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La propaganda en el cine bélico de la Segunda Guerra Mundial
Desde que el mundo es mundo, el ser humano ha manipulado a sus congéneres de todas las maneras posibles, y el cine, como instrumento comunicacional de significativa importancia, no ha sido ajeno a esas maniobras. A través de la posibilidad clara de transmisión de ideas, la propaganda, en todas sus variantes, fue la punta de lanza con la que las diferentes cinematografías impusieron sus objetivos, modas, ideales o tendencias, por diversas circunstancias, en distintas épocas y momentos históricos, respondiendo, ora a fines o causas justas o justificables, ora a intereses oscuros o directamente infames. Las guerras, y en especial las grandes conflagraciones mundiales, constituyeron un excelente caldo de cultivo para el uso del sistema propagandístico, que permitió desarrollar una serie de herramientas extremadamente útiles a los intereses de cada país combatiente.
Antes y durante la Segunda Guerra Mundial, el cine de género denominado bélico, incidió en la gestación de mitos heroicos, epopeyas colectivas y justificaciones de hechos, e incluso ayudó a la consolidación de sistemas políticos totalitarios, que más tarde o más temprano provocarían tragedias históricas.
Las cinematografías de las potencias involucradas en el conflicto mundial advirtieron rápidamente la capacidad del cine como medio ideal para la propagación de mensajes, y lo utilizaron, natural y premeditadamente, como fuente difusora de ideas y arma de manipulación psicológica que les permitía inculcar pertenencia a una colectividad determinada, imbuir de patriotismo a una nación y fomentar actos heroicos y sacrificios personales. Desde esa plataforma invalorable, tanto los Aliados como los países del Eje, tergiversaron la historia y los hechos, estableciendo distintos paradigmas. Por ejemplo, la figura del enemigo como eje motivador de la lucha; la justificación de un modelo político y social como ente legitimador de acciones bélicas rayanas en la criminalidad; el sacrificio como principio gestor de moral.
El cine bélico americano fue el que logró una manipulación más efectista, en términos propagandísticos y de direccionamiento de sus intereses, contando con una impresionante disponibilidad de medios económicos y de producción cinematográfica a través del sistema de estudios que se venía consolidando en la época previa a la Segunda Guerra Mundial. Ello se vio facilitado, además, por la ventaja, no menor, que tenía Norteamérica sobre las otras potencias combatientes, ya que su territorio se encontraba a muchos kilómetros de las zonas de guerra, a salvo de ataques directos, con excepción, claro está, del perpetrado por la flota japonesa contra la base de Pearl Harbor, hecho que significó la entrada del Tío Sam en la contienda. Esta ventaja favorecía claramente la producción de películas sin contratiempos ni limitaciones, y Hollywood no la desaprovechó. Lanzando todo su poderío y parafernalia de medios a contribuir con el esfuerzo bélico de su país y de sus aliados, fabricó un modelo de soldado, una idealización de héroe individual que instara a los jóvenes a enlistarse en el ejército, la marina o la fuerza aérea, y lo hizo con un claro corte folletinesco, sin ninguna intención de ocultar el objetivo, a través de películas como El bombardero heroico (Air Force, 1943), Sahara (1943), o Romance de los siete mares (The Fighting Seabees, 1944), entre muchísimas otras. Casi todas las grandes estrellas se calzaron el casco, como una forma de aportar a la causa, siendo John Wayne, Humphrey Bogart y Errol Flynn, los más comprometidos y populares en tal tarea.
Si bien la justicia de la causa aliada era ostensible, ya que se combatía a regímenes totalitarios que buscaban la expansión territorial y el dominio del mundo, la historia y los actos bélicos fueron convenientemente adaptados, y muchas veces falseados, para elevar el patriotismo ante la necesidad de que la carne de cañón americana se uniera a la lucha. Así también se construyó la imagen del soldado americano: valiente, justo, romántico, intachable, honesto, respetuoso de las reglas y convenciones de la guerra, héroe innato dispuesto al sacrificio personal en beneficio de sus compañeros de armas, desinteresado e impoluto, atlético y agraciado físicamente. Por el contrario, el enemigo era presentado como un ser vil y traicionero, jamás digno de compasión ni piedad, ya que cualquier descuido hacia un enemigo prisionero resultaba en la muerte del americano por un ataque por la espalda. Allí se observa en toda su dimensión la motivación de la propaganda: autojustificación de hechos propios como respuesta al ataque del enemigo, al que se demoniza.
