Críticas
Realismo fantasmagórico
La hija eterna
The Eternal Daughter. Joanna Hogg. Reino Unido, 2022.
El último largometraje de Joanna Hogg, sexto de su filmografía, consiste en una misteriosa película que puede dar lugar a muchas interpretaciones. Antes de ir a por la nuestra, queremos detenernos un momento en la sinopsis de la misma. En realidad, se trata de una prolongación de dos obras anteriores de la realizadora, The Souvenir (2019) y The Souvenir. Part II (2021). En ellas se centra en los recuerdos de una estudiante de cine, alter ego de Hogg, tanto en su traumática experiencia amorosa con un hombre más mayor, como en sus esfuerzos para la realización de la película de graduación. La protagonista es Julie y está encarnada por Honor Swinton Byrne, hija de Rosalind en la ficción. La madre la interpreta Tilda Swinton, precisamente la progenitora de la primera en la realidad. Ambos filmes están situados en los años ochenta del siglo pasado.
En La hija eterna el tiempo ha pasado y, en principio, lo que parece que vamos a ver es la estancia de madre e hija, de Rosalind y Julie, en una mansión de una zona rural de Gales. Aquí, ambas están interpretadas por Tilda Swinton, que encarna a la primera ya con una edad avanzada y a la segunda en la etapa adulta. Por el desarrollo de la trama, asemeja tratarse del lugar en el que Julie pasó su infancia. El sitio fue reconvertido posteriormente en hotel. Y allí recuerda retazos de su pasado, fundamentalmente aquellos relacionados con la Segunda Guerra Mundial. El propósito de Julie parece ser el de escribir un guion para la realización de un filme sobre sus relaciones maternofiliales. Y no crean que hemos traspasado el límite de lo que puede desvelarse. En realidad, todo lo anterior es utilizado por la directora británica para transmitir emociones que entrelazan realidad y ficción con lo que últimamente se denomina «autoficción». Nos hallamos ante una reformulación del drama gótico al que no le faltan fantasmas, apariciones y sueños. No es difícil acordarse de Rebecca, de Alfred Hitchcock (1940) o Jane Eyre, de Cary Joji Fukunaga (2011).
Lo mejor del largometraje es su “atmósfera”. El hotel es caracterizado como un castillo imponente, un caserón repleto de ruidos inexplicables y espectros. La sensación de inmersión en una novela gótica del siglo XIX es plena y no es difícil zambullirse en universos propios de las Hermanas Brönte, Allan Poe o H.P. Lovecraft. Niebla, viento, lluvia y sombras se erigen en protagonistas del paisaje con tintes muy oscuros y sobrenaturales. El enigma de amenaza sobrevuela sobre el metraje con una densidad que se asimila como suspendida en el tiempo. La autora no necesita más que seis personajes y el perro para perfilar un filme de penumbras entre remordimientos, recuerdos y pérdidas: madre e hija, el taxista, la recepcionista del hotel, un primo y Bill, el conserje. Y no debemos olvidarnos de Louis, el animal de compañía que sufre y presiente más que los humanos.
Entraremos en un bucle, en una repetición constante de escenas, precedidas y ultimadas circularmente por la llegada y salida del mismo lugar en igual medio de transporte (paseos con el can, abandono nocturno y ruidoso de la recepcionista, picados o contrapicados de la escalera, sombrías e inquietantes vueltas por los pasillos…). Además, contamos con una fotografía que juega un papel fundamental en la representación, que incluso se atreve a rescatar las luces verdes de la seguridad del local en la paleta de colores. También destaca la magnífica elección de la música contrapuntística del húngaro Béla Bartók en sus líneas musicales independientes, con relación armoniosa. Justo lo que se disecciona: dos mujeres autosuficientes, unidas por sangre, en la búsqueda de una difícil compenetración… Y entramos aquí en un detalle que no resulta insignificante. La habitación en la que se alojan ambas, en el primer piso, se denomina Rosebud. Sí, exactamente como aquel trineo que se convirtió en el más feliz recuerdo de Charles Foster Kane, en la última palabra que pronunció antes de morir en su cama (Ciudadano Kane / Citizen Kane, Orson Welles, 1941).
