender de dónde venimos.