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François Truffaut en Cahiers du Cinéma
Alrededor de la redacción de la revista de información cinematográfica Cahiers du Cinema se arremolinó una serie de nombres que primero ejercieron una innovadora labor periodística como críticos de cine y, más tarde, algunos de ellos se convirtieron en creadores visuales. Cineastas que alumbraron un movimiento de significativa trascendencia e influencia y crearon obras personales de un gran calado. Son conocidos y reconocidos por una amplia legión de cinéfilos que llegaron a idolatrarlos y a comulgar con sus postulados. De aquella pequeña y mal iluminada sala en la que se pergeñaban afilados artículos y reseñas de películas, transitaron figuras de la talla de Jacques Rivette, Claude Chabrol, Jean-Luc Godard y Eric Rohmer, entre otros. Escritores, primero, y luego, directores. Con sus textos dejaron no solo una huella perdurable, sino un estilo, una mirada y un compromiso hacia el séptimo arte que todavía se recuerda. Enfocados desde posturas, puntos de vista y observaciones formales y estéticas, revolucionaron y dieron prestigio al oficio de informador cinematográfico.
Nadie duda a estas alturas de la repercusión y sello narrativo que los directores nombrados han legado a la Historia del Cine. En cualquier manual o libro que aborde la cronología de los movimientos más impactantes que se han desarrollado desde el nacimiento del cinematógrafo, la Nouvelle Vague empuja un aura especial, además de erigirse como una de las más populares. Sus artífices, en abierta oposición a los estilemas de sus predecesores, ajustaron conceptos visuales que, sin pretenderlo de manera categórica, crearon una especie de escuela muy aplaudida por quienes más tarde llegaron a la profesión con el mismo ímpetu que mostraron quienes primero fueron redactores de Cahiers du Cinema.
Sin embargo, de aquella tropa entusiasta y con criterios novedosos que engancharon con facilidad a su masa de lectores, hay un nombre que de manera involuntaria se impuso a los demás, François Truffaut. El joven Truffaut, apasionado, enfebrecido por las historias plasmadas en celuloide, llegó, entró y venció. Su aparición fue como la de dejar suelto un elefante en una cacharrería. Pronto sus textos se convirtieron en objeto de debate y atrajo la admiración de sus incondicionales. Fraguó una imagen de contumaz polemista y no reculó a la hora de describir a los culpables de la inmovilidad del cine francés de la época. Sea como fuere, su personalidad fue arrolladora, atacó con su mejor arma, la palabra, unido a su carisma y cierta chulería, y conquistó a su público. Lo mismo ocurrió cuando abandonó la sala de prensa para dar el paso definitivo y valiente y colocarse detrás de una cámara. Nació un realizador que tampoco pasó inadvertido. A pesar de que sus compañeros también habían decido ser cineastas y filmaron grandes y hermosos títulos, de alguna forma no pretendida, los eclipsó. No como autores, por supuesto, pero sí como buque insignia y portavoz de la Nouvelle Vague. Quiero decir con esto que cuando se habla o se cita esta corriente por los profanos en la materia, el nombre al que siempre aluden y que nunca olvidan es el de François Truffaut. Incluso más de uno recitaría varias producciones de su filmografía, mientras que la retahíla de títulos de los colegas del autor de Los cuatrocientos golpes (1959) tendrían que estrujarse la memoria para no quedarse en blanco.
