Críticas
Hermetismo elocuente
La imagen permanente
La imatge permanent. Laura Ferrés. España, 2023.
Desde la segunda década del siglo, el número de cineastas catalanas que empiezan a dirigir largometrajes es digno de resaltar. En el elenco se encuentran mujeres como Liliana Torres, Nely Reguera, Isa Campo, Meritxell Colell, Elena Martín o Carla Simón. A ellas se le podría añadir la autora de La imagen permanente, Laura Ferrés, que en 2017 ganó el premio al mejor cortometraje en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes con Los desheredados. Se trata de un interesantísimo corto que retrata el fin del negocio de su padre con una empresa de autocares, a causa de la crisis económica. En la misma, ya podemos observar determinados rasgos personales que se acentúan en su primer largometraje. Dicho grupo de autoras surgidas en la década anterior podrían caracterizarse por sus raíces documentales, por abordar la ficción desde determinadas narrativas que recogen problemáticas femeninas, por su intento de impulsar una renovación estética, por generar discursos alternativos con utilización del sentido del humor y por la exploración de inquietudes personales desde experiencias vitales.
La imagen permanente arranca en España, a mediados del siglo XX, en algún pueblo de Andalucía. En un ambiente rural, con claros signos de postguerra, Antonia toma el protagonismo. Es una niña de doce años y está embarazada. Se siente señalada, atada. Quiere volar, comer plátanos, ver el mar. Y un día desaparece, dejando a su hija recién nacida al cuidado de su madre. La acción se retoma medio siglo después en Cataluña. Carmen es una mujer de cincuenta años y trabaja en una agencia de publicidad. Vive sola, es irónica, no se deja arrastrar con las opiniones generalmente asentadas. Por su aspecto y manera de comportarse, parece seria y concienzuda. Aparenta todos y cada uno de los años que ha cumplido. Antonia es una mujer mayor que asemeja rondar los setenta años. Su rostro refleja con precisión muchas de las cicatrices que le ha ido dejando la existencia. También vive sola y se dibuja como una mujer libre que siempre ha hecho lo que le ha venido en gana. Su mejor amigo es un pájaro al que cuida encerrado en su jaula. En el desarrollo del largometraje asistiremos a la relación que se establece entre estas últimas, a cuenta de la elección de participantes en una campaña publicitaria.
Estamos ante una película sobria, con una puesta en escena que destaca por su naturalismo y estética feísta. Con una transición tajante, salta el medio siglo desde una oscuridad aldeana hasta un panorama urbano con tráfico, autopistas, rascacielos, metros… Desde curas amenazando con el infierno hasta campañas electorales por el cambio. ¿Pero algo se ha transformado? Hemos hablado de naturalismo, aunque Ferrés tiene la habilidad de combinar dicha característica con el artificio, en un choque de opuestos para que emerjan las sorpresas. Es un filme de cámara fija, de música diegética, con estatismo en las interpretaciones y en los cuadros, que se completa con simbolismos y metáforas más o menos obvias. Perfila el retrato de vidas resignadas pero siempre independientes y con las alas preparadas para despegar cuando lo creen oportuno. Además, juega en su baraja con la circunstancia de que los espectadores saben en todo momento mucho más de la trama que las propias protagonistas. Las actrices no son profesionales y la estructura del relato se articula con escenas aparentemente inconexas que no olvidan la memoria histórica.