Hablábamos del espacio en el que se desarrolla la trama. El mismo se convierte en un socio activo de la narración, en lo que Greimas llamaría “actante”, en una de las fuerzas actuantes del relato. El fundamento mismo de la actividad narrativa se negocia entre el espacio y los personajes en una lucha constante de disyunción y conjunción. Entre capas de sonidos, en La hija eterna se liga y se ahonda en la memoria y la pérdida a través del lugar. Hogg ha conseguido con sus imágenes abrir esos nuevos espacios de observación para dejar ver lo que el cine generalmente no muestra. La directora prefiere internarse en caminos no trillados y se mueve sin prejuicios entre la realidad y la ficción, entre esos territorios que Claude Lanzmann denomina “ficciones de lo real”. La autora se apropia de la siguiente idea de Manoel de Oliveira: “Las imágenes sobre la pantalla son un sortilegio de la cámara y no son más que fantasmas de una realidad que esconde otros fantasmas que los acompañan ya en la vida real”. El cine se transforma así en un lenguaje, en un objeto artístico dotado de la capacidad de hacer ver.
Nos atreveríamos incluso a utilizar el término mind-game film para calificar esta obra. La inocencia del espectador es robada al descubrir que el punto de vista de la enunciación, que se presupone objetivo, se sumerge en un punto de vista subjetivo de un personaje que, además, no se corresponde con la “realidad” diegética. Teresa Sorolla Romero lo ha expuesto con lucidez en su ensayo El tiempo de los amnésicos. Narrativas fracturadas y delirantes en el cine contemporáneo. Los falsos recuerdos, la confusión ante la opacidad de lo que se observa, los traumas como núcleos de una complejidad que busca asimilar episodios trágicos… Proyecciones de la mente sobre culpas, arrepentimientos, oportunidades perdidas y la dificultad de aceptación planean a lo largo de esta película. En realidad, además de todo ello, la misma contagia de un fuerte tono documental que se acompaña con las correspondientes estrategias de montaje y con el ritmo narrativo.
Entre planos y contraplanos que huyen de reunir a las dos protagonistas en el mismo encuadre, llegamos a esa imagen conjunta reflejada de ambas en el espejo, leyendo cada una en su cama, y se culmina con esos alejamientos de cámara que muestran a las dos féminas sentadas a la mesa. La madre de la realizadora falleció durante el montaje del filme y creemos que los remordimientos de la segunda ante lo que debió hacer en vida y ya se ha tornado imposible se apoderan de las emociones del largometraje como forma de expiación. Recordamos aquí esa conversación entre Rosalind y Julie, cuando la segunda intenta justificarse en que ella no tendrá hijos que la cuiden; o esas escenas finales en las que la oscuridad da paso a una claridad y un movimiento ausentes durante todo el metraje. En todo caso, damos las gracias al encontrarnos con una obra que huye de lo explícito y evidente, además de escapar de la esquematización y simplificación de la experiencia estética. Como denuncia Fernández-Santos, el cine de nuestro tiempo “está enfermo de exceso de evidencias”. Si buscan una película que les plantee interrogantes, que no olviden a su finalización, que les haga reflexionar al tiempo que les inquiete, esta es la suya.
Tráiler:
Ficha técnica:
La hija eterna (The Eternal Daughter), Reino Unido, 2022.Dirección: Joanna Hogg
Duración: 96 minutos
Guion: Joanna Hogg
Producción: Coproducción Reino Unido-Irlanda-Estados Unidos; BBC Film, JWH Films, A24, Element Pictures, Sikelia Productions. Distribuidora: A24
Fotografía: Ed Rutherford
Música: Jovan Ajder (sonido)
Reparto: Tilda Swinton, Louis (el perro), August Joshi, Carly-Sophia Davies, Joseph Mydell, Crispin Buxton
Impecable reseña. Pone palabras a muchos de los sentimientos que provoca sumergirse en ella.