Investigamos
Justicieros de cine, el brazo armado de la Norteamérica profunda
Vemos en pantalla a una familia norteamericana desayunando: sus bromas, sus cereales, las inocentes peleas de los hijos, los besos de despedida, los “te quiero” repetidos. La madre es amorosa y eficiente. El padre es tranquilo, fuerte, un profesional de éxito, un ciudadano ejemplar. En fin, gracias a Tolstói sabemos que todas las familias felices se parecen. Enseguida vemos a un grupo muy diferente. Pueden vestir como hippies, raperos o como cualquier otra (¿sub?) cultura urbana y su conducta es desordenada, probablemente por el efecto de alguna droga. Los vemos molestando a pacíficos transeúntes, diciendo obscenidades a las mujeres, sin respeto por la dignidad ni por la propiedad ajenas. Sus movimientos tienen algo animal. Solo con mucha generosidad los llamaríamos humanos (y eso en caso de que seamos liberales de izquierda). Este grupo ataca a la familia de forma brutal y gratuita, disfrutando de su crueldad y llevándola a límites insoportables. Solo sobrevive el padre. Busca ayuda en las autoridades, en las instituciones, en las que hasta entonces siempre había creído, pero estas le decepcionan; la justicia es lenta, burocrática, fría. Así que el hombre mantiene su fachada de ciudadano respetable, mientras que su sed de ¿justicia? ¿venganza? crece en su interior y lo transforma: se convierte en un experto en armas y en artes marciales. Y lentamente, metódicamente, porque solo así puede llevarse a cabo una buena venganza, va ejecutando a los criminales sin el menor remordimiento. No solo a los que atacaron a su familia, sino a todos los que encuentra a su paso, porque todos son la misma basura. A fin de cuentas, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿quedarse en casa viendo la tele? El mal es absoluto, los malhechores no son humanos, la reparación y la justicia son imposibles. El hombre es bueno, pero ahora tiene que ser despiadado. Por su familia, por… amor. Como espectadores es difícil no identificarse con él, lo que entonces permite lo que era el verdadero objetivo: disfrutar, ya sin mala conciencia, de un goteo incesante de sadismo.
Este hábil esquema narrativo es cultivado con maestría en la cultura y especialmente en el cine norteamericanos como vehículo de algunos de sus valores predemocráticos fundamentales, los de la vida en la frontera. Si necesitas una casa tienes que construirla tú. Si lo que necesitas es justicia, también tienes que hacerla tú.
La primera aparición, que yo sepa, de este tipo de personaje en la cultura popular norteamericana fue en el cómic Vigilante a principios de la década de los 40. Es curioso que el término “vigilante” en castellano se haya mantenido así en inglés. Su origen se remonta a los Vigilance Committees y los Lynch Clubs que se crearon para ejecutar una supuesta justicia ciudadana en los estados del Sur en los que la justicia “oficial” era lenta o demasiado permisiva con los abolicionistas y con los esclavos. El término vigilante se convierte así en inglés en sinónimo de justiciero y vigilantism en las creencias y actitudes populares que lo respaldan. Vigilante justice sería, en el argot legal norteamericano, un sinónimo de Frontier justice, la justicia de la frontera, es decir, “justicia” directa sin intervención de autoridades. Así se dice en versión original en las primeras películas que rueda el director inglés Michel Winner en Norteamérica. El primero aparece en El justiciero de la ciudad (Death Wish, 1974) y lo encarnó Charles Bronson, quien ya había trabajado con Winner en Chato el apache (1972); también aparece un jovencísimo Jeff Goldblum en el papel de uno de los descerebrados atacantes. La saga continuó con Yo soy la justicia (Death Wish 2, 1981) y con El justiciero de la noche (Death Wish 3, 1985). Las tres fueron interpretadas por Bronson, quien se convirtió así en el paradigma del vigilante. Recientemente ha tomado el relevo del personaje Bruce Willis en el remake El justiciero (Death Wish, 2018, Eli Roth) que sigue al pie de la letra el esquema original, con la diferencia de que en esta Paul Kersey, en lugar de ser un arquitecto, es un cirujano de urgencias que durante el día se ve obligado a salvar las vidas tanto de víctimas como de malhechores, mientras por las noches recorre la ciudad corrigiendo con su pistola ese sinsentido.
