Viñetas y celuloide
La muerte de Superman
La muerte en el mundo del cómic de superhéroes, a estas alturas de película, es un concepto banalizado hasta el aburrimiento, y pocas veces tiene el impacto buscado con la caída en combate de tal o cual personaje. Los lectores conocen de sobra los golpes de efecto y trucos de trilero que nutren las aventuras de los coloridos enmascarados de la viñeta. Los personajes tienen tendencia a no quedarse quietos en la tumba, y las necesidades editoriales y comerciales están por encima de la coherencia.
Pero hubo un tiempo en el que la muerte sí era importante, definitiva y dramática. Antes de los palos de ciego, la falta de ideas y el agotamiento de las fórmulas. Una época en la que un adiós significaba algo, llegaba al alma del lector, conmovido por la pérdida. La muerte de Gwen Stacy en Spiderman significó el fin de la inocencia, la entrada en la edad adulta de la forma más dolorosa posible para aquellos alegres chicos del Instituto Midtown. Los X-Men, antes de la entrada en barrena con idas y venidas al más allá bastante pintorescas, vivieron el impacto de la pérdida de Jean Grey, convertida en una fuerza cósmica destructiva e impasible, en uno de los momentos imprescindibles del género, la Saga de Fénix Oscura.
Hemos tenido muertes tan reverenciales que nadie jamás se ha atrevido a remover el pasado, como el fallecimiento del Capitán Marvel. El héroe cósmico por excelencia de Marvel caía víctima del cáncer en una magnífica historia de Jim Starlin, publicada en 1982. Con sensibilidad extrema y reverencial, Starlin acabó con la vida del personaje de manera tan elegante que, tantos años después, ni el más descarado de los autores del sello han tenido siquiera la idea de quitar el sentido a una de las muertas más emocionantes de la historia del medio.
Incluso Superman, nuestro protagonista de hoy, también había lidiado con la muerte de un ser querido durante la legendaria Crisis en Tierras Infinitas, publicado en 1985. El evento DC que sería para poner orden a su propio universo, se cobraba la vida de Supergirl. En una recordada viñeta dibujada por George Pérez, veíamos al Hombre de Acero lanzar el cadáver de su prima hacia el espacio, envuelta en la archiconocida capa del personaje.
Pero si hay una muerte que ha quedado marcada a fuego en el imaginario del cómic de superhéroes es, sin duda, la de Superman, el último hijo de Krypton. Era algo más que el simple hecho de un héroe caído. Era el fin de una era, de un símbolo. Era la muerte del primero de todos, con el que nació el concepto de superhéroe, de un icono reconocible por todos, incluidos aquellos que jamás habían puesto sus ojos sobre una viñeta. Superman formaba parte del imaginario colectivo como el eterno boy scout sonriente, el bien y la justicia encarnados, los más nobles ideales a los que puede aspirar un ser humano. Invencible.
Hasta el día en el que se hacía realidad lo que se venía anunciando desde hace meses, Superman mordía el polvo. La última batalla contra Doomsday se cobraba el sacrificio supremo, su propia vida. Su cuerpo yacía entre los brazos de la desconsolada Lois Lane. El mundo se estremecía, más que nunca, por la caída de un personaje que, al fin y al cabo, no era más que ficción.
La muerte de Superman, en el contexto de la época en la que se publicó, era reflejo de una época de cambios. A principios de los 90, el cómic sufría una de las peores crisis de su historia como medio. Los grandes sellos rozaban la bancarrota comercial, y la crisis económica era seguida por la consiguiente crisis de ideas. Palos de ciego y llamadas de atención sin mucho interés fueron la constante durante una época, en general, bastante olvidable para el género.
Superman, como tantos otros clásicos, había perdido su capacidad de sorpresa. Demasiado poderoso, demasiado extraterrestre, demasiado encorsetado en su icono del sueño americano, el Hombre de Acero era un anacronismo en una época de duro despertar. La resaca de los coloridos años 80 se hacía notar en la cultura popular, y los héroes del cómic habían cambiado. Ya no eran lo impecables e infalibles caballeros de brillante armadura. Eran falibles, violentos, presa de cruzadas casi psicopáticas, atrapados en los tonos de gris de un realismo acuciante. El bien y el mal carecían de una línea tan clara como antaño. Superman había sido reducido a recuerdo del sueño americano, convertido incluso en una caricatura o, como hizo Frank Miller en su obsesiva encarnación de Batman, un bufón servil al servicio del statu quo.
La pérdida de interés en un personaje tan ajeno para el común de los mortales derivó en una decisión tan impactante como producto de intereses comerciales: Superman debía morir.
DC sacó la artillería pesada, y buscó una amenaza fuera de todas las medidas hasta el momento. Un ser de puro odio, cuyo única motivación vital es la destrucción. Juicio Final hacía acto de presencia en las páginas de Superman, misterioso, desatado y mortal. Una fuerza de la naturaleza que llevaría al límite al kryptoniano. Sin palabras, sin planes grandilocuentes ni explicaciones absurdas. Superman se enfrentaba a un ser más allá de toda comprensión o de raciocinio humano. Juicio Final (o Doomsday en su versión original) ponía en peligro todo lo que ama el Hombre de Acero, la vida en la Tierra en sí misma. Asistíamos al enfrentamiento más físico y salvaje en la historia del último hijo de Krypton.
