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Festival de San Sebastián 2024 – Parte 2

Después de los sofisticados y enormes eventos cinematográficos, como Berlín, Cannes y Venecia, en la nomenclatura de más alta graduación entre los festivales de cine más importantes y de mayor repercusión de cuantos se organizan internacionalmente, llega el turno del resplandeciente y acogedor certamen español de San Sebastián. Una cita cinematográfica dirigida con pulso estable y atención máxima por su gestor, José Luis Rebordinos. Todos los cursos hace malabarismos, se retroalimenta, no baja la guardia y propone una competente sección oficial, teniendo en cuenta que sus fechas son las últimas del calendario festivalero. Este esfuerzo se adivina en el aluvión de proyecciones y actos paralelos que continúan repercutiendo a su favor, secundado por la alta cifra de acreditados de prensa e industria.

Una extensa lista de informadores, llegados de cualquier confín del planeta, acuden para asistir a una de las panorámicas más cualificadas y expectantes del tour de certámenes de primera línea. Desde que terminé mi máster de crítica cinematográfica en el aula de EL ESPECTADOR IMAGINARIO no he fallado, desde entonces, como colaborador de la revista en línea a la trayectoria y evolución de una cita que se puede resumir con la palabra indispensable. Años que me han permitido testar, incluso con una pandemia de por medio que dejó una edición de cautela y extrañeza, la evolución de un evento que trata, no sin esfuerzo, de ganar terreno, afianzarse en su categoría A, negociando para incorporar a su programación a realizadores de renombre como invitar a autores en fase de descubrimiento, poseedores de talento o ideas imaginativas.

Como digo, desde hace más de un lustro, el caudal de periodistas de cualquier pelaje ha aumentado exponencialmente, intensificando una actividad que, visto lo visto, no ofrece signos de marchitarse. Junto a los medios más ilustres, cuyas cabeceras pertenecen a la élite de la información, pululan de aquí para allá puñados de reporteros que prestan sus puntos de vista en otros tantos soportes o plataformas, que componen un mosaico que algún día debería ser objeto de estudio y análisis.

En cualquier caso, el festival de cine de San Sebastián no descansa, no afloja, y prosigue su andadura con efervescencia. Su contenido está repleto de atractivo, muchas son las ofertas, en una aleación de contenido más que satisfactorio. Con estos indispensables mimbres y su efecto llamada, que no es otro que el de la fiesta del cine en su extensión más amplia.

Entre el 20 al 28 de septiembre, la bella ciudad y marco incomparable de San Sebastián, uno de los lugares privilegiados y hermosos del norte de España, en la que la naturaleza fue hermosamente benigna con su geografía, se celebró la 72ª edición del festival de cine. Una convocatoria obligada, que concentra una muestra diversa y heterogénea, apuntalada en secciones que llevan décadas funcionando y que son muy queridas por sus asiduos visitantes.

A las secciones inamovibles, como su apartado competitivo, la exitosa Perlas de otros festivales, Horizontes Latinos, Zabaltegui/Tabakalera, etcétera, quería destacar, en su bloque de homenaje, la retrospectiva dedicada al cine policíaco italiano. Este característico subgénero gozó de un ciclo, algo irregular, bautizado como Italia violenta. Para completar este apartado, se editó un voluminoso libro, con encuadernación de lujo y formato muy atractivo, que ayuda, qué duda cabe, a completar una tentativa artística acerca de la justicia y la violencia que tuvo su eclosión a mediados de los años sesenta y, sobre todo, en la década de los setenta.

Otra de las indiscutibles señas de identidad del Zinemaldia (en su alusión en vasco) es uno de sus componentes más vistosos: los premios Donostia. Un galardón que reconoce la carrera e imagen de una figura de la globoesfera del cine, que hace palpitar los aledaños de las sedes del certamen. En la 72ª edición, la actriz australiana Cate Blanchet, el actor Javier Bardem y el cineasta Pedro Almodóvar han sido los nombres elegidos para adornar los destellos glamorosos que toda cita necesita. Junto a ellos, la pléyade de equipos artísticos que viajan al festival, avalando sus trabajos, para desde la calle atraer la curiosidad de la gente de a pie y, luego, una vez en las entrañas del edificio Kursal, una de las sedes del certamen, atender las preguntas de los periodistas en las ruedas de prensa.

