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La sombra de Heracles en el héroe moderno

Un detective es convocado por su jefe para encargarle un caso. Llega hecho un desastre porque pasó la noche bebiendo. Luego sabremos que vive solo, está divorciado y su ex y sus hijos no le hablan. Su jefe le advierte de que este caso es su última oportunidad. “Eres un buen poli –le dice– pero tienes un problema con la autoridad”. Le encarga una tarea casi imposible (si fuese más fácil preferiría encargársela a cualquier otro) y el detective la acepta porque es lo único que sabe hacer, lo único que le redime de sus fracasos vitales. Para resolver el caso no sigue las reglas ni la Ley, ni siquiera principios morales básicos. Solo sigue una regla: “nada ni nadie se interpone entre mi objetivo y yo”. En su camino no caben los sentimientos, son un lastre, ni otras debilidades que el alcohol. Su capacidad para la violencia es inagotable, su resistencia física sobrehumana, su crueldad siempre está justificada por su misión. Lo peor que pueden hacerle es ponerle un compañero; él trabaja solo. Cualquiera que vea cine o televisión conoce de sobra el estereotipo. Hace más de dos mil años los griegos inventaron este detective y lo llamaron Heracles (los romanos Hércules). Tardaron siglos en darle forma –Homero, Sófocles, Hesíodo… todos contribuyeron con pinceladas a sus aventuras y su carácter– pero cuando lo tuvieron listo el arquetipo era tan indestructible como el propio Heracles. ¿Por qué sigue fascinándonos? ¿Por qué nos enganchamos a esos héroes individualistas, misóginos, crueles, altamente eficaces ante problemas insolubles y en la misma medida incapaces de amar o que cuando lo intentan destruyen a quienes aman?

Heracles es hijo de la relación adúltera de Zeus con una mortal, Alcmena. Esta es su primera gran contradicción: dios y humano, o ni dios ni humano, nunca sabrá ubicarse entre ambos mundos. La infidelidad de Zeus le granjea el odio de la esposa de este,  Hera, quien envía dos serpientes para matarlo en la cuna; es Heracles quien las mata con sus pequeñas manos. Es su primera hazaña, pero una triste porque tiene su origen en el odio de su madrastra. Curiosamente, un mito femenino que me parece complementario al de Heracles, el de Cenicienta, empieza también en el odio de la madrastra. Y vuelve a ser Hera quien años más tarde, cuando Heracles ya está casado, le provoca un ataque de locura en el que mata a su esposa Megara y a sus hijos. No son sus primeras muertes en arrebatos de ira pero las anteriores, como matar a su profesor de música con su propia lira, no le perturbaron demasiado. La muerte de Megara y de sus hijos, sin embargo, lo deja para siempre marcado por la culpa,  con una necesidad de redención que nunca resolverá. Empieza así el ciclo de Los Doce Trabajos, en que el rey Euristeo, para que expíe su crimen, le encarga doce tareas imposibles que Heracles resuelve con ingenio, mucha fuerza bruta y pocos miramientos. El llamarlo “trabajos” es significativo porque, a diferencia de otro héroe clásico como Ulises, quien se embarca en aventuras persiguiendo sus propios anhelos, Heracles es casi un soldado por muy semidiós que sea. Su culpa le hace aceptar los trabajos sin cuestionarlos; está, por así decirlo, condenado a la obediencia. Mucho más tarde, cuando cree haber alcanzado la paz junto a su esposa Deyanira, esta es raptada por el centaura Neso quien la engaña y consigue que envenene sin querer a Heracles. La paz y el amor le esquivaron siempre. Su tragedia es que su propia fuerza lo deja cada vez más solo y, cuando quiere remediarlo ayudando a los humanos –a los que sin duda ama– lo hace sin contar con ellos. Venerado como la solución, termina siendo odiado como el problema.

Las representaciones directas en el cine dejan mucho que desear porque se quedan en la superficie: un héroe hipermusculado que todo lo arregla a golpes. Una excepción de cierta calidad es Cabiria (Giovanni Pastrone, 1914), rodada en la edad de oro del cine colosal italiano, con guion de Gabriele D’Annunzio, quien renombró a Heracles como Maciste. El propio Segundo de Chomón participó en ella. La película dejó huella por su majestuosidad e incluso influyó en la obra de Griffith, pero el personaje cayó en el olvido hasta 1958, en que Pietro Francisci lo rescata para Le fatiche di Ercole (los trabajos de Hércules). Aunque incluye en la historia algunos de los “trabajos”, representa un héroe sin contradicciones ni horrores que redimir, y deja establecida una versión plana del mito de Heracles. La película tuvo un gran éxito e inició la era dorada del peplum italiano que, a lo largo de la década de los 60,  produjo decenas de películas muy populares.

Mucho más interés tiene la penetración del mito del auténtico Heracles en personajes que dibujan una masculinidad problemática, cuando no directamente tóxica. Toda la saga de James Bond está imbuida de ese espíritu. Como el héroe clásico, Bond es convocado por un hombre poderoso (M, a partir de 1995 encarnado por Judi Dench, una mujer poderosa) que le encarga un trabajo que parece imposible. El encargo siempre se hace con reservas: “no destruyas el mundo para salvarlo” y el lugar donde es convocado tiene algo de palacio de Euristeo y algo de Monte Olimpo en el que se inviste a Bond de poderes para su misión por medio de artilugios casi mágicos. El personaje que creó Ian Fleming va siendo consciente a lo largo de las novelas de la deshumanización a la que le van llevando sus misiones, una duda que en la serie cinematográfica no aparece hasta muy tarde, ya con Daniel Craig encarnando a Bond en la estupenda Casino Royale (Martin Campbell, 2006). Un personaje femenino, Vesper Lynd, al que Eva Green confiere una solidez que rompe definitivamente con el estereotipo pasivo de las “chicas Bond”, anuncia un cambio de rumbo en la saga. La traición, el desengaño, la muerte, rasgan la coraza del héroe que, a partir de entonces, se sabe marioneta de un sistema de poder; no hay misión que no tenga un lado oscuro. Bond/Heracles no encuentra su sitio entre dioses y humanos, porque ni unos ni otros son de fiar.  Siempre hay hombres poderosos que se sirven de los Heracles del mundo para que hagan los trabajos sucios. Literalmente. Uno de los trabajos más difíciles de Heracles fue limpiar las montañas de estiércol que invadían los establos del rey Augías.

Roy Batty, el replicante de Blade Runner interpretado de forma inolvidable por Rutger Hauer, también se encuentra atrapado entre los dioses –sus creadores de la Tyrell Corporation– y los humanos que intentan eliminarlo. Es más poderoso que cualquier androide o cualquier humano, pero fue creado para hacer un trabajo. Semidiós que busca vivir sin límite, asciende al Olimpo en el que vive Tyrell para pedirle explicaciones. Antes de matar a su padre/dios se queja de haber hecho cosas horribles. Más tarde, en el final, alumbrado por su famoso monólogo, se redime salvando a Deckard. La paloma que sale volando de su pecho, aunque simbólica, habla de un sueño de inmortalidad que une a androides y humanos, a humanos y semidioses.

 

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