Investigamos
El melodrama musical de la edad de oro del cine latinoamericano
Cuna de tauras y cantores,
de broncas y entreveros,
de todos mis amores;
Melodía de Arrabal. Carlos Gardel
De la Florencia renacentista al barrio de La Boca
En la corte florentina del siglo XVI, en un intento por retomar la pureza de la antigua tragedia griega, se engendra el «melodrama per música» o la primera denominación de un género que, poco a poco, se adueña del sentimiento amoroso y empieza a recorrer las tablas aliado de la fuerza musical. Nada como un aria en el siglo XVII para expresar los sentimientos más profundos del alma o una espectacular coreografía en un melodrama francés pare exaltar el corazón. Con este origen tan culto, el melodrama se transmuta en el tiempo, llega al cine latinoamericano y sus apasionados compases, aunque sea en mudos, logran irrumpir la trama dramática con números musicales o unos contagiosos pasos de baile.
En la Argentina, el tanguero, ese hombre de arrabal, empieza a bailar en las pantallas. A principios del siglo XX, la Casa Lepage, en exposiciones realizadas en París (Francia), Saint Louis (Estados Unidos) y Milán (Italia), incluyen el cortometraje Tango argentino, que exhibe las habilidades tangueras del «negro Agapito» (1). Esta obra también fue vista en las cortes de Alfonso XIII, Víctor Manuel y en el Vaticano, por lo que de alguna manera queda sellado su pasaporte de entrada al Viejo Mundo. Sin embargo, el tango siguió apareciendo en el cine silente argentino, pero fue Rodolfo Valentino en Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1921), de Rex Ingram, que con su puesta en escena absolutamente teatral, impone al mundo un tanguero joven, guapo y seductor. Un jinete que, con las espuelas y el sombrero puestos, baila en el arrabal estudiadas coreografías y sella la entrada del tanguero a Hollywood. Este reconocimiento foráneo hace que también sea reconocido internamente como estandarte nacional. Así Carlos Gardel, sin duda el más grande cantante de tango, hace su incursión en el naciente cine sonoro de la mano del sello Paramount, como actor e intérprete de sus temas en estudios de Francia y Estados Unidos.
La coyuntura de la Segunda Guerra Mundial y la irrupción del sonido favorecen la consolidación de un cine industrial latinoamericano, sobre todo en dos países, cuyos gobiernos apoyan el naciente emprendimiento: Argentina y México. Así las décadas del treinta, cuarenta y cincuenta será la época dorada del cine latinoamericano. El público acudía a sus salas, a ver a sus artistas y a cantar sus canciones.
No puedo, vida mía, explicarte
cómo es que sí te odio
te quiero y te adoro
y no vivo sin ti…»
Te odio, de Félix B. Caignet
Charros vs. Tangueras
La funcionalidad dramática de la música acentúa la naturaleza del melodrama. Se inmortaliza la función del corifeo griego que anuncia futuros acontecimientos. La música popular de los respectivos países fue un sello de identidad, que desde la radio ponía la banda sonora a los dramas cotidianos. Por lo que no es de extrañar que las dos primeras producciones sonoras de México y Argentina combinan certeramente la música con el amor. ¡Tango! (1931) de Luis Moglia Barth, primer largo sonoro argentino, cuenta con populares cantantes de radio como eran Tita Merello, Azucena Maizani, Libertad Lamarque y Alberto Gómez. Contando entre drama y tangos la historia de un cantor que desespera por su noviecita que se ha ido con un galán maduro. Mientras que en México se estrena Santa (1931), de Antonio Moreno, que introduce un bolero de Agustín Lara del mismo nombre y compuesto especialmente para la película. Así Carlos Orellana da vida a un pianista ciego de un burdel, todo un alter ego de Lara, que está enamorado de una prostituta. En ambos casos, el tango y el bolero, por su ascendencia del arrabal, marcan su acento urbano en la música y la trama melodramática a ambos lados del Ecuador.
