Investigamos
Inca Garcilaso de la Vega, un hombre de dos mundos
Y como aquel paraje donde esto sucedió acertase a ser término de la tierra que los Reyes Incas tenían por aquella parte conquistada y sujeta a su Imperio, llamaron después Perú a todo lo que hay desde allí, que es el paraje de Quito hasta los Charcas, que fue lo más principal que ellos señorearon, y son más de setecientas leguas de largo, aunque su Imperio pasaba hasta Chile, que son otras quinientas leguas más adelante y es otro muy rico y fertilísimo reino.
Inca Garcilaso: Comentarios Reales
Álvar Núñez Cabeza de Vaca (Naufragios y Comentarios), Fray Bartolomé de las Casas (Brevísima relación de la destrucción de las Indias) y Pedro Cieza de León (Crónica del Perú) son algunos de los cronistas que acompañaron la gesta colonizadora de mediados del siglo dieciséis. Todos ellos, con una mirada extranjera se admiraban ante las costumbres “salvajes” de los habitantes del Nuevo Continente y solían describir, a veces en forma de denuncia, el tratamiento que los indígenas, a quienes habían venido a “civilizar” por medio del Evangelio, recibían. Pero para acercarse a ese terreno virgen que era América, para asentarse en las cumbres montañosas o en el tranquilo lago más alto del mundo, para adentrarse en sus creencias basadas en el dios Sol y en la diosa Luna, para acceder a sus costumbres y, sí, a su civilización, hay que acudir a un mestizo, hijo del capitán español Garcilaso de la Vega y de la princesa incaica Chimpu Ocllo. Me refiero al Inca Garcilaso, nacido el 12 de abril de 1539, como lo afirma a lo largo de su obra cumbre, Comentarios Reales.
Garcilaso nació en el Perú de Francisco Pizarro, vivió su infancia y adolescencia en Cuzco, y fue al colegio junto a los hijos mestizos del conquistador. No sólo vivió la colonización, sino también fue contemporáneo de las guerras civiles entre los conquistadores. Él prefería refugiarse en el universo materno, donde aprendió la lengua quechua y a contar con los quipus incaicos. Los relatos de la familia de su madre sobre su pueblo le permitían añorar, sin haberlos vivido, aquellos tiempos de esplendor incaico en la época de su ocaso.
Los relatos incaicos pertenecían a su infancia, pero su futuro estaba diseñado por las costumbres paternas. Una vez sosegadas las huestes españolas en territorio del Altiplano, el joven de 21 años viajó a España, como mandaba el testamento de su difunto padre, a estudiar la carrera militar, obteniendo el grado de Capitán, con el cual participó de la guerra contra los moros de Granada. Sin embargo, quizá por su condición de mestizo, que le atraía el menosprecio de sus camaradas y subalternos, dejó las armas y tomó la pluma, dedicándose al estudio de escritores clásicos. La gran tarea que se propuso en España fue lograr el reconocimiento al valor de su padre y a su ascendencia real incaica. Ambos le fueron negados, alegando una historia escrita donde no había razón para reconocerlos. Decidido a volver a su tierra, se interpusieron varios hechos que lo impidieron: su padre falleció y no le dejó más heredad que permanecer en España criando unos pocos caballos; en Perú, los incas eran diezmados y sometidos luego de la salvaje ejecución de Túpac Amaru; su calidad de mestizo le impedía recibir encomiendas de herencia y títulos oficiales en Perú. Finalmente, el golpe de gracia fue la muerte de su madre. Instalado en Montilla (Córdoba, España), en un ambiente rural que le recordaba los años de su niñez, se dedicó a la lectura y a la cría de caballos.
