Festivales
La variedad de Punto de Encuentro en la 62ª SEMINCI
Todos los grandes certámenes cinematográficos tienen, además de su baluarte más representativo, que es su Sección Oficial a concurso, una serie de apartados, de menor graduación, que complementan y apoyan al proyecto estelar. En la popular Seminci (Semana Internacional de Cine) de Valladolid, ese hueco de visita inexcusable navega bajo el epígrafe Punto de Encuentro. Una expectante ventana que acoge bajo su ala las inquietudes formales y estéticas de nuevos realizadores. Su normativa es taxativa en ese aspecto. Se trata de concentrar los primeros o segundos trabajos de sus directores/as. De este modo, actúa como un genuino y destacado suplemento a la programación principal que sirve, aunque sea parcamente, para tomar el pulso al cine que se rueda (la mayoría digital) por la geografía internacional. En poco más de una semana, tienes la mejor ocasión de conocer de cerca una importante variedad de temas y estilos que aportan luz acerca del entusiasmo que todavía el cine y su lenguaje atraen para armar relatos y ser contados con la técnica audiovisual. Un caleidoscopio de propuestas que encuentran en los festivales de cine una plataforma que pone al alcance de un público ecléctico una manera de observar determinados asuntos y transformarlos en imágenes.
Punto de Encuentro ha reunido catorce películas de muy distintas nacionalidades. Todas ellas, por fortuna, han contado con al menos un representante del filme, que ha presentado su trabajo, sin ofrecer muchas pistas de lo que se iba a ver y, luego, tras la proyección, invitaba a la prensa acreditada y a los espectadores asistentes en la sala a entablar un diálogo constructivo sobre lo que se aprecia desde la butaca y las verdaderas intenciones de su autor. De esta manera, el filme y su discurso se reconstruye y se retroalimenta. Lo que se quiere contar, el propósito del cineasta, queda expuesto al reajuste del enunciado en la mente del espectador, que puede percibir las mismas tesis objeto del filme o contradecirlas con puntos de vista que establecen una nueva lectura enriquecedora. Esta faceta, la de la confrontación, el intercambio de opiniones, el descerrajamiento de las claves de la película, es uno de los ejercicios más apreciados por el observador. El receptor recibe un mensaje enrocado en un entramado argumental que puede ser continuista con la intenciones de su responsable o animar una lectura del texto que sugiere perspectivas, si no contrapuestas, sí participativas, que abren otros caminos en las conclusiones referenciales del filme proyectado.
Como mi interés estaba centrado en la Sección Oficial a concurso y, también, deseaba seguir de cerca el ciclo dedicado al más reciente cine islandés, sólo tuve oportunidad de disfrutar de ocho de los catorce títulos exhibidos. Entre los ocho largometrajes vi el largometraje que a juicio del Jurado fue considerado el mejor de esta sección Spina (Asco, Tereza Nvotová, República Checa y Eslovaquia, 2017). Sin embargo, el filme que me tumbó y fascinó fue Napadid Shodan (Desaparición, Ali Asgari, Irán/Cátar, 2017).
Napadid Shodan está construida como si fuese una road movie, intensa y frenética. El molde genérico no es más que una coartada para fijar una incisiva radiografía de la problemática situación de la mujer en Irán. Un objetivo que no es nuevo en el cine iraní y que se presta a observaciones angustiosas cuando entran en juego situaciones relacionadas con el sexo y la religión. Una sociedad patriarcal endemoniada en costumbres arcaicas que ejerce de juez represor y actúa con virulencia cuando se desoyen o desairan las reglas del comportamiento decente. En un clima de flagelante inmovilismo es todavía la condición femenina despreciada y su martirio de un lado para otro de la ciudad para evitar la tragedia es la viva imagen de un país contradictorio. Ancestral en sus costumbres y pinceladas modernas de cara al exterior.
La película se abre con un plano general en el que observamos un coche con las luces encendidas y el motor en ralentí detenido en un descampado a las afueras de Teherán. No se nos dice nada más. A continuación, por corte, vemos a una muchacha que entra en un hospital pidiendo asistencia médica. Informa que tiene una hemorragia vaginal y necesita atención médica. La burocracia del sanatorio le pide autorización o la presencia de sus padres. Dice llamar a su hermano. Nos enteramos que está mintiendo y que el que se hace pasar por hermano es su novio. Han tenido un percance moderno (relación furtiva) y les urge una solución conservadora (reparación del himen). Se marchan a otro hospital público y ahora dicen que están casados. Como no pueden justificarlo se tienen que ir a otro sitio. Deciden probar fortuna en un hospital privado. Asumirán el gasto económico y se terminará el embrollo. Pues no. Los administrativos del centro médico acatan las estrictas normas morales y despachan a la pareja para que se busquen la vida.
