Críticas

En tiempo de lobos

Europa

Lars von Trier. Dinamarca, 1991.

EuropaCartelAlemania, 1945. La guerra ha terminado. El país está en ruinas. Millones de desplazados se encuentran lejos de sus hogares y deben vivir entre escombros. La nación fue repartida en cuatro zonas de ocupación, controlada cada una de ellas por Estados Unidos, URSS, Francia y Gran Bretaña. El orden existencial se encontraba desquiciado. La lucha por sobrevivir se imponía, apagando cualquier sentimiento de culpa que pudiera haber surgido por los crímenes cometidos. Las familias deambulaban arrastrando sus pertenencias, los jóvenes merodeaban, se dormía en las estaciones, en las casetas de las huertas, en búnkeres, en pisos abarrotados de parientes, en los bancos de los parques… La suciedad, el desánimo y el hambre imperaba. La corrupción se impuso y el robo y el saqueo se generalizaron para seguir sobreviviendo. Se hablaba de un tiempo de nadie, de un tiempo de lobos en el que el hombre se convirtió en lobo para el hombre.

En ese lugar y en ese momento sitúa Lars von Trier su película Europa. Leo Kessler, un joven norteamericano idealista, de ascendencia alemana, llega al país germánico con la pretensión de ser útil en tales circunstancias. Su tío trabaja en la compañía de ferrocarriles nacional, Zentropa, y le consigue un puesto en la misma como revisor. Se viajaba entonces mucho en vagones de mercancías, pero también circulaban de nuevo trenes de pasajeros. Dada su irregularidad, los pasajeros se agolpaban en las estaciones. Los trenes iban abarrotados, se cancelaban o tenía que detenerse en plena vía por el estado de los raíles. En las estaciones solo subía una parte mínima de los que esperaban. Algunas personas conseguían montarse por fuera, en los estribos, aferrados a las manijas. Curiosamente, la resistencia violenta de nazis fanáticos contra la ocupación fue escasa, aunque existió. Las acciones guerrilleras del movimiento, de la Werwolf (hombre lobo), se dirigieron preponderantemente frente a ciudadanos alemanes hartos de la guerra. El director danés recurre a los movimientos de dicha organización para otorgarle un papel importante en la narración de su obra.

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El filme pertenece a la trilogía europea del realizador, junto a El elemento del crimen (Forbrydelsens element, 1984) y Epidemic (1987). Su objetivo era poner de manifiesto los traumas del continente, a través del seguimiento de un personaje idealista que no contribuye precisamente a resolver los problemas que pretendía combatir. Europa se inicia con una voz en off que introduce al espectador en un estado hipnótico. El actor sueco Max von Sydow, con una declamación profunda, grave y pausada, al tiempo que un tren avanza por las vías en mitad de la noche, nos invita a sumergirnos en un trance, contar hasta diez y aterrizar en Alemania, año 1945. La voz de este narrador se intercalará a lo largo de todo el largometraje adelantando sucesos cuyo acontecer se muestra como inexorable. Entramos de este modo en una especie de pesadilla nocturna en la que los límites de lo real y lo fantasmagórico se difuminan. La influencia de autores como Orson Welles, Carol Reed, Fritz Lang o Charles Laughton se hace patente a lo largo de la película. Lars von Trier nos ahoga en un ambiente negro, opresivo, conspirador, estancado, repleto de perdedores, de supervivientes, de vencedores oportunistas, de víctimas, de seres delirantes incapaces de asumir la derrota. Mientras tanto, nuestro joven e inocente Leo Kessler es utilizado como una marioneta por todas esas fuerzas antagónicas, hasta el desastre final.

El realizador, tal y como él mismo sostuvo con pedantería, amalgama una verdadera obra maestra que destaca por combinar diferentes niveles fílmicos. La detención del tiempo sabe plasmarla con exactitud a través de superposición de imágenes, coloración de determinadas zonas en los planos, movimientos de cámara infinitos… La focalización estalla para fragmentarse en distintas variables dentro del mismo plano, en un carnaval de imágenes expresionistas. Como subrayó Domènec Font, en este largometraje el autor danés aprovecha con tesón para sacar a relucir su carácter desmedido y barroco, para apuntalar su estética del exceso o convertir el filme “en un objeto excéntrico y esencialista”. Leo Kessler, a su pesar, se ve envuelto en un laberinto montado en un tren en marcha que parece no dirigirse a ninguna parte. Leo Kessler, convertido en un falso héroe opaco, extranjero e impotente. Y Nietzsche, actuando como auténtico director de orquesta mientras fuerzas diabólicas llaman a la puerta de la atormentada existencia de Leo Kessler. En realidad, Europa, a través de su narración, de su representación, de sus imágenes, lo que en verdad nos traslada es a un estado mental que se ahoga entre lo real y lo irreal. 

