Críticas
Linchamiento en sede judicial
La marca del fuego
The Cheat. Cecil B. DeMille. EUA, 1915.
La película La marca del fuego es una obra dirigida por el productor y director de cine estadounidense Cecil B. DeMille. El norteamericano es conocido, principalmente, por su faceta de productor de largometrajes históricos y religiosos de carácter espectacular. Entre su ingente obra, podemos citar El rey de reyes (The King of Kings, 1927), Cleopatra (1934), Sansón y Dalila (Samson and Delilah, 1949), El mayor espectáculo del mundo (The Greatest Show on Earth, 1952) o Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1956). Muchas de ellas fueron elaboradas con grandes presupuestos, con tremendos despliegues de medios y a través de complejas realizaciones. Llegaron a convertirse en enormes éxitos de taquilla, al mismo tiempo que contaban con la casi indiferencia de buena parte de la crítica especializada.
En el filme que ahora analizamos se narran las vicisitudes de un matrimonio burgués de la alta sociedad de Long Island (Nueva York). El marido, Richard Hardy, es corredor de bolsa; su mujer, Edith Hardy, es ama de casa, además de ocuparse de la tesorería de un grupo de carácter benéfico en su comunidad. Richard se encuentra muy preocupado por la salud de las finanzas familiares. Los desmesurados gastos de su esposa y el carácter incierto de sus beneficios empresariales son los causantes de dicho desasosiego. Alarmado, traslada estas inquietudes a su pareja, pero su angustia cae en saco roto. Edith no está dispuesta a renunciar a su elevado nivel de vida y de forma astuta, intentará aprovecharse de determinada eventualidad; pero ya saben, la tostada tiende a caer por el lado de la mermelada.
DeMille sorprende con un mediometraje (59 minutos de duración), que se aleja de los elementos primitivos del cinematógrafo y logra situarse en los inicios de un nuevo modo de representación, el que fue denominado como institucional por Noël Burch. La puesta en escena, el cuidado de los encuadres, los ligerísimos y tímidos movimientos de cámara, los juegos de luces y sombras o los sintagmas de continuidad narrativa apoyan la ubicación en el periodo indicado. Y todo, a pesar de que dichos movimientos de cámara sean incipientes, los medios utilizados rudimentarios y las interpretaciones exageradas. Pero, por contra, se busca profundidad de campo y existe dinamismo coherente dentro del cuadro; incluso se recurre a enfoques picados que invitan a una cierta forma de mirar, además de aumentar la profundidad de escenas. Igualmente, como elementos novedosos podemos destacar la particularidad de que vemos los rostros de los personajes. Se nos regalan primeros planos en los que observamos el sufrimiento que van padeciendo los protagonistas (aún demasiado teatralizado, como ya se ha apuntado). Mediante tales elementos novedosos se consigue sumergir al espectador en la historia. Estamos hablando de un drama que se instala en un relato de dinero y sexo, justamente los dos factores que DeMille consideraba que más interesaban al público americano. Un argumento, por cierto, de enorme contenido racista.
La marca del fuego comienza con la introducción de los tres protagonistas en forma de plano emblema, un motivo procedente de los modos de representación del cine primitivo. Con dicho recurso, se nos mostrará al matrimonio Hardy y a un tercer hombre de raza asiática, concretamente de origen birmano (o japonés hasta 1918). Se trata de Hayakawa, un comerciante de marfil, deseoso de convertirse en el amante de Edith. Este tercer personaje será el destinado a potenciar de forma considerable la tensión y el drama pasional. Entraremos con él en la polaridad de un conflicto maniqueo entre la virtud y la maldad, entre el bien y el mal. Nos adentraremos en un juego que se dirige y dispara hacia el despertar de emociones de carácter violento, tanto en los personajes como en los espectadores. Se entra con ello en una estrategia moralizante de forma palpable. Un modo de ejemplificación que este melodrama de Cecil B. DeMille no puede ocultar, ni parece que quiera. Tampoco siente complejos en abrir la ventana de par en par para mostrar sus evidentes inclinaciones racistas. Y lo hace otorgando, de forma arbitraria, la idiosincrasia de malvado al diferente, al extranjero, al de rasgos distintos. Resulta importante, a estos efectos, resaltar una frase mencionada en el filme, premonitoria y que no puede caer en el olvido. Nos referimos a aquella que apela a la imposibilidad de entendimiento entre Oriente y Occidente.
Insistimos: la importancia de esta película de DeMille radica en los medios técnicos que utiliza y que lo alejan del primitivismo del cine de los orígenes. Se empiezan a abandonar las carencias de la falta de profundidad, los defectos de centrado, la falta de continuidad y la ausencia de verosimilitud. Y para ello, se recurre a esos cambios dentro del cuadro que sorprenden por novedosos en la época de realización del filme. Unos cambios que se alcanzan con dos tipos diferentes de movimientos: los de la propia cámara y los de los personajes dentro del cuadro. Además, se palpa la preocupación que ponen los autores en el montaje para lograr con coordinación y equilibrio la sucesión o alternancia de escenas y la variedad de planos, frontales o laterales. También vemos la continuidad en la acción con entradas y salidas de campo . Y tampoco pasa desapercibido el cuidado por la búsqueda del eje óptico, aunque la cámara continúe presente como un rival que se resiste a ser abatido y así penetrar en la invisibilidad. Muestras de ello se puede encontrar en la escena en la que la mujer y el birmano se reúnen en una de las estancias del segundo, cuando el tesoro se acaba de evaporar. En este momento se observan con claridad miradas que buscan su raccord y que en otras ocasiones lo pierden, dejando constancia de las inseguridades que todavía rodeaban a actrices, a actores, a directores y al resto de técnicos en el manejo de los nuevos medios de expresión que ya se estaban aprehendiendo.
Para acabar el análisis de las razones por las que La marca del fuego merece ubicarse en la historia de la cinematografía como una de las obras pioneras en arrancar con la modernidad, nos gustaría centrarnos en la extraordinaria última escena, la del juicio. Desarrollada en lo que efectivamente aparece como un verdadero juzgado, tribunal o sala de juicios, mediante planos generales, contraplanos y panorámicas, accedemos al desarrollo de un proceso de verosimilitud inaudita. Con una especie de paneo, se nos presenta a los doce hombres blancos de turno con derecho, pero sin formación para decidir el futuro ajeno; además, los campos y contracampos servirán para alternar las imágenes de los protagonistas del pleito: los del acusado, los del perjudicado, los del testigo, los del abogado…; igualmente, contamos con planos generales del público, en alternancia. Y como colofón, consideramos impagable, en lo que supone de salvajismo como retrato de una época y de un país, ese combate a puños en búsqueda de la criminalización del principal afectado. Magnífica escena, exponente de que ya nos movemos en otros ámbitos, en aquellos que se asoman a otros modos de concebir el cine y se empiezan a introducir en un nuevo lenguaje que no ha dejado de evolucionar hasta nuestros días.
Tráiler:
Ficha técnica:
La marca del fuego (The Cheat), EUA, 1915.Dirección: Cecil B. DeMille
Duración: 59 minutos
Guion: Hector Turnbull, Jeanie MacPherson
Producción: Jesse L. Lasky Feature Play Company
Fotografía: Alvin Wyckoff
Música: Película muda
Reparto: Fannie Ward, Sessue Hayakawa, Jack Dean, Yutaka Abe, Hazel Childers, Raymond Hatton, Dick La Reno, Lucien Littlefield