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Imágenes, sentidos y razones: la gastronomía en el cine
Según la sentencia más extendida, no hay saber afectivo. Sin duda se acepta que muchas de nuestras certidumbres dependen de la afectividad. Pero, en esta medida, a esas certezas se las considera puramente subjetivas y, por tanto, ilusorias: el cine es ficción, el amor es ciego, la poesía es irreal, el sueño es mentira, la locura es error, la misma fe religiosa es sospechosa. Se estima, por consiguiente, que no hay más saber que el científico, y que solo puede ser verdadero lo que está científicamente establecido.
Sin embargo, esta concepción se aleja de las exigencias profundas de nuestra conciencia, ya que, paralelamente a este racionalismo científico, se desarrollan actualmente las supersticiones más extrañas, las adhesiones a las sectas y, en general, la tendencia a oponer al mundo objetivo otros mundos, más adecuados, para satisfacer nuestra sensibilidad. Hoy podríamos justificar esta huida de la objetividad, incluso en sus formas más insostenibles: todo podría ser arte y bien podríamos justificar la locura como un escape al caos de la realidad. Ahora bien, tratando la temática que nos ocupa, la relación entre la gastronomía y el cine, bien podría justificarse en la relación entre el arte culinario y el séptimo arte.
Placeres y angustias no se discuten
Si bien los placeres y angustias no se discuten, no podríamos adoptar ninguna de estas dos actitudes, pues todo lo que en el conocimiento procede se origina de nuestra sensibilidad y de nuestro entendimiento. Además, podemos afirmar que ningún conocimiento objetivo agota nuestra experiencia ni compendia la totalidad de nuestras certidumbres. Por el contrario, podríamos realizar complejos acercamientos en torno a la superación del pecado en las sociedades conservadoras gracias a la gastronomía con la película El festín de Babette (Babettes gæstebud, Gabriel Axel, 1987); construir argumentos sólidos en torno al poder del chocolate para reanimar los sentidos, reavivar la vida y revelar otra realidad dominada por lo perceptivo gracias a Chocolate (Chocolat, Lasse Hallstrom, 2000); enriquecer el análisis sobre cómo la comida ha sido erotizada como influencia contemporánea del consumismo en la vida moderna gracias a Como agua para chocolate (Alfonso Arau, 1992); o comprender la relación entre tradición y contemporaneidad en el hecho culinario gracias a Un toque de canela (Politiki kouzina, Tassos Boulmetis, 2003). ¿Habría que rechazar, en nombre de la ciencia, dado que no son científicamente demostrables, todas las afirmaciones originadas en las anteriores propuestas? ¿Podríamos afirmar que las obras de Van Sant tienen el mismo valor que las de Hitchcock porque la ciencia no puede fundar ninguna jerarquía objetiva en el campo del gusto?
Por todo lo anterior, no hay que confundir, pues, conocimiento y saber. Fuera del conocimiento científico, se puede descubrir otro saber, que habría que llamar afectivo. Esto no significa que haya que fiarse sin examen de todos los contenidos de este saber. Ni el sueño ni la locura dicen la verdad, ni de la misma revelación poética se puede afirmar con certidumbre que nos proporcione el mundo de esa verdadera vida de la que habla Rimbaud en Una temporada en el infierno.
Pero hay campos en los que el saber afectivo supera en certidumbre al mismo conocimiento científico, y allí, el arte, el cine y la gastronomía lo superan con creces en el territorio de lo sensorial, del placer y de lo estético. Habría que preguntarle a los chefs que intentan escudriñar a punta de metodologías culinarias las propiedades científicas de los alimentos y su respectiva combinación si, al conocer las causas orgánicas de la comida, pueden conocer el gusto del paladar al saborear uno de los platos de la gastronomía molecular. Gracias a las propiedades del arte, este abismo ya está resuelto en el territorio del cine, pues la ciencia será instrumento y no objeto de sí misma para potenciar la calidad de la cinematografía.
Manos a la carta
Por todo lo anterior, gastronomía y cine están directamente relacionados con lo metafísico, con lo trascendental y lo trascendente. Por ello, observar la escena de La quimera del oro (The Gold Rush, 1925) en donde Chaplin degusta una bota hervida conecta al espectador con su realidad cercana referida a la pobreza y a la necesidad de sobrevivir. El contacto íntimo con los alimentos deviene paradoja, pues se limpia el plato donde se servirá la bota, acontece sobrevivencia, pues reconocemos qué alimento necesitamos, sobreviene transformación, pues masticamos, disolvemos y digerimos nuestra o la desgracia cercana, y resulta miseria, pues origina un carácter emotivo y afectivo relacionado con el proceso vital de la pobreza.
Experimentar las escenas plácidas de Comer, beber, amar (Yin shi nan nu, Ang Lee, 1994) revela cómo la acción culinaria es tema central del guion cinematográfico para representar a un padre que no ve más allá de su arte gastronómico, lo que lo aleja de sus hijas, sobreponiendo una filosofía de vida dominada por la paciencia, el esmero y la dedicación alrededor de una mesa y la buena comida. Aquí observamos cómo los olores y sabores de los alimentos afectan intensamente los sentimientos; donde las hijas solo percibían algo usual, su padre tocaba-veía-olía-sentía evidentemente texturas, percepciones matizadas, diferenciadas, tiempos de cocción, mezclas y recuerdos, nostalgias de sabores que cambiaban, se estabilizaban, huían y volvían. La película revela el viejo diálogo de la filosofía y la literatura, el de la razón y los sentidos, pero en él la razón bien podría pasar revista al saber más viejo del mundo y lo echaría a pique. Por ello, la connotación de la comida en torno a la visión de mundo de lo estético, porque la razón por sí sola no basta para imponer la razón: esa comida surcada por olores, sabores y recuerdos ha desaparecido a la luz de la sabiduría.