Esta estela será seguida por todo el continente, en 1938 se estrena en Cuba Romance en el Palmar, de Ramón Peón, que incluía doce canciones de músicos como Ernesto Lecuona, siendo el compositor uno de los pioneros en sentarse al piano en las salas de cine para musicalizar películas silentes, con Bola de Nieve y Gonzalo Roig, entre otros. En el caso cubano asistimos al tránsito de los compases del mundo rural al mundo urbano, la migración de una joven campesina a la capital que se convierte en cantante de cabaret. Así Rita Montaner canta desde «Manisero» un pregón de origen campesino, de Moisés Simons, hasta el desgarrador bolero «Te odio» de Félix B. Caignet, compositor que con el pasar de los años se convertiría en el padre del la radionovela latinoamericana.
En esta combinación de voces de radio venidos a actores surgen los primeros personajes tipos con voz cantante. Así Tito Guizar, que había grabado en Nueva York sus primeros discos y tenía un programa llamado «Tito y su guitarra» en la CBS, se convierte en el «charro cantor», el padre de todos los charros con el estreno de Allá en el Rancho Grande (1936), de Fernando de Fuentes. El personaje del charro ya había aparecido en el cine silente, pero ahora empieza a expresar sus sentimientos en el canto. Sin embargo, la apariencia de Tito Guizar, sus ojos claros y su rostro imberbe, está lejos del estereotipo que impondrán sus hijos más destacados: Pedro Infante, Jorge Negrete, Luis Aguilar, Javier Solís y Miguel Aceves Mejía.
El hijo pródigo será Jorge Negrete, que salta a la fama con Ay Jalisco, no te rajes (1941), de Aurelio Robles Castillo, que impone un personaje bravucón, altanero, autoritario, el charro de apariencia gallarda, de cabellos oscuros y bigotes como símbolo de su virilidad. Y sin duda era lo que encarnaba en su vida real Jorge Negrete, la frontera entre el mito del celuloide y el hombre comienzan a ser difusas.
Al otro extremo del continente, en la Argentina, surge el mito femenino de la canción, las voces del tango y la milonga, encarnadas en Libertad Lamarque, Tita Merello, Amanda Ledesma y Virginia Luque, entre otras. El sello distintivo de estas mujeres serán sus voces, más allá de sus diversos atuendos y personajes que encarnen. Serán madres, hermanas, novias, pero la mayoría de las veces prestarán sus voces a mujeres sencillas, como la Tita Merello en Mercado de Abasto (1955), de Lucas Demare, que interpreta «Se dice de mí», una milonga con letra de Ivo Pelay.
Cuenta una anécdota que, después de leer el guión de La gauchita y el charro, Jorge Negrete protestó: «¿Una gauchita antes que un charro?, eso jamás». La película finalmente se llamó Cuando quiere un mexicano (1944), de Juan Bustillo Oro, y la protagonizó junto a Amanda Ledesma, «la rubia diosa del tango». Sin embargo, éste no será el único duelo entre tangueras y charros. En México, Libertad Lamarque cantó «Loca», letra de Antonio Martínez Viergol, en Gran Casino (1946), de Luis Buñuel, mientras Jorge Negrete, cual mariachi, le canta acompañado del Trío Calaveras «La norteña de mis amores», letra de Vigil y Robles, ambas, joyas del repertorio clásico del tango y la ranchera.
Como vemos, en la década de los cuarenta, ellas serán capaces de migrar, tanto física como musicalmente y salirse del registro gaucho. Contrariamente, va a ser más difícil que los charros se quiten su sombrero. Virginia Luque bien puede lucir provocadores escotes y cantar con la sensualidad caribeña en la producción venezolana La Balandra Isabel llegó esta tarde (1950), de Carlos Hugo Christensen, o enfundarse en una bata de cola y cantar un madrileño cuplé en Del cuplé al tango (1959), de Julio Saraceni. Por otra parte, Libertad Lamarque puede interpreta el bolero «Pecadora» en Mi campeón (1952), de Chano Urreta, y es acompañada al piano por su mismísimo autor, Agustín Lara. A estas alturas de la fama, la cantante se interpreta a sí misma, es el mito de Libertad Lamarque.