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Uno de los personajes principales de la obra, Max Hartmann, el director de Zentropa, debe pasar por un procedimiento de “desnazificación”. El sospechoso de haber pertenecido o colaborado con los nazis era obligado por las fuerzas de ocupación a probar su inocencia, quedando excluida cualquier absolución por falta de pruebas en contra. Abominable inversión de la carga de la prueba. Con la ayuda de un militar de alto rango del ejército norteamericano, consigue exculparse y demostrar su honorabilidad a través del falso testimonio de un judío. Obtiene así el denominado “certificado Persil”; seguidamente se suicida, en una escena muy potente. Cuando un ser humano resuelve terminar con su vida, únicamente cabe preguntarse las razones que le han empujado a ello. Y muchos de los motivos inciden en la ausencia de esperanza, el sentimiento de haber perdido para siempre aquello sin lo que entiende que no se puede vivir: la salud, la dignidad, la fortuna o la persona amada. Y Max Hartmann, además del desconsuelo, del cataclismo, del naufragio que asola a su país, reventado e invadido por el salvajismo, además de eso, siente vergüenza de su pasado. Y curiosamente, el personaje tiene el mismo nombre que el padre biológico de Lars von Trier, cuya existencia acababa de descubrir y que se desinteresó absolutamente de su hijo. No resulta baladí que en la película el judío que miente está interpretado por el propio realizador.   

La desolación del paisaje inmediato al fin de la guerra en la nación germánica o países ocupados ya fue mostrada en soberbias películas más próximas históricamente, como Alemania, año cero de Roberto Rossellini (Germania, anno zero, 1948) o El tercer hombre de Carol Reed (The Third Man, 1949). En la primera seguíamos los pasos de un niño en la ciudad de Berlín, urbe completamente destruida. En la segunda, nos situamos en una Viena también devastada, dividida en sectores y totalmente corrompida. En Europa, Lars von Trier exhibe su espectacular visión del caos absoluto, del desorden total, del sinsentido, de cataclismo que aniquila la realidad. Un universo en el que el bien y el mal se desdibujan y desdoblan y en el que ya solo cabe la supervivencia o el abandono. Con la destrucción total de todas las referencias anteriores, la crueldad y la memoria o la ausencia de ella terminan estallando en la oscuridad. Ese “horror, horror” que expresó Kurtz con sus últimas palabras en El corazón de las tinieblas, tras haberse dejado llevar por los abismos del alma. Y como única posibilidad, ya solo queda la inercia del movimiento.  

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El realizador danés, desde sus inicios, ha evolucionado partiendo de la narración de historias más o menos complejas hasta tomar conciencia de que todos los lenguajes artísticos, las cuestiones sociales, la realidad y lo imaginado, también las matemáticas o la filosofía pueden ser materia fílmica. Desde su particular código, consigue indagar en las raíces del ser y del existir. Creemos que muy a su pesar, Nietzsche se coronó como uno de los principales puentes para el florecimiento del “espíritu alemán”. Su superhombre  fue utilizado por el régimen de Hitler para poner en práctica el pensamiento totalitario y posibilitar y justificar con ello crímenes atroces. Pero la aventura se terminó y un oscuro y profundo abismo cercó a la civilización resultante, mientras se imponía la voluntad semiinconsciente de restar realidad al genocidio, de irrealizarlo o espectralizarlo. Lars von Trier martillea con su discurso apocalíptico desde el punto de vista de Günther Anders en lo referente a la “regla de la desproporción»: en el mundo tecnificado en el que nos encontramos, cada vez con mayor intensidad, se encuentra el abismo entre lo que somos capaces de hacer y la limitada comprensión de sus consecuencias. Ahí es posible buscar y encontrar alguna de las raíces de “lo monstruoso”. 

Tráiler:

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Ficha técnica:

Europa ,  Dinamarca, 1991.

Dirección: Lars von Trier
Duración: 114 minutos
Guion: Lars von Trier, Niels Vorsel, Tómas Gislason
Producción: Coproducción Dinamarca-España-Suecia-Francia-Suiza-Alemania; Alicéléo, Det Danske Filminstitut, Eurimages, Fund of the Council of Europe, Institut suisse du film, Nordisk Film, La Sofica Sofinergie, Gérard Mital Productions, Svenska Filminstitutet, UGC Images, Fortuna Film
Fotografía: Henning Bendtsen, Jean-Paul Meurisse, Edward Klosinski
Música: Joachim Holbek
Reparto: Jean-Marc Barr, Barbara Sukowa, Udo Kier, Ernst-Hugo Järegård, Erik Mark, Henning Jensen, Jørgen Reenberg, Eddie Constantine, Benny Poulsen, Erno Müller, Lars von Trier, Max von Sydow

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