Se inició en la escritura traduciendo del italiano al español Diálogos de Amor, de León Hebreo, donde se inspiró para escribir su propia obra, pues encontró allí un modelo de simbiosis que le serviría para integrar los dos mundos en los que había nacido: el incaico y el español, como si fueran dos caras de la misma moneda: el universo mágico y autóctono de la civilización incaica y el mundo concreto y ambicioso de la colonización española. Instalado en Córdoba, emprendió su empresa literaria, que era ambiciosa y casi imposible de ser llevada a cabo. Se enfocó en revisar las Lamentaciones de Job, un drama galante al que esperaba devolver su sentido espiritual. Poco tiempo después lo dejó de lado para encarar la crónica de la expedición de Hernando de Soto, que tituló La Florida del Inca (1596), y que se basó en los relatos del viejo soldado Gonzalo Silvestre, participante de la gesta colonizadora. La urgencia de Garcilaso por retener los recuerdos del relator, antes de que la muerte llegase a alguno de los dos, fue verdaderamente inspiradora. El resultado es una historia clásica animada con visos novelescos, donde se relatan descubrimientos, naufragios, pérdidas y reencuentros en paisajes naturales, cuyos accidentes subrayan los infortunios de sus protagonistas. Se trata de una historia de aventuras, al estilo de las novelas de caballería, donde se narra el rigor de las luchas, el descanso de la guerra y el galanteo entre valientes soldados y hermosas damas. Su prosa es el resultado de largas horas de lectura y del regodeo por un mundo que expira y otro que se instala. La Florida del Inca lo prepara para encarar su máxima proeza: los Comentarios Reales (1609).
El mundo perdido
El Inca Manco Cápac, yendo poblando sus pueblos juntamente con enseñar a cultivar la tierra a sus vasallos y labrar las casas y sacar acequias y hacer las demás cosas necesarias para la vida humana, les iba instruyendo en la urbanidad, compañía y hermandad que unos a otros se debían hacer, conforme a lo que la razón y ley natural les enseñaba, persuadiéndoles con mucha eficacia que, para que entre ellos hubiese perpetua paz y concordia y no naciesen enojos y pasiones, hiciesen con todos los que quisieran que todos hicieran con ellos, porque no se permitía querer una ley para sí y otra para los otros.
Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios Reales
En los veinte años que el Inca vivió en Perú, se nutrió de las leyendas y costumbres que le narraban sus parientes indígenas, mientras vivía en tiempo presente la caída del imperio incaico y la supremacía del español. Orgulloso de su raza, Garcilaso supo hacer coexistir los dos mundos que habitan su existencia: la vida cotidiana de los incas y el fragor de la batalla española. No reniega de ninguno de los dos. Por el contrario, narra con orgullo el origen del Perú, según sus ancestros, las costumbres avanzadas para una civilización que se tenía por salvaje y el alcance del amplio imperio incaico, que tenía su base en el “ombligo” del mundo, el Cuzco. Pero también legitima la imposición española de la evangelización. Los rasgos autobiográficos nos retrotraen a la época en que él vivió en Perú. Las costumbres incaicas nos permiten acercarnos a un mundo idealizado, en el cual tiene lugar el linaje del que se siente orgulloso. La aparición del español no es vista como la de un extraño, sino como portador de la iluminación religiosa. No hay en su prosa lo que destila, por ejemplo, Facundo (Domingo F. Sarmiento) o Doña Bárbara (Rómulo Gallegos), que oponen la civilización a la barbarie. Por el contrario, Garcilaso describe una alta civilización incaica que debe ser superada con la evangelización que proponen los colonizadores españoles. En teoría, para el autor, sería lo ideal. Sin embargo, en la publicación del resto de la obra después de su muerte, llega a otra conclusión. Si bien la empresa de la colonización fue una gesta épica y la evangelización sería la cumbre del imperio incaico, la ambición de los españoles provocó una serie de guerras civiles que terminaron destruyendo un mundo inca institucionalizado e imponiendo leyes nocivas tanto para la cultura incaica como para los soldados que habían emprendido una empresa allende los mares.