La Sección Oficial tuvo un comienzo sensual. El viernes 20, por la mañana, se palpaba un clima arrebatado y ansioso. De excitada ansiedad por el estreno de Emmanuelle (Francia, 2024), de Audrey Diwan, el pase había levantado una rumorología que circulaba por distintos frentes. Espectadores incrédulos de los remakes y críticos inquietos y dispuestos a todo, con la mente abierta, pero atemperada por el efecto coercitivo y globalizador de los nuevos tiempos dominados por la corrección más precavida. Se apagaron las luces, se descorrieron las enormes cortinas que protegen la pantalla del Kursal 1 (capacidad 1800 butacas) y Emmanuelle (Francia) entró en ebullición. El trabajo de la responsable del impresionista El acontecimiento (L’Événement, Francia, 2021), había levantado una enorme expectación. Muchos se preguntaban por qué una realizadora audaz se atrevía a enfrentarse a un desafío, en parte, inesperado, y que no era lógico después del fogonazo de su anterior cinta. Un gesto de provocación o interés por readaptar el sexo a los nuevos tiempos. Diwan coloca el mundo femenino en su centro neurálgico. En este caso, desde el sexo como arma de libertad y asunto propio. Llevando a cabo una reformulación de un irresistible mito erótico de principio de los años setenta, Emmanuelle (Francia, 1974), de Just Jaeckin. Una película icónica, con la actriz Sylvia Kristel como reclamo, que incorporó un estilo de vida donde el placer era su máxima meta. Ahora, la nueva Emmanuelle, a la que da vida la intérprete Noemi Merlant, viaja hasta Hong Kong en un ambiente empresarial y acomete funciones de ejecutiva en el entorno de los hoteles de lujo. Aquí disfrutará de la satisfacción sensual del lugar, a la vez que defenderá las capacidades gestoras de una amiga (Noemi Wats) cuestionada en su trabajo. Un relato actual, filmado con esmero y elegancia, pero es posible que su efecto se diluya por falta de carisma.

Entre los directores consagrados y habituales de los grandes certámenes, dos firmas acapararon la lógica atención. Por una parte, el francés de origen griego, Costa-Gavras, incidió en uno de los vértices que más se propusieron en la zona competitiva, la muerte. Su película Le Dernier souffle (Francia, 2024) aborda, desde un punto de vista amplio, la importancia de los servicios sanitarios de tratamientos paliativos como una actividad de mucha trascendencia para ayudar a morir a los pacientes terminales con una calidad humanitaria de profundo calado. El autor de Z (1969) ofrece una visión global, exponiendo varios casos, utilizando la interacción entre un médico jefe de los servicios paliativos y un filósofo librepensador y humanista, que a través de su recorrido entre enfermos desahuciados, ofrecen una panorámica amplia de un tránsito inevitable. Un corpus temático incómodo y rasposo, resuelto con un toque sereno, donde se apuesta por la voluntad el paciente, incluso si este pide la eutanasia.

El veterano realizador Mike Leigh, muy débil por su avanzada edad, viajó hasta San Sebastián con su nuevo drama costumbrista Mi única familia (Hard Truths, Reino Unido, 2024) para dibujar un retrato de una unidad familiar desde un ángulo poco halagüeño y amargo. De estructura circular (empieza y termina de la misma manera), Leigh araña con su desencanto y desilusión. Con sólida fotografía en tonos cálidos del maestro y habitual colaborador del cineasta británico, Dick Pope, el anciano realizador vislumbra un panorama desalentador y opaco. La columna vertebral de este espinoso y feroz dibujo sin distorsión radica en la fuerza arrolladora de su intérprete principal, la actriz Mariane Jean-Baptiste, una sufrida ama de casa, verborreica, insolente, atrevida, cínica y puñetera, agobiada por su malestar con su marido e hijo, expresa todo su descontento en constantes broncas con su gente más cercana. Una película sólida, con un guion escrito con rabia, que habla de la frustración y el desencanto. Un título más que interesante.

La plaga del cáncer y sus nefastas consecuencias se tratan también en la producción china Bound in Heaven (2024), escrita y dirigida por Xin Huo. Otro drama en clave romántica de aliento desesperado y trágico. Está pautado a través de un largo flashback que parte en 2010 y en Shangai para seguir la huida de una pareja de amantes a través de varias ciudades y del tiempo, matizado por la dolencia incurable del personaje masculino. La película tiene un inicio violento que denuncia la agresividad del marido de la protagonista, que se cree en el derecho de emplear su posición de poder por considerar que su mujer ha conquistado reputación en el ámbito de las inversiones gracias a su apoyo. La chica, cansada de recibir palizas, se enamora de un revendedor y huyen en un viaje lleno de cariño y dulzura. Dos seres de origen y culturas diferentes, que encuentran un extraño equilibrio emocional, mientras los días se agotan para él. Es un largometraje muy hermoso, delicado, con instantes sublimes y rematado con una escena brillante. Entre los asuntos tratados, se interesa por dejar constancia del auge del capitalismo como motor de su economía y el contraste, aunque apenas anotado, de la ciudad, en todo su esplendor e imparable ebullición, y el campo, con su viejo estilo de vida con una rutina rural anclada en el siglo pasado. Una producción a tener en cuenta por su cohesión formal, su técnica narrativa y su aspecto visual. Sin dejar de lado la valiente decisión de la protagonistas de abandonar su elevado estado de confort para abrazar un modo de vida lejos de la sofisticación y el lujo.