En El perfume: historia de un asesino (Das Parfum: Die Geschichte eines Mörders, Tom Tykwer, 2006), confirmamos que en el París del siglo XVIII los sentidos no engañan. El paladar y olfato de un fino degustador es más preciso que mil máquinas, el mecanismo más delicado es biológico, tal o cual órgano de un insecto o una serpiente percibe mezclas a escala molecular. Su protagonista raramente se equivoca cuando ha ejercitado su peculiar sentido, lo que se verifica en su afán por lograr, a punto de ingredientes únicos y mágicos, el olor esencial y ordenador, ese perfume que seduzca cualquier voluntad individual. Es claro que en el proceso de perfeccionamiento pareciera que sigue una especie de pasos metodológicos, como se observa más claramente en la versión literaria; sin embargo, este camino vital transforma las esferas de la percepción de la realidad y de la valoración de lo abstracto, otorgando al olfato la posibilidad de cocinar sus ideales. Los distintos hedores del inicio, en su nacimiento, van clasificándose en las gavetas de su biblioteca personal como si fuera un saber que estará al alcance de sus intenciones homicidas que delatan, de nuevo, como en las anteriores películas mencionadas, una visión de mundo personal que trasciende las propias acciones del personaje: la ausencia de olor deviene búsqueda de identidad, dominio y poder. Algún director de cine bien podría originar una idea de guion cinematográfico en el que la comida perfecta permitiría el dominio de la voluntad gracias a la posibilidad de lograr regresar a la infancia, donde el poder de la gastronomía dominaría la ingenuidad del individuo. El perfume, como la comida, produce emociones fuertes y radicalmente diferentes, por eso bien podemos viajar del asco a la plenitud, como si alentaran los instintos animales y determinaran los comportamientos de las personas. No es lejana la relación directa con Ratatouille (Brad Bird, 2007) y la escena en la que el mayor crítico gastronómico, Anton Ego, regresa al comedor de su infancia para saborear el plato clásico de la cocina francesa y así reivindicar la vida y la oportunidad para asumir otra actitud donde la alegría y el optimismo condimenten de mejor forma su vida.
El postre y algo más
El cine y la gastronomía también introducen lo grotesco, lo excesivo y a veces lo brutal. Como en una analogía, para que no se pierda nada del hombre en el plato del arte, El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, Jonathan Demme, 1991) nos revela los demonios interiores de los personajes en un suspenso magistral que trae como pretexto y eje fundamental el placer ritual y casi mágico que Hannibal Lecter encuentra en la gastronomía del cuerpo humano. Su obsesión se vuelve arte como quien construye, gracias a la artesanía, el sabor del cuerpo. Sus motivaciones, enlazadas con lo representativo y lo simbólico, tienen sentido para transformar un poco su vida, para cocinar, aunque suene descarnado, el conocimiento exacto de los sabores, las texturas y los mejores acompañamientos de la carne humana. Los asesinatos en serie, gracias al desciframiento de la inspectora Clarise Sterling, están estrechamente relacionados como si hicieran parte de una gran obra en donde los índices y las pistas literales configuraran la última cena. El gran chef revelaría en este caso una especie de encuentro místico donde la tradición, la experimentación, la adecuación e incluso la escenografía (decoración de los platos) se conjugaran para ofrecer al paladar de los espectadores la última experiencia –la muerte de la víctima–. Relaciones directas con lo anterior también encontramos en la comedia negra Delicatessen (Jean-Pierre Jeunet, Marc Caro, 1991), en donde la incomodidad, lo excesivo y la extrañeza fundamentan la actuación de los protagonistas, que, como actores de libretos originales, revelan el bestiario de la comedia humana en busca de sentidos apocalípticos, relacionados con la miseria y el hambre.
Plenitud o indigestión
En el arte de la cocina, como en el arte del cine, los ingredientes potencian las reacciones a los sabores degustados por los sentidos, la intuición y la razón. Bien podríamos viajar del asco a la plenitud si la mezcla exacta, a medida y creativa no integra un equilibrio de sabores dirigidos a los sentidos y a la atribución de significados. En el cine, como en la gastronomía, podemos experimentar la estructura profunda y superficial de los fenómenos que configuran el conocimiento y los saberes –sabores– del arte. Frente al espejismo de la ciencia de que podemos controlar el mundo exclusivamente mediante la razón, las artes culinarias y cinematográficas ponen en marcha un antídoto que consiste en enfocar el pensamiento en la percepción sensorial más que en la interpretación del mundo. Una vuelta al origen del arte: la sensación.
Me gusta que la alegría y el optimismo condimenten la vida aunque creo que el toque secreto está en la pimienta, a la que no se me ocurre la palabra exacta que la definiría.
Gracias por compartir el texto,es una combinación entre el ser y el querer, el tener y el deber. Permite una lectura amena, relajada e inquietante.
Hasta pronto
Gracias por sus palabras.
De acuerdo Marlen. Por eso y por otras razones el cine y la literatura se han enfocado en recrear esas historias de personajes que quieren traspasar los límites de su naturaleza. De allí que muchas obras de arte se conviertan en mitos, así como los mismos personajes mitológicos quisieron muchas veces sobrepasar su naturaleza humana para igualar a los dioses, convirtiéndose en relaciones perfectas para analizar la naturaleza humana, el deseo y la renuncia, la identidad y la soledad, la utopía y la realidad, en fin…
David.