La prosa del Inca abunda en recursos literarios propios de la epopeya y de la tragedia. Aunque su mirada es esperanzadora (no olvidemos que es contemporáneo a los hechos que relata), asiste al desmantelamiento de una cultura sabia, que tenía una religión que daba cuenta de la creación del pueblo inca y que se regía por leyes en las que imperaba el respeto por el prójimo y las pautas que debían regir la sociedad. Nada fácil de alcanzar.
El Príncipe de la Libertad
Avísote, rey español, que cumple haya toda justicia y rectitud para tan buenos vasallos como en esta tierra tienes, aunque yo, por no poder sufrir más las crueldades que usan estos tus oidores, visorrey y gobernadores, he salido de hecho con mis compañeros (cuyos nombres después diré) de tu obediencia, y desnaturándonos de nuestras tierras, que es España, para hacerte en estas partes la más cruel guerra que nuestras fuerzas pudieren sustentar y sufrir (…). Y mira, rey y señor, que no puedes llevar con título de rey justo ningún interés destas partes, donde no aventuraste nada, sin que primero los que en ella han trabajado y sudado sean gratificados (…).
Carta de Lope de Aguirre al rey de España Felipe II
Hace cuatrocientos años que el Inca Garcilaso dejó esta existencia. Vivió 77 años, pero los veinte que pasó en el Perú lo marcaron a fuego. El cine apenas tiene existencia desde hace ciento veinte años, y nunca se nutrió de la riqueza con que Garcilaso recrea la civilización incaica, prefiriendo centrarse únicamente en los pormenores de la colonización y el “salvajismo” de los seres que habitaban América. En general, los indígenas han sido tomados como un colectivo que actúa como peligrosa y brutal amenaza, de la misma manera que el cine occidental trata la guerra, convirtiendo al enemigo en una masa anónima y salvaje. Pero el personaje de Aguirre, que puede extraerse de las crónicas de Garcilaso, ha sido retomado en la literatura por Miguel Otero Silva en Lope de Aguirre, el príncipe de la libertad (1979), y por Werner Herzog en el cine, con Aguirre, la ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972). Ambos retratan a un hombre apasionado por el amor negado de doña Inés, la mujer de Urzúa, a quien él ha asesinado, y por el cariño enfermizo hacia su hija adolescente, Elvira, quien encuentra la muerte de la mano de su padre, que prefiere matarla antes que entregarla a los traidores enemigos que terminarán con su existencia en Barquisimeto.
Más allá de las costumbres incas y españolas, hay una etapa sanguinaria en la conquista que se debe a las guerras civiles que se establecieron entre los conquistadores. Unos, ávidos de poder; los otros, del tesoro que escondía el Nuevo Continente. En esas luchas murió Francisco Pizarro y se erigió un antihéroe al que muchos denominaron “príncipe de la libertad”. Lope de Aguirre salió de Cuzco con sus soldados y recorrió el río Marañón (Amazonas), en busca de El Dorado. Su epopeya lo muestra atravesando la selva hasta llegar a la desembocadura del Orinoco en el Mar Caribe y asentarse en la Isla Margarita. Desde allí partiría nuevamente hacia el Continente, por Barquisimeto, para emprender el retorno al Perú, donde consideraba estaba la verdadera fuente de riqueza.
La travesía comenzó en Cuzco bajo el mando de Pedro de Urzúa, que fue asesinado por sus hombres, por desoírlos en su deseo de volver a Perú. Es entonces cuando Lope de Aguirre decide escribirle al rey Felipe II, explicando los motivos de su rebelión y firmando como “Lope de Aguirre, traidor”. Urzúa fue sucedido por un joven ambicioso, Fernando de Guzmán, que correrá la misma suerte de su antecesor. El grupo de españoles estaba dividido y no faltaban los traidores que planeaban la muerte del “Loco Aguirre”, quien le había escrito una nueva carta a su rey para desconocer su autoridad, en lo que se considera el primer grito de independencia en territorio americano.