La estética feísta aterrizó en el siglo XX como una expansión de las fronteras del arte en aras de la creatividad. Sostenía Adorno que en un mundo marcado por la experiencia del horror de Auschwitz ya no cabía un arte bello. Dentro de dicho movimiento podríamos encontrar lo tosco, aquello que disgusta por la pesadez de su movimiento. El cocodrilo, el hipopótamo, el oso blanco o el pingüino son animales de movimientos toscos, porque a su masa les falta articulación y elasticidad, sostenía Kaarl Rosenkranz en su Estética de lo feo. Nuestras protagonistas se trasladan sin gracilidad, sin otorgarle importancia a las formas, descuidando las maneras. El hieratismo de las interpretaciones y la quietud del cuadro funcionan como factores dinámicos que conmocionan y que contribuyen a la fealdad, con su desproporción y punto de exageración, que no de caricatura grotesca. En realidad, si cada uno de nosotros pudiéramos vernos de un modo auténticamente objetivo, seguramente pensaríamos que nos mostramos ante el mundo desde la desmesura.
La puesta en escena de la realizadora catalana nos lleva también a cierto tipo de cine realista de apariencia documental, al menos en la segunda parte del filme. Tiende a la transparencia en la representación. Lo que se proyecta en pantalla aparece ante el espectador como algo construido a la manera de su referente, del mundo real. La aparente naturalidad en las imágenes, la sensación de espontaneidad, en definitiva, es el resultado de ciertos códigos cinematográficos: la mirada a cámara, los sonidos diegéticos, la creación de distancias con los personajes, la fragmentación de la narración… Una elección en la proyección a la que hasta podríamos denominar anticine, conteniendo analogías con el teatro épico; justamente aquel que Walter Benjamin describe como el que avanza a empujones, el que impacta con cada una de sus situaciones aisladas, el que, en resumen, obliga a la audiencia a adoptar una actitud crítica. Una ruptura con los mecanismos de estrategia habituales, unas fragmentaciones e interrupciones que hacen realmente meritoria la primera incursión en el largometraje de Ferrés.
No somos los primeros que comparamos la estética de la directora catalana con la del austriaco Ulrich Seidl. No queremos ni pensar que la asociación sea por derivas machistas al calificarse como repulsiva la contemplación de físicos femeninos alejados de la estilización que nos tiene acostumbrados el cine comercial. Basta con detenerse en las reacciones que provocó Seidl con su trilogía Paraíso (Amor –2012-, Fe -2012- y Esperanza –2013-). Calificativos como histriónicos, desagradables, provocación, pieles arrugadas, senos caídos o morbosidad perseguida fueron vertidos en el momento de los estrenos. En cualquier caso, dejando aparte tales consideraciones, las imágenes frontales, la hipervisibilidad en la totalidad de la puesta en escena, no solo en el físico, o el estilo observacional nos hace pensar en el austriaco como referente. Pero también en otros autores ya consagrados como Roy Andersson o Aki Kaurismäki.
Consideramos que entre los momentos estelares de la película se encuentra la escena en la que las dos mujeres protagonistas se reúnen con Milagros en su residencia de ancianos. Entre cacareos, las miradas no necesitan mayor explicación; porque además, nos encontramos en una obra de silencios que huye de las palabras cuando los sentimientos no precisan ser expresados verbalmente. También se contempla con afecto aquel momento en el que Carmen enseña a Antonia su álbum fotográfico y, además, nos enternece la cualidad de filósofa a pie de calle de esta última (aunque deje su salud en manos de Dios). Se trata de una obra de mezcolanza de géneros, en la que el humor se erige como herramienta para realizar un largometraje serio. La hibridación, junto a los otros factores ya señalados, es otro elemento en esta cautivadora película que marca autoría y deja la sensación de que estamos ante una directora que merece especial atención en un futuro.
Tráiler:
Ficha técnica:
La imagen permanente (La imatge permanent), España, 2023.Dirección: Laura Ferrés
Duración: 94 minutos
Guion: Laura Ferrés, Carlos Vermut, Ulises Porra
Producción: Coproducción España-Francia; Fasten Films, Le Bureau, TV3
Fotografía: Agnès Piqué Corbera
Música: Sergio Bertran, Fernando Moresi Haberman
Reparto: María Luengo, Rosario Ortega, Saraida Llamas, Claudia Fimia, Dolores Martínez, Mila Collado