¿Cómo llegó Truffaut a la prestigiosa revista Cahiers du Cinema? Los famosos y eruditos cuadernos de cine vieron la luz en abril de 1951, gracias al entusiasmo y vocación de tres hombres clave, Jacques Doniol-Valcroze, Joseph-Marie Lo Duca y André Bazin. ¿Qué hacía por aquel tiempo el joven Truffaut? Estaba casado con Liliane Litvin y se había alistado en el ejército, sin tener una inclinación militar exacta. Una excusa para tener techo y comida y amortiguar la depresión que le asolaba por no tener las ideas claras y carecer de un empleo remunerado para defenderse y salir adelante en la vida. Una de las personas que le ayudaron a combatir su frustración y contradicciones, fue André Bazin, por aquel entonces una persona culta y muy aficionada al cine y a los libros. El confinamiento castrense no le reportó la tranquilidad perseguida. En esto se asemeja a la trayectoria que mantuvo el escritor norteamericano Edgar Allan Poe, cuyos desafectos y penurias causadas por el desprecio de su padastro le empujaron a matricularse en la Academia de West Point. Truffaut se cansó pronto de las estrictas condiciones marciales. La situación de soldado se le estaba haciendo insoportable y su resilente estado estaba llegando al límite. Desertó y gracias a Bazin y a su selecto círculo de amistades logró salir de la institución militar degradado y sin honores, una especie de oprobio, pero sin que su caso pasara a una jurisdicción militar más severa. El 20 de febrero de 1952, el muchacho salió a la calle, anduvo hasta la estación de ferrocarril, cogió un tren y se dirigió a París, con la intención de empezar una nueva etapa. ¿Cuál?
No más apearse del convoy, sus pies se movieron hacia Bry-sur-Marne, donde su ubicaba el apartamento abuhardillado de los Bazin, André y Janine. La intención del inquieto pero desnortado muchacho fue encontrar un trabajo, ganar dinero y labrarse un porvenir. Mientras esto no salía, Bazin no solo le da cobijo, sino que le ofrece toda su biblioteca para que se empape de novelas. Truffaut lee con devoción y devora libros sin descanso. De vez en cuando, André y François viajan al centro de París con la intención de ver varias películas. El cine es una de sus soluciones y salidas posibles. Aunque coquetea con diversas posibilidades, al fin se decanta por dedicarse al periodismo parisino y trata de buscar padrinos o amigos que le puedan echar una mano. No consigue entrar en L’Express, pese a tener una conocida en el consejo de redacción, Françoise Giroud. Pese al revés, no baja la guardia y se postula a escribir temas de cine a principios de 1953 en Cinémonde. Con algo de dinero en el bolsillo, se siente afortunado y una mueca de felicidad se dibuja en su rostro.
A pesar de los bandazos y del estatus algo errático, no se desvanece la idea de ingresar en Cahiers du Cinema. Para ganar adeptos y encauzar su candidatura con algo de bagaje, a finales de 1952, entrega a su mentor y protector, André Bazin, treinta folios de un extenso artículo bautizado como «El tiempo del desprecio, apuntes sobre cierta tendencia del cine francés». Un incisivo pero algo desordenado informe/tesis sobre los grandes defectos y desperfectos del cine aburguesado que se rodaba en el país galo. Bazin quedó boquiabierto por la firme tenacidad y los análisis controvertidos de su alumno aventajado, y el maestro le aconsejó que madurara su escrito y puliera las aristas. Que contuviera un poco la virulencia de su alegato, que frenara su animosidad. Arremetía sin tapujos contra realizadores y guionistas por la tonta falsedad con la que presentaban sus propuestas dramáticas, de una tradición decadente, bajo la etiqueta de “cine de calidad”.
Bazin, consciente de que esa larga requisitoria muy hinchada de citas, ejemplos y ataques personales es muy incendiaria, es impublicable, le aconseja que se entretenga escribiendo reseñas de las películas que visiona, mientras le da una vuelta a su contundente manifiesto. De esta manera, y siguiendo las directrices de su consultor, inicia su colaboración con la revista. Su primer artículo que aparece publicado acomete la crítica del largometraje Sudden Fear (1952), una cinta dirigida por David Miller, que pasa inadvertida. Sin embargo, el joven crítico descubre una producción de bajo presupuesto y filmada con honestidad, con intérpretes de prestigio, como Joan Crawford, Jack Palace y Gloria Grahame. Este flechazo, pese a su modestia de planteamientos, le orienta a prestar atención al cine de serie B. Pronto su energía y entusiasmo los dedica, con garra e ilusión desbordante e, incluso, desafiante, a ponderar los trabajos firmados por Richard Fleischer, Tay Garnet, Allan Dawn, etcétera, haciendo observaciones muy detalladas de sus virtudes, sobre todo en el plano artístico y fiabilidad narrativa, en ocasiones, superior y de mejor trazo que obras entronizadas sin una clara justificación.