Desde su pase de prensa, Los destellos (España, 2024), de Pilar Palomero, gozó de buena crítica y efusivos halagos. Y no es para menos. Intenso drama acerca del recurrente tema de la muerte sobre una mujer divorciada, Isabel (Patricia López Arnaiz), que es advertida de que su exmarido, Ramón (Antonio de la Torre) está en las últimas. Ella mantiene una distancia afectiva más que prudencial sobre la persona de su exesposo. Pero la insistencia, aplomo y cariño de la hija en común, Madalen (Marina Guerola), permite que el pasado quede en un segundo plano y sea el presente el que imponga la ley. Ramón es un hombre en sus últimos días. Al final de su existencia, coinciden con un singular cambio de ánimo. Su buen y carismático talante se deja notar y el tránsito hacia el limbo se articula de una manera llena de emotividad a ras de suelo. La responsable de títulos como Las niñas (España, 2020) y La maternidad (España, 2022) impregna su registro estético de un tono agridulce, haciendo hincapié de sugerentes variantes psicológicas y morales planteadas que demuestran el grado de madurez y altura que está alcanzado el trazado de su cine.

La coproducción The End (2024), de Joshua Oppenheimer, es una ostentosa obra de anticipación con registro de película de catástrofes, que habla del destrozo de la Tierra. El orden mundial ha colapsado y los únicos supervivientes están refugiados en una antigua mina de sal, donde han construido un búnker. Tilda Swinton y Michael Shannon son un matrimonio con un hijo, George MacKay, que junto a tres figuras más subsisten gracias a un sistema de autoabastecimiento. La incorporación de un séptimo personaje, joven, fémina y de raza negra, introducirá aspectos para ellos inusitados, abriendo la convivencia a nuevos sentimientos a favor y en contra. Pero la gran particularidad de este kilométrico largometraje, de estilo clásico, es su clave musical. Un ejercicio de mucha osadía que homenajea los musicales de Broadway y utiliza los números musicales y las canciones para hacer progresar las contradictorias sensaciones de los personajes. La limpieza de su imagen, la noción de relato de otro tiempo, su partitura musical y la armonía de su premisa quedan en una tierra de nadie, entre la ambición de la puesta en escena y su discurso equidistante y aburrido.

La farsa sobre una mentira construida sin ningún rubor profesional y con una ética periodística de derribo inspira la alucinada y fumada sátira argentina El hombre que amaba los platos voladores (2024), una comedia bufa basada en eventos reales que escribe y dirige Diego Lerman. El alma máter y epicentro del relato es el actor Leonardo Sbaraglia, que da vida, con un aire socarrón al reportero José de Zar, una estrella de la televisión argentina de los años 80, que se encuentra con una extraña y absurda historia sobre la presencia de alienígenas en una región remota, que readapta a su antojo hasta convertirla en una serie de reportajes que alcanzaron la cima en cuanto a audiencia. José se reconvierte en Charles Tatum, aquel tramposo, desalmado y cínico periodista de El gran carnaval (Ace in the Hole, EUA, 1951) y monta su propio espectáculo manipulado para atrapar a los televidentes que quedan hipnotizados. Esta comedia negra, turbadora y algo subversiva, narrada en clave metafórica, habla de la irresponsabilidad, la falta de ética y lo fácil que es armar un bulo, aunque sea tronado, para idiotizar a la opinión pública. Como si Gabriel Lerman quisiera reseñar la inconsciencia de su país y el alto grado de chanchullos, embustes y falsedades para destruir al gran perjudicado, la verdad.