Todo en una noche. El ritmo es incesante. La situación se hace insostenible. Sientes y padeces la tortura de la chica. Adivinas, además, la crisis por la que atraviesan los enamorados. Te solidarizas con la protagonista. Se te echan encima todo tipo de pensamientos acerca de una valiente joven atemorizada y desolada que en pleno siglo XXI debe ocultar una relación furtiva con su novio. La cercanía de la cámara, la terrible exposición de los hechos, la espontaneidad de los actores, el clima de ansiedad en la narración, su estilo directo, la búsqueda de ayuda desesperada hacen de esta película iraní un exponente transparente de cómo las tradiciones ancladas en los tiempos de las cavernas menosprecian e insultan a las mujeres y las mantienen como objetos insensibles e inanimados. Desaparición me gustó mucho. El equilibrio entre discurso y narrativa me pareció colosal. Contado en apenas ochenta minutos que se hacen estremecedores, agónicos, que no resultan monótonos, que tienen giros que aportan muchos detalles de cómo está construida y funciona una sociedad dominada por los prejuicios y las radicales posturas morales. Estas razones, y otras, son las que me sedujeron y persuadieron para valorar esta película como la mejor.
Con Spina no se abandona el universo de la mujer como tampoco se aparcan los rompecabezas de los dramas rasposos y áridos. Lena (Dominika Zeleniková) es una chica de diecisiete años en la flor de la vida. Es buena estudiante y comienza a sentir mariposas en el estómago, porque está enamorada de un compañero. Sus padres la quieren. Tiene un hermano discapacitado que asume con disgusto y furia su rol de chico diferente. Como apoyo en la asignatura de matemáticas, su madre contrata clases particulares en casa y elige al profesor del instituto de su hija. Un tipo atractivo que atrae a todas las alumnas. La primera tarde abusa sexualmente de Lena y la viola. La joven, aturdida y sin control en sí misma, no denuncia la agresión y su mundo entra en shock.
Asco entra a saco en el terreno de los desajustes mentales y en la introspección psicológica. Tema de encrucijadas y mundos caóticos. Inocencia perdida e inseguridad. La confianza en sí misma se desmorona. Un acto vil y cobarde queda recluido en la conciencia de una muchacha que no logra exorcizar el daño y lo oculta derivando hacia un comportamiento anormal y psicótico, cuya inestabilidad emocional da paso a su internamiento en un centro psiquiátrico. La víctima es retirada de la circulación, mientras el verdugo vaga a sus anchas. Esta contradicción es un grito de bárbara denuncia, porque una vez que Lena está ingresada Tereza Nvotová aprovecha para dibujar una desalentadora visión de una juventud deprimida y caótica, desatendida, a la que se le suministran fármacos y consuelo con las terapias proporcionadas por los psicólogos, pero no logran encontrar las claves para su rearme mental. Es una película dura y desagradable. Su tema es bastante espinoso y crudo. Habla de una juventud errática y un mundo adulto asentado en el conformismo del bienestar social. Sin duda, la franqueza y naturalidad, y la contundencia de las situaciones dramáticas animaron al Jurado a premiar y alertar sobre la indefensión de los jóvenes en casos salvajes como los apuntados por la película.
Hubo ejercicios arriesgados y muy ásperos que aportaron indicios de la soltura y eficacia en trabajos nada complacientes. El director colombiano Vladimir Durán presentó una de las obras más esquinadas de la sección Punto de Encuentro. Adiós entusiasmo (Argentina/Colombia, 2017) habla de la familia, una veta inacabable que origina un sin fin de historias, que apunta maneras kafkianas cuando menos sorprendentes. El tono sombrío y la naturaleza del relato te obligan a pensar en el autor de El proceso o en cineastas como Roman Polanski. La sinopsis es sencilla y, a la vez, estremecedora. Margarita es una mujer enferma que vive en una casa grande acompañada de sus cuatro hijos. Pero no la vemos. Permanece recluida en una habitación y su familia se comunica a través de una ventana redonda. Sólo escuchamos su voz. Para celebrar su cumpleaños los hijos invitan a los familiares más allegados y amigos y organizan una fiesta en el pasillo y cuarto de baño colindante con el habitáculo en el que está encerrada. Una celebración que se convierte en un ajuste de cuentas. Sátira feroz y desalmada que tiene una buena idea de guion.
Angels Wear White (Los ángeles visten de blanco, Vivian Qu, China/Reino Unido, 2017) tiene dos historias paralelas y ambas tienen protagonismo femenino. Mia es una chica que trabaja en un motel. Se ha escapado de casa y no tiene papeles. Hace de todo. Una noche está de recepcionista y observa como dos niñas preadolescentes sufren una agresión sexual. Es la única testigo. Mientras intenta sacar provecho y rédito de su secreto, las dos jovencitas, por su parte, sufren una situación absurda. Asisten acomplejadas a un embrollo que no entienden, mientras sus padres se ven expuestos a una situación inusual, puesto que el agresor es un importante funcionario policial. Una película sin mucha trascendencia que entabla la diáspora entre la modernidad y la latente corrupción en un sistema todavía viciado y clasista. Tiene una simbología muy fácil (la figura de Marilyn Monroe), pero cede el protagonismo a una chica que mueve las piezas a su antojo y se erige como una decidida mujer que se enfrenta sin ayuda de nadie a buscar su destino.