Aquel héroe maldito, de aspecto desagradable, cojo, feo, bajo y feroz, considerado un hereje por habérsele plantado al rey y transgresor por desconocer su autoridad, además de acusarlo como insaciable con el derramamiento de sangre de sus enviados y el maltrato que sus gobernadores propinaban a los indígenas, armó un ejército de marañones, miserables, indios y negros sometidos, para pasar a la clandestinidad. Como soldado, no era un político con un proyecto que imponer, sino un hombre de acción con la meta de volver a Perú, donde se encontraba el tesoro tan anhelado por los conquistadores. Cobrarse lo que le correspondía era la justicia que pretendía, tanto para él como para sus hombres, que luchaban y perdían la vida, mientras el rey descansaba en su trono.
Werner Herzog eligió a Klaus Kinski para el protagónico de su hazaña amazónica. El actor que se convertirá en su fetiche a partir de Aguirre…, aceptó “única y exclusivamente por Perú. No sé ni dónde está exactamente. En alguna parte de Sudamérica, entre el Pacífico, los desiertos, los glaciares y la selva virgen más gigantesca de la Tierra. El guion es de una primitividad analfabeta. Y en ello radican sus posibilidades. En él, la selva virgen arde como algo que se contagia con sólo mirarlo. Un virus que se inocula a través de los ojos y pasa por las venas. Siento como si conociera de otra vida ese país de mágico nombre”. Y compone el Lope de Aguirre más increíble que hayamos recreado en nuestro imaginario. Porque el Aguirre contrahecho, el feroz colonizador, el apasionado y vehemente marañón es una creación de la mente atribulada y frenética de Kinski: “Le digo a Herzog que Aguirre tiene que ser un tullido, porque no tiene que parecer que su poder procede de su físico. Tendré una joroba. Mi brazo derecho será demasiado largo, como el brazo de un mono. El izquierdo en cambio, será demasiado corto, de manera que tenga que llevar sujeta a la parte derecha del pecho -soy zurdo- la vaina de mi espada, en lugar de en la cadera, como es habitual. Mi pierna izquierda será más larga que la derecha, de modo que tenga que arrastrarla. Caminaré de lado, como un cangrejo. Tendré el pelo largo, me lo dejaré crecer hasta los hombros antes de que empiece el rodaje. Para la joroba no necesitaré ninguna prótesis, ningún maquillador que me toquetee. Seré un tullido porque quiero serlo. Igual que soy guapo cuando quiero. Feo. Fuerte. Endeble Bajo y alto. Viejo y joven. Cuando quiero. Acostumbraré mi columna vertebral a la joroba. Con mi postura, sacaré los cartílagos de las articulaciones y manipularé su gelatina. Voy a ser un tullido hoy, ahora, inmediatamente”.
El Inca Garcilaso de la Vega narra en sus Comentarios Reales un pequeño episodio protagonizado por Aguirre, que lo pinta de cuerpo entero: En Potosí, Aguirre es injustamente castigado mediante azotes por un juez español. Aguirre juró vengarse de tamaña humillación y buscó al juez para matarlo. Tuvo que seguirlo hasta Lima, pasando por Quito, hasta llegar a Cuzco, en una persecución que duró más de tres años. Allí le dio alcance y lo mató a puñaladas. Dice la leyenda que Aguirre volvió a la casa del juez a buscar su sombrero. El Inca remarca la admiración de sus soldados por la valentía del español: “los soldados bravos y facinerosos decían que si hubiera muchos Aguirres en el mundo tan deseosos de vengar sus afrentas, que los pesquisidores no fueran tan libres e insolentes».
El Inca Garcilaso de la Vega es considerado el padre de la literatura latinoamericana. Murió hace cuatrocientos años, dejando una prolífica obra sobre la cultura inca y la colonización española. Desde entonces sus historias reposan en papel, mientras los guionistas se devanan el cerebro para contar siempre las mismas historias, ignorando que entre las páginas de los libros del Inca reposan mitos, leyendas y una cultura digna de la pantalla cinematográfica.
Un escrito de alto nivel, que se lee con gusto