Todas estas películas siguen el mismo esquema narrativo: 1. El ataque, lo más brutal posible y en el que los atacantes son descritos como sub-humanos. 2. La transformación del ciudadano, que empieza confiando en que las autoridades detendrán a los agresores; en poco tiempo aparece la decepción con las instituciones de justicia y asume que nadie va a hacer nada. 3. El justiciero consigue su primer arma, sorprendido por lo fácil que es, ejecuta a su primer enemigo, y vuelve a sorprenderse por lo fácil que es, con lo cual emprende su camino de venganza sistemática, dejando tras sí un reguero de cadáveres. 4. El vigilante es descubierto por un policía avispado, pero este termina por dejarlo libre, haciéndose así cómplice de la solución final propuesta. Cuando los representantes institucionales defienden lo que en realidad son valores democráticos, como el derecho a un juicio justo o la renuncia a la violencia como forma de resolver los problemas, lo hacen con muy poca convicción. Vemos, por ejemplo, al comisario de policía dando una rueda de prensa en la que afirma blandamente que la violencia no es la solución y alguien del público dice: “Es el rey del cliché”. Todas estas historias acaban con el policía descubriendo la identidad del vigilante… y mirando hacia otro lado. ¿Cómo meter en la cárcel a alguien que ha sufrido tanto, aunque haya matado a decenas de personas? En El justiciero de la ciudad es interesante la idea propuesta como proceso de transformación: Kersey, un arquitecto liberal y pacifista, tras el ataque padecido por su familia acepta un trabajo en Tucson para “cambiar de aires” y allí, en un espectáculo dedicado al Far West, conecta por primera vez con los valores de la frontera. Hablando con el marido de su hija -la cual a esas alturas de la película ya está en coma- le dice: “Si no somos ya pioneros, ¿en qué nos hemos convertido? ¿Cómo llamas a la gente que ante el peligro no hace nada?”. “¿Civilizada?”, dice él, respuesta que solo merece una mirada de desprecio. En una de sus andanzas, uno de sus enemigos yace en la cama de un hospital, porque el ciudadano ejemplar convertido en vigilante no consiguió matarlo del todo. La única forma que encuentra de acceder a él para rematarlo es engañando a un ingenuo psicólogo que se dedica a… la rehabilitación de delincuentes. Parecería que las películas de justicieros no tienen sentido si en ellas no hay una crítica, e incluso una burla, a la idea misma del Estado de Derecho.
Es difícil a veces distinguir los filmes de venganza de los filmes de vigilantes y, con frecuencia, ambos temas van mezclados. Pensemos en la serie de tres películas Venganza interpretadas por Liam Neeson (Taken, 2008, Pierre Morel; Venganza: conexión Estambul, 2012, Olivier Megaton; V3nganza, 2015, Olivier Megaton). Hay muchos puntos en común, como el ataque inicial sufrido por la familia del protagonista, y otros recursos narrativos con los que se busca la complicidad del público para hacer aceptable la eliminación sumaria de los agresores. Pero en las películas de venganza el objetivo del justiciero es rescatar a alguien de su familia o -si hubo muertes- la venganza contra quienes las causaron. Es un tema que también ha dado grandes películas como Centauros del desierto (Searchers, 1956, John Ford) y que no es ajeno al cine europeo; dos de las películas citadas de la serie Venganza, con Liam Neeson, son francesas. Pensemos también en Irreversible (2002, Gaspar Noé), La muerte y la doncella (1994, Roman Polanski) o En la sombra (Aus dem Nichts, 2017, Fatih Akin). Mención aparte merece Prisioneros (2013, Denis Villeneuve) por su honda reflexión sobre el deseo de venganza y su honestidad en el planteamiento de los dilemas morales de las víctimas y sus familias. Pero no son tan propiamente norteamericanas como las películas de vigilantes, porque en estas la motivación del protagonista, aunque se iniciase como venganza personal, sufre una transformación y se convierte en “limpiar las calles de basura, porque quien tendría que hacerlo no lo hace”. Es decir, mientras las películas de venganza, aunque no exentas de carga ideológica, se mantienen en un nivel más emocional y pueden surgir en diferentes contextos culturales, las películas de justicieros defienden explícitamente un sistema de valores predemocráticos muy norteamericano: la cultura de las armas, el recurso a la violencia como opción moral, la desconfianza en las instituciones, el individualismo a ultranza y la ridiculización de los valores progresistas. Un aparato ideológico complejo, desarrollado en una época no tan lejana de la historia norteamericana, la de la expansión colonial hacia el Oeste y que lejos de extinguirse parece recobrar fuerza en un país en el que la Asociación Nacional del Rifle es un auténtico poder en la sombra.
De los intentos modernos de actualizar el relato, el más destacable me parece La extraña que hay en ti (The Brave One, 2007, Neil Jordan). Se trata de un filme cinematográficamente más interesante que los comentados, con un director sensible y original y una excelente actriz, Jodie Foster. El cambio de género (ahora la vigilante es una mujer) y un guion más centrado en procesos psicológicos podrían hacer pensar que la película contiene una mirada más crítica a la figura del justiciero. Pero no es así. Si cabe, la película es aún más dañina porque el personaje aparentemente frágil que encarna Jodie Foster, la agorafobia que sufre tras la agresión (y que solo se cura llevando una pistola en el bolso), sus interesantes reflexiones sobre Nueva York con sus encantos y sus peligros (es una inspirada locutora de radio) la alejan del estereotipo que fijó Charles Bronson, pero sin cambiar en nada su mensaje implícito. Otro tanto ocurre con la figura del inevitable policía, comprometido con su trabajo, que lleva a cabo sin cruzar nunca la línea roja que separa la justicia y la ley de la venganza o el interés personal. Hasta que conoce a Erica (Jodie Foster) y entiende sus motivos y, como todos los policías que se acercan demasiado al vigilante, termina mirando hacia otro lado.
Justicieros, vigilantes, equalizadores, son los héroes, la vanguardia de un movimiento que defiende la violencia como única forma posible de justicia y niega la posibilidad del pacto democrático, atribuyendo a unos pocos una superioridad moral que les daría licencia para decidir sobre las vidas de los demás. Las películas que son su vehículo de expresión pueden ser emocionantes, estar más o menos bien construidas, pueden hasta ser divertidas, pero lo que no son de ninguna manera es inocentes.