Es interesante analizar cómo Hollywood dispensó un trato diferencial al enemigo nazi y al japonés, a través del control que ejerció el OWI (Office of War Information) dependiente del Ministerio de Propaganda, cuya directiva era mostrar que el verdadero enemigo no era el pueblo alemán o japonés, sino la doctrina y las ideas de sus gobernantes militares. La ideología nazi fue asociada a la brutalidad y desviaciones sexuales, presentando a sus oficiales como seres desprovistos de moral y sentimientos en filmes como Los hijos de Hitler (Hitler’s Children, 1943), Hitler’s Madman (1943) y The Hitler Gang (1944), donde la base argumental residía en una particular interpretación de la doctrina del nazismo. En cambio, el enemigo japonés fue retratado de manera muy diferente, ya que suponía una amenaza más cercana y su etnia no europea exacerbó la visión racista que ya subyacía veladamente en la sociedad norteamericana, sumado ello a la idea de ataque a traición que supuso la incursión japonesa contra Pearl Harbor sin previo ultimátum. En películas como Guadalcanal (Guadalcanal Diary, 1943) o Regreso a Bataan (Back to Bataan, 1945) el soldado raso japonés, no ya solo sus oficiales, eran mostrados como verdaderas bestias, torturadores y traicioneros, físicamente poco atractivos, calvos y diminutos, e incluso despreciados con apelativos como “monkeys”. En El corazón púrpura (The Purple Heart, 1944), de Lewis Milestone, ocho aviadores caen prisioneros luego de un raid de bombardeo sobre ciudades japonesas, y son juzgados ante un tribunal militar japonés de enervante parcialidad. Sin defensa jurídica, los americanos son torturados y tres de ellos ejecutados durante la farsa del proceso, mientras los fiscales nipones ejercen todo tipo de triquiñuelas para convencer ideológicamente a las tripulaciones americanas de la responsabilidad de su comandante, Dana Andrews. Se manifiesta aquí la visión estadounidense del nipón, impregnada de racismo, que no se advierte en el tratamiento del enemigo nazi.
Si bien esa demonización de la figura del enemigo podría alzarse como injusta y centrar la crítica de la sociedad contra el rol asumido por la propaganda bélica, no sería correcto evaluarla fuera de contexto. Si analizamos esto fría y objetivamente, teniendo en cuenta además los momentos históricos durante los cuales se desarrolló esta actividad propagandística, no podemos más que concluir que esa demonización tiene su lógica. ¿Cuál sería el resultado sobre la psicología de los soldados o del pueblo que debía proveerlos, si el enemigo era presentado como un ser razonable, respetuoso de la vida, socialmente asimilable o humanizado en sus intenciones? Si así fuera, no solo se perdería la fuerza operativa de la propaganda, sino la guerra misma. Además, esa demonización tampoco fue exclusiva del cine americano. El enemigo tampoco presentaba a su contendiente con características positivas, sino que también demonizaba al soldado americano, británico o soviético. Incluso, la manipulación trascendió la figura del enemigo, como por ejemplo en el filme Theresienstadt (1944), de Kurt Gerron, típico vehículo de propaganda nazi, en el que se mostraba el campo de concentración que le da título, como una supuesta ciudad para judíos prisioneros, que la habitan llevando una vida tranquila y normal, contrariamente a lo que realmente sucedía en esos macabros establecimientos.
La cinematografía soviética, por su parte, lejos del individualismo que fomentó el cine americano para la figura del soldado, dirigió sus objetivos hacia la construcción de un héroe colectivo, sumado a la idealización del pueblo como combatiente y a la clase obrera en su sempiterna lucha contra el opresor, en este caso, externo, el invasor teutón ya “demonizado” convenientemente desde antes de la Segunda Guerra en Alejandro Nevsky (Aleksandr Nevskiy, 1938), el clásico imperecedero de Sergei M. Eisenstein. Tal como lo hicieran los nazis, la URSS invadió y sometió también a varios países una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, y utilizó la propaganda para justificar sus métodos. Su cine jamás se permitió siquiera un atisbo de autocrítica y tampoco trató hechos bochornosos, como el asesinato de más de veinte mil oficiales y civiles polacos, luego de la capitulación de Polonia en la Segunda Guerra Mundial, en el hecho conocido como la masacre del bosque de Katyn.