Entonces vimos a Superman como nunca lo habíamos hecho. Superman sangraba. Se dolía de los golpes, sus huesos crujían. Su cara se llenaba de moratones. La rabia se mezclaba con la impotencia y el superhombre nos parecía más humano que nunca. Finalmente, contra todo pronóstico, se nos mostró en imágenes que han quedado para el recuerdo la verdad devastadora: Superman podía morir.
Derrota a la bestia, pero al más alto coste. La muerte de Superman devolvía al personaje a ese estatus que nunca debió perder: el extraño que ama su tierra adoptiva, que ha decido poner sus poderes al servicio de la gente corriente, capaz de los sacrificios más atroces por unos principios tan simples como reconocibles. Superman, en sus primeros años, era el héroe del pueblo. Con su muerte, volvía a manos de esa gente corriente, de la gente pequeña que miraba al cielo asombrada cuando era atravesada por la estela azul y roja del Hombre de Acero. Era épico, emotivo, único e impactante.
Las televisiones de todo el mundo hablaron de la noticia. Periódicos dedicaron ríos de tinta a la caída de un héroe. La cultura popular estaba en estado de shock. Lo habían conseguido. Superman tuvo que morir para que se hablase del cómic, para que la gente entendiese el poder de la narración secuencial más allá del mero entretenimiento. El sacrificio de un símbolo para gritar al mundo entero: esto no es un pasatiempo para niños; forma parte de vuestras vidas.
Por supuesto, Superman volvió. Era un secreto a voces, imaginado desde que le vimos rodeado por los brazos de Lois Lane, inerte, derrotado pero no vencido. Como decía al principio, la muerte en los cómics ha cambiado mucho. Quizá Superman marca la línea entre lo terrible y lo ordinario de este hecho en el mundo de la viñeta. Pero en su momento, fue algo especial.
Hace poco, Zack Snyder volvía al tema de la muerte del héroe en su fallida Batman vs. Superman. Reinventaba la mitología acerca de Juicio Final y llevaba al Hombre de Acero al sacrificio definitivo para derrotar a la bestia, transformada en una especie de Ragnarok extraterrestre. Armado de esa épica lánguida y triste de la que hace gala en todas sus películas, la caída de Superman carece de emoción, de la fatalidad dramática que vimos en los cómics. Sí que es cierto que atraviesa la línea: hasta el momento, ningún director se había atrevido con la muerte del último hijo de Krypton. El optimismo colorista había sido la tónica dominante desde el principio de la historia de Superman en la pantalla, herencia directa del espíritu de la viñeta.
El mismo Snyder se encarga de banalizar el sacrificio con la escena final, en la que adivinamos que Superman regresa a la vida, sugerido como gancho para la próxima entrega del inconexo experimento cinematográfico de DC/Warner. Como suele ocurrir, las ideas que llevaron a este suceso legendario en su momento, no son las mismas que mueven a los actuales responsables de la franquicia. Quizá, matar a Superman no tenga el mismo sentido que entonces y, en el caso de la versión cinematográfica, no tiene más contenido que el guiño al fan y la sorpresa al recién llegado.
A estas alturas, queda como anecdótico, rubricada esta sensación por las propias decisiones de Snyder (y David S. Goyer, guionista del asunto) en esos momentos finales. En todo caso, recordemos esa época en la que la muerte de un héroe hacía contener la respiración al mundo. Superman, el primero de todos, también puede caer. Y resurgir de sus cenizas, continuando con el espíritu mitológico. Por eso sigue aquí, 80 años después, tras muchos avatares y desencantos. Y, me temo, que ya es inmortal.
No creo que mostrar un poco de tierra levitando durante una fracción de segundo sea «banalizar» el sacrificio, en tanto que nadie se imagina que Superman va a acabar ahí su recorrido por ese universo cinematográfico. Tampoco los cómics tardan demasiado en mostrarte que algo está pasando con el cuerpo del kryptoniano, y a no ser que alguien piense que lo que se pretende es mostrar un periplo morboso con un cadáver, está claro que ese cuerpo volverá a la vida unas cuantas páginas más adelante.
Respecto a que carece de emoción, apuntar que el desarrollo que va desde el niño Kal-El del «El Hombre de Acero» hasta el símbolo de esperanza discutido y sojuzgado de «Batman v Superman» es bastante más rico que el que dieron las páginas del célebre cómic, cuyo objetivo principal era el de aumentar la popularidad y las ventas de cómics en un momento de bajón, de ahí que la muerte fuese planteada no como un punto de desarrollo sino como un falso epílogo glorioso para el personaje, haciendo que toda la Liga cayese antes que él en un festín interminable de mamporros y destrucción. Una trama que se hace harto difícil de llevar al cine.