François Truffaut, ya asentado en Cahiers du Cinema, escribe con regularidad y jalona su trayectoria inventándose pseudónimos, además de su nombre, para abarcar un amplio espectro de tonos. Así, para el camuflaje de François de Monferrand, nace un conjunto de textos barnizados con chistosos vocablos, que los alterna con otro alias, Robert Lachenay, inventado para deslizar términos más atrevidos, sensuales y rompedores, como por ejemplo comentar, no sin ardor fetichista, la conveniencia de la ropa interior de Marilyn Monroe.
En cualquier caso, utilizando uno u otro sello de identidad, no puede desprenderse de su ánimo provocador y un estilo jactancioso y descarado. La culminación de todo este proceso de formación y fulgurante veteranía es la publicación, por fin, en enero de 1954, tras ser retocado, de su extenso análisis, bajo el definitivo título de «Una tendencia del cine francés». El escrito no había perdido nada de munición y sus hojas dejaban ver un visceral ataque al cine francés, en general, y a determinados nombres, en particular. Bazin y Doniol-Valcroze se armaron de valor, lo imprimieron, a la vez que salieron a los kioscos de prensa con una editorial justificando la arenga de Truffaut, al mismo tiempo que atemperaban, con mucha elegancia, su estallido con el posicionamiento de la revista de matizar su polémica, aunque consideraban que existía una convergencia con sus postulados.
Ni qué decir tiene que la difusión de la discutida reflexión soliviantó a muchos profesionales del gremio, incluidos los del cine, a los que escoció su beligerante ataque. A Cahiers du Cinema y a Truffaut les llovieron reproches y todo tipo de epítetos. Desde traidores a colonizados. También es verdad que no todo fueron advertencias, amenazas e insultos, sino que hubo plumas afiladas de otros medios que invitaron al inmunizado Truffaut a colaborar en sus medios de comunicación.
Una situación controvertida que, más que castigarle, le dio alas y hegemonía, convirtiéndose en gurú y permitiendo la entrada en Cahiers a otros críticos de cine que se incorporaron a la redacción, como Jean-Luc Godard, Jacques Rivette y Claude Chabrol. Convertidos en una especie de “Grupo salvaje” denominados los “jóvenes turcos”. Su fogoso temperamento y actitud para el mando significó su total asentamiento en la revista, controlando muchos aspectos de su edición y activando su poder de persuasión. Entendía quién era el periodista más apropiado para encarar determinada película. Su dominio en la redacción se hizo patente y, además, su versatilidad y sacrificio en el trabajo le granjearon una popularidad que no pasó inadvertida y conquistó, con una mordacidad muy traviesa, el ámbito cultural de París.
Se convirtió en un insustituible guía. Redactó críticas de tres y cuatro folios. Abandonó las teorías, campo de reflexión que dejó para sus doctos camaradas, y advirtió la importancia de la entrevista como eje capital para adentrarse en los vericuetos de la creación artística y visual de sus directores preferidos. Consagró siete años a la crítica cinematográfica. Tarea que le reportó un carisma y notoriedad inigualables. Pese al talento y autoridad reflexiva de sus colegas de equipo, su autodidacta y gamberro estilo es el que prevaleció y robó el corazón de los lectores. Su nombre y su figura es la que se recuerda con más cariño. Su tumba, en un cementerio de París, es una de las más visitadas y objeto de ofrendas y fetiches relacionados con la impronta que dejó. Sus artículos se han publicado en varios tomos. Como cineasta, sus trabajos han influido notoriamente en otros realizadores, y su estampa es objeto de culto y admiración por el universo cinematográfico.