No importa, que te llamen perdida,
Yo le daré a tu vida, que destrozó el engaño
la verdad de mi amor
Perdida. Trío Los Panchos
Y llegaron Los Panchos…
Así como Libertad Lamarque podía salir eventualmente en una película, sin ser protagonista, tampoco es de extrañar la presencia de Agustín Lara al piano, que también acompañó a Toña la Negra, una de sus intérpretes favoritas, en Revancha (1948), de Alberto Gout. Era usual que por el cabaret de estudio aparecieran ídolos populares que no pertenecían a la trama y animaran una velada. Así Pérez Prado y su orquesta, que pusieron de moda el mambo, podían acompañar a Lilia Prado, mientras bailan en Pobre corazón (1950), de José Díaz Morales. Incluso en cualquier escenografía podían aparecer Los Panchos como en Perdida (1950), de Fernando A. Rivero, el trío desciende por la escalera de una escenográfica sala de burdel para consolar a Ninón Sevilla con su canción homónima.
Una canción le podía dar el nombre a una película, o una película promocionar una canción, que inmediatamente era un éxito de radio. Lo que se repetirá una y otra vez desde Santa (1931), Noche de ronda (1942), Palabras de mujer (1945), Humo en tus ojos (1946), Revancha (1948), Aventurera (1949), Solamente una vez (1953), por nombrar el caso de algunos de los boleros más exitosos de Agustín Lara, que en sí ya contenían guiones de dramas fatales, y que a la vez nombran a las películas.
Vende caro tu amor, aventurera Da el precio del dolor a tu pasado
Y aquel, que de tu boca, la miel quiera
Que pague con brillantes tu pecado.
Aventurera. Agustín Lara
Las rumberas, mujeres de fuego
Pero aparte de la voz cantante femenina, está la bailarina, la rumbera, un personaje único del melodrama latinoamericano. Ella encarna a la prostituta, de bajo estrato, de vida sufrida, pero de buen corazón, por lo que a pesar de su pasado puede llegar a casarse con un buen muchacho, como el caso de Ninón Sevilla en Aventurera (1949), de Alberto Gout. Las llamadas reinas del trópico destacaron por su tipo absolutamente latino, sus coreografías pletóricas de sensualidad, su versatilidad rítmica, pero sobre por su desafío a la moral imperante.
Así María Antonieta Pons, bailará desde ritmos cubanos en Siboney (1938), de Juan Orol, hasta brasileños en la producción mexicana Konga roja (1943), de Alejandro Galindo. Mientras Ninón Sevilla bailará mambos en Víctimas del pecado (1950), de Emilio Fernández, hasta ritmos de santería en Yambao (1957), de Albredo B. Crevenna, plasmando incluso el primer desnudo del cine cubano. Y Rosa Carmina, la musa de Juan Orol, con sus movimientos de cadera desafiará a la «Liga de la decencia», dejándolo patente en Sandra, la mujer de fuego (1954).
Casualmente, todas nacieron en Cuba y sus retiros fueron casi en simultáneo a finales de la década de los cincuenta, por otra parte, las voces femeninas se empiezan a retirar a los escenarios y cosechar aplausos en vivo. El mundo empieza a cambiar, se introduce la píldora y el bolero empieza a decaer con su intencionalidad erótica. Y los charros prodigios dan sus últimos suspiros, Pedro Infante y Jorge Negrete fallecen en esta década.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Hollywood vuelve sobre sus pasos, dominando los estrenos en pantalla, por lo que decaen las industrias cinematográficas locales, y a la vez, se inicia la invasión del monopolio del disco norteamericano. Un golpe doble, que silencia voces y bailes.
(1) Ver Horvath, Ricardo: Esos malditos tangos. Buenos Aires. Editorial Biblos. 2006. p. 69.