La otra gran potencia, Alemania, procuraba superar su humillante rendición en la Primera Guerra Mundial, construyendo una maquinaria propagandística monumental sobre la idea de la pureza de la raza aria y la superioridad ideológica y espiritual de la nación, capitaneada por una trasnochada élite militarista y totalitaria, que alcanzó su cenit con la célebre El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1935), de Leni Riefenstahl. La cinta contribuyó al encumbramiento del Partido Nacionalsocialista y elevó la figura de su führer, Adolf Hitler, a la categoría de divinidad. Curiosamente, el cine alemán bebió de las fuentes del cine soviético de Eisenstein y Pudovkin, incorporando el componente panfletario que buscaba la manipulación ideológica de las masas a través de la cámara.
De igual manera, el fascismo italiano colocaría un significativo mojón en el itinerario ideológico con Vieja guardia (Vecchia Guardia, 1934), de Alessandro Blasetti, y especialmente con la superproducción épica Escipión el Africano (Scipione l’Africano, 1937), de Carmine Gallone, cuya intención emulatoria de la figura del Duce es más que evidente, como así también la tergiversación de la historia a favor del régimen de turno.
A su vez, el cine británico encontrará al mismísimo Winston Churchill acometiendo la tarea propagandística cuando le encargó a su amigo húngaro Alexander Korda, que había contribuido a la construcción del cine sonoro inglés, la doble misión de producir películas que animaran a los, en ese entonces, renuentes norteamericanos a entrar en la guerra, y que abriera oficinas en Estados Unidos como punto de apoyo para la red de espionaje británico. Korda filmó Lady Hamilton (That Hamilton Woman, 1941), en cuyo metraje intentó inflamar el espíritu bélico americano mediante el speech con el que el Almirante Nelson intenta convencer a los lores del almirantazgo para que no se fíen del ofrecimiento de paz que les hiciera Napoleón. El intencionado discurso, por cierto, fue escrito por el propio Churchill.
La guerra, como acontecimiento trágico extremo, siempre provocó la atracción del público, en una suerte de exacerbación del morbo que anida en la misma naturaleza humana, y que solo puede excitar a quien no ha experimentado sus horrores. Así, los reportajes a soldados veteranos de la Segunda Guerra Mundial, siempre los muestran quebrados emocionalmente, al borde de las lágrimas y quedándose sin palabras, mientras tratan de rememorar y contar al entrevistador las penurias sufridas en las batallas, la pérdida de compañeros de armas, las consecuencias del regreso a casa. Un claro y reciente ejemplo, son las entrevistas que coronan los principios y finales de los episodios de la miniserie Band of Brothers, donde además se observa el profundo respeto que esos soldados dispensan a sus enemigos, que demuestra lo que venimos sosteniendo: la manipulación de la historia bélica o la forma en que se dibuje la figura del “enemigo” dependerá del contexto temporal y de los intereses que los países se vean obligados a defender en un momento determinado de su devenir social y político.
Por ello, al analizar estos temas, es fundamental despojarse de preconceptos y prejuicios, y evitar una mirada sesgada por la ideología con la que se pudiera simpatizar. La guerra es la búsqueda de la destrucción de un ideal por otro, de la supremacía de un interés por otro. Tan simple y tan cruel como eso. No tiene en cuenta costos ni ética, ni el sufrimiento de los pueblos. No sabe de héroes inmaculados ni de villanos irredimibles, solo de política, intereses y dinero. Y ninguna de las cinematografías del mundo logró evitar sucumbir a la tentación de mostrar la guerra como mejor le convenía. Unas lo hicieron con más efectividad que otras. Todas lograron, de una u otra manera, sus objetivos en distintos momentos históricos, inoculando inevitablemente a sus filmes con la ideología imperante en la época en la que las cintas se rodaban.
Ese cine belico propagando la guerra sin cuartel, de las naciones involucradas, siempre honro sus virtudes estéticas de la cinematografia.