Enfática y algo absurda resultó Arpón (Tom Espinoza, Argentina/Venezuela, 2017), un filme algo tremendista y aparatoso sobre el énfasis y sobreprotección de un director de escuela que revisa las mochilas de las alumnas para averiguar si el alumnado se droga. Encuentra una jeringuilla en la bolsa de Cata, una joven de catorce años que tras sufrir un accidente en un lago debe cuidarla mientras contacta con sus padres. Su relación con una prostituta y el enredo con maleantes dedicados al submundo de la prostitución hacen del filme un raro híbrido entre thriller y una obsesión enfermiza por parte del profesor que desconcierta sin lograr captar la atención del espectador.
Sin abandonar los puntos de vista de jóvenes chicas inmersas en la búsqueda de sí mismas, el filme Haporetzet (La ladrona, Hagar Ben-Asher, Alemania/Francia/Israel, 2016) aporta otro capítulo que indaga en las contradicciones de una juventud asolada por las dudas. Alex es una chica de 18 años atrapada en el cambio entre la adolescencia y la edad adulta. La ausencia de la madre la deja sin referencia, pero el asalto a su piso por alguien o algunos la hace coquetear con el riesgo y comienza a trepar por las paredes y entrar en domicilios con la intención de robar. Su cambio de actitud y la fortaleza mental que le proporcionan sus atrevidas hazañas la empujan a tomar decisiones de conquistadora. La arrogancia y seguridad en sí misma alcanza un punto que en su vida entra un arqueólogo alemán mayor que él del que se enamora. Si la fantasía de la ladrona es de una exageración (se viste como catwoman) algo tonta, la corriente romántica no deja de ser extravagante y metida con calzador. La película casi deviene en una ensoñación, en la que un altercado sin consecuencias, la soledad y la falta permanente de los padres te arrastra a adoptar soluciones que ponen en entredicho la verosimilitud del relato.
La directora y guionista de Vancouver, Kathleen Hepburn apareció en el escenario del Teatro Zorrilla de Valladolid para presentar de manera breve su trabajo. Entre otras cosas, dijo que la película que íbamos a ver nació de sus propias tripas e inspirada en hechos que conocía de muy cerca. Never Steady, Never Still (Nunca estable, nunca quieta, Canadá, 2017) es coraje puro. Es de esas películas en la que los personajes se enfrentan a los desafíos de la vida. La protagonista, Judy, es una mujer enferma de Parkinson. Su marido, que la cuidaba y atendía, fallece de un infarto fulminante. El único hijo, Jamie, un adolescente, tiene que afrontar varios retos. Trabajar para ayudar a la familia y dedicarle tiempo a su madre. No hay concesiones ni facilidades. Kathleen Hepburn dramatiza cualquier gesto. Sabe cómo mostrar la lucha de su personaje. La cámara recoge el lento y desesperante acto de rutina de Judy. La vemos conducir, haciendo eses por la carretera helada para llegar a la farmacia y comprar las medicinas. Sufrimos con ella cuando se levanta de la cama y sin elipsis se desprende del camisón para ponerse ropas de estar por casa. Este padecimiento se articula y modula, a la vez que asistimos al proceso de maduración de Jamie, responsable y comprometido, pero no deja de ser un joven con sus inquietudes, dudas, complejos, frustraciones y un tema que se repite con asiduidad: la búsqueda de sí mismo y su sitio en una sociedad desapasionada.
Una de las rarezas que visioné en la sección fue Sventasis (El santo, Andrius Blazevigius, Lituania/Polonia, 2017), un filme que se abre con la confesión de un iluminado que se graba en su teléfono móvil y sube el mensaje a las redes sociales, afirmando haber visto a Jesucristo apareciéndose en una pared de un edificio de un pequeño pueblo de Lituania. Este curioso preámbulo no es más una idea de guion para introducirnos en el demoledor ambiente depresivo por fatal de trabajo y los sinsabores de Vytas, un técnico de mantenimiento que se ha quedado sin trabajo y trata de conciliar la vida familiar con su mujer e hijas, salir de cervezas con los amigos, la ilusión por una peluquera que él piensa que está enamorada de él, el empeño por encontrar al autor del vídeo sobre la aparición de Jesús y averiguar si es un farsante o realmente tuvo un encuentro en la tercera fase. Una triste y apagada reflexión sobre la crisis económica y cómo afecta a las capas sociales más desprotegidas.