Toda película que lleva en su título la palabra last nos transporta inevitablemente (aunque no siempre) al ocaso y al fracaso. A los sueños rotos y las esperanzas al sumidero. De estas cosas se habla y mucho en The Last Showgirl (EUA, 2024), de Gia Coppola. Un amargo y desalentador relato sobre el obligado retiro y declive de una bailarina encarnada por la intérprete estadounidense Pamela Anderson. La actriz y efecto llamada de la popular serie televisiva Los vigilantes de la playa, sin ningún tipo de miedo escénico y alejada de cualquier prejuicio acerca de su físico actual, acomete un arriesgado papel sobre una mujer en el más absoluto declive. Una interpretación, llena de fuego, pasión y realidad, le va a suponer un empujón en un mapa artístico, donde se premia y reconoce el talento, pero también la osadía. Anderson encarna a una cabaretera que lleva efectuando el mismo número musical más de media vida en el mismo casino de Las Vegas. El anuncio de la suspensión definitiva del espectáculo para dar entrada a los nuevos contenidos, con chicas más jóvenes y atractivas, la arrastra a reflexionar sobre el paso del tiempo y sobre la absoluta ausencia de respeto y delicadeza cuando te llega el momento de considerarte un objeto obsoleto. La cara triste y desoladora de las bambalinas de Las Vegas queda reflejada con descorazonadora sustancia en esta cara fea sobre la aflicción. Por cierto, en un papel secundario pero muy incontestable, ruge como una leona Jamie Lee Curtis, marcándose un baile erótico que si no es lo mejor del filme, se le acerca bastante.

El pasado del director del festival de cine de San Sebastián, José Luis Rebordinos, como pilar fundamental de la organización de la Semana de Terror de Donostia hace inclinar su potestad, de vez en cuando, a permitir la entrada en la zona de concurso a propuestas que se mueven entre el terror y el fantástico. El llanto (2024) es una coproducción de Pedro Martín-Calero. En el guion, la firma del propio realizador se ve ayudada y potenciada por la imaginación de Isabel Peña. Estructura no lineal y su acción se desarrolla entre Madrid y Buenos Aires. Tres chicas jóvenes, a través de los dispositivos que se manejan en la época, advierten en sus grabaciones la presencia de un ente amenazador y asesino. Una intriga cuya premisa de horror salta su registro convencional para forjar un relato muy actualizado acerca de la violencia de género. Una película pergeñada con ideas y matices que intenta evadirse de los cauces más trillados y fallidos del género.

Sin duda, y la dejo para el final de esta entusiasta y animosa cobertura, hago hincapié en el título que me ha robado el corazón y acaparado toda mi atención. Se trata de la película de no ficción Tardes de soledad (España, 2024), un majestuoso y sorprendente trabajo del cineasta catalán Albert Serra. Director personal, autor a contracorriente, hombre polémico, artísticamente controvertido, creador singular y artífice de rebeldes e iconoclastas obras. Su materia fílmica y licencias narrativas lo lleva a forjar estilizaciones muchas veces al límite. El reto de Tardes de soledad, en una sentida y provocativa apología de la tauromaquia, sumida en debate conflictivo en España, lo lleva a situarnos en el epicentro de las corridas de toros, utilizando la emergente figura del matador peruano Andrés Roca Rey como instrumento leal y agresivo del arte del toreo. Empleando varias cámaras situadas estratégicamente entre la arena, donde se enfrenta el hombre contra el animal, y el espacio del burladero, el espectador asiste, en un juego visual de factura impecable, al peligro al que se enfrenta el torero como a la agonía del morlaco en su trance a la muerte. Variedad de planos cercanos, que cierran al animal y al hombre, lo único que vemos es al torero en su ritual, al toro en sus embestidas, a la cuadrilla de Andrés Roca, y nunca al público que asiste al espectáculo. Un documental que seguro dará qué hablar pero el que escribe estas líneas, antitaurino convencido, ha quedado prendado de la magia de las imágenes de Albert Serra.

La sección oficial a concurso se clausuró con el pase de la película Vivir el momento (We Live in Time, Reino Unido, 2024), de John Crowley. Interpretada por dos pesos pesados, Florence Pugh y Andrew Garfield, es otra propuesta que se une a la larga lista de títulos que hablan de la metástasis y la proximidad de la muerte y como el afectado/a encara el fin de sus días en los profesional y familiar. Su estructura no lineal y acción desordenada le aporta el plus necesario para no caer en la vacuidad sosa y apolillada.

Bien, después de la tempestad sobreviene la calma. Han sido nueve intensos y extenuantes días en San Sebastián. La suma total de películas visionadas alcanza la cifra de 40. Durante el certamen se proyectaron más de 190 largometrajes de toda índole formal y temática. Llega el momento de reflexionar, aclarar ideas, ordenar matices y despejar las dudas. Algunas obras, de penetrante raíz, dejan una huella imborrable, que se hace eco expansivo y la réplica de sus imágenes y planteamientos retornan a uno, aporreando mi corazón cinéfilo. Esas, las que golpean y no te abandonan finalizado el carrusel en forma de montaña rusa son las que considero perennes. Una edición más, me llevo un pequeño puñado de grandes obras que ya llegará el momento de extenderme sobre ellas y escribir por qué, en medio del fuego cruzado de un festival, llegaron para quedarse.

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