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Leonardo Favio
Tardío fue mi acercamiento a la figura y obra de Leonardo Favio, probablemente el más grande cineasta de la historia argentina. El recientemente fallecido actor, director y cantante oriundo de Luján de Cuyo, provincia de Mendoza, es uno de esos extraños casos de consenso y conciliación entre público y crítica, y resulta evidente que todo intento por acomodarlo en un esfuerzo colectivo cultural (como la denominada Generación del 60) fracasa ante la rabiosa individualidad poética de su trabajo, tan reconocido y valorado como discontinuo y acotado (solo nueve largometrajes en el período comprendido entre 1965 y 2008, año en el que se estrenó la que terminaría siendo su última película, Aniceto). Y aunque supongo que buena parte de su obra es rotundamente ignorada en el resto del continente, quizás su desaparición física sirva de impulso para resignificar el valor popular de su obra no solo para las nuevas generaciones de cineastas argentinos (que lo suelen tener más presente en sus declaraciones que en sus decisiones formales), sino también para las demás cinematografías en habla hispana, que bien podrían servirse de su potencial expresivo, de su sensibilidad popular y de la religiosidad que desprenden sus imágenes, atributos que configuran una estética de una mutabilidad camaleónica que siempre desborda de emoción y sentimiento y que no se parece a ninguna tradición cinematográfica que se registre en toda Latinoamérica.
El torrente emocional que representa la primera media hora de Aniceto, en parte inflamado por la certeza de estar presenciando el regreso de un gran artista argentino tras más de una década de silencio cinematográfico, podría resultar una excelente puerta de ingreso a su trabajo, donde se podrá dar por comenzado el camino inverso de deconstrucción de su obra, a partir de esos dos números musicales arrolladores que representan el acercamiento entre el compadrito Aniceto y la Francisca bajo una luna anaranjada y un cielo que se cae a pedazos sobre el cuerpo de ambos bailarines, entre el viento y los rayos de tormenta, como si el cineasta estuviera evocando el romanticismo exacerbado de Nazareno Cruz y el Lobo (1975). La solitaria danza del Aniceto bordeando un mural enmarcado por un movimiento de travelling lateral sobre los imponentes arreglos musicales de Iván Wyszogrod concluyen este soberbio preludio ilustrativo de la desmesura que marcó la obra de Favio desde Juan Moreira (1973), su cuarta película, con la que se acercó definitivamente a la sensibilidad popular argentina, a la que solo había logrado aproximarse exitosamente a través de su cancionero romántico, uno de los tantos caminos impredecibles que el artista emprendió en su trayectoria, tras una impresionante trilogía inicial que solo supo recibir reconocimiento crítico.
La figura de Favio cineasta emerge en el marco de una fuerte renovación cultural propia de la década del 60, marcada por las rupturas formales e ideológicas que fueron comunes a todo el cine latinoamericano del periodo, pero que en el caso del argentino no brindaron un legado demasiado significativo para las generaciones posteriores de directores, salvo desde el punto de vista de la revisión histórica de nuestra cinematografía. Fueron los años de Leopoldo Torre Nilsson (figura prominente de esta nueva generación y padre artístico de Favio, a quien impulsó en su carrera actoral y apadrinó en su incursión como director), Rodolfo Kuhn, Manuel Antin, David José Kohon (probablemente el nombre clave de este segmento del cine argentino cuya obra amerita una atenta revisión), quienes irrumpieron en un panorama industrial y cultural debilitado por los sucesivos recortes a la actividad cinematográfica, el cierre de los grandes estudios, la intervención constante de los gobiernos militares en el poder y la proscripción del peronismo, movimiento político y social al que el realizador abrazó en vida con el mismo fervor y devoción con el que desarrolló su obra. Pero como señala el crítico e historiador Fernando Martin Peña en su libro 100 años de cine argentino, la voluntad de Favio dista en mucho de la ruptura deliberada, del “a priori teórico”*. Todo gesto que pudiera ser juzgado como presuntamente moderno, en Favio resultaba pura adecuación al relato en privilegio de la emoción.
La primera película del cineasta mendocino fue Crónica de un niño solo (1964), en donde el realizador volcó varias de sus experiencias de la niñez viviendo en un reformatorio sobre la figura del chico Polin (Diego Puente), con la descripción de sus maltratos y humillaciones dentro del correccional, su eventual fuga y la hostilidad social que, tras su paso por la calle, lo terminará devolviendo nuevamente al encierro, en un relato limpio de cualquier rastro de paternalismo o denuncia social. En ella se distinguen varios de los rasgos que marcaron la estética de aquellos primeros pasos –fotografía en blanco y negro, movimientos de cámara dinámicos y precisos, sobre todo para aproximarse o alejarse de los rostros de sus actores, la larga duración de los planos, el uso de tomas cenitales que remarcan geometrías cuidadas en la composición del cuadro, el fatalismo y la desolación en el tono del relato y la utilización de música clásica barroca (Cimarosa, Vivaldi), que anticipa cierto afán operístico que explotaría en su obra posterior. Muchos críticos de la época encontraron ecos de Bresson, de Truffaut y del Buñuel mexicano en esta ópera prima, pero con sus dos películas posteriores no resultaría nada fácil asociar al cineasta cuyano con otras estéticas del periodo.
En su segundo largometraje de apenas una hora de duración, Favio redobló la apuesta con una paradójica depuración de recursos y una anécdota aun más pequeña que la de su predecesora. Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más (1967) pone en escena un triángulo amoroso entre el dueño de un gallo de riñas (Federico Luppi) y dos mujeres de pueblo (Elsa Daniel y la genial María Vaner, una de las mejores actrices del cine argentino de todos los tiempos y futura pareja del realizador, quien dio cuerpo a la seductora mujer, cuya aparición marcará “el comienzo de la tristeza” en el relato). Valiéndose de un notable manejo de la elipsis para sintetizar la curva dramática del Aniceto, de un montaje rítmico y cadencioso y de una cámara casi en constante movimiento durante todo el primer tramo de la película, Favio logra dar forma a la que fue por muchos considerada como la mejor obra de su filmografía, de cuya mínima premisa argumental se valdría casi cuarenta años después para elaborar un ballet audiovisual que sería la contrapartida formal de aquella segunda película pequeña desde su concepción formal, pero inmensa como muestra del enorme talento del realizador. En 1969, Favio concluye esta primera etapa de su filmografía con El dependiente, donde el virtuosismo en el manejo de la cámara –a cargo del director de fotografía Aníbal Di Salvo- se haría mucho más visible –y ostensible hasta un punto- y encuadraría algunas de las mejores escenas del cine del realizador, particularmente en todos aquellos planos donde conviven de manera tensa y silenciosa los cuerpos y rostros de Walter Vidarte y Graciela Borges –una de las miradas mas enigmáticas y potentes del cine nacional, como también en el virtuoso plano secuencia final que sale desde la ferretería de don Vidal y se aleja velozmente por las calles del pueblo bonaerense de Santiago Derqui, una clara muestra de la osadía formal implícita en la poética de Favio.
A esta primera etapa de su cine que no contó con el acompañamiento del público y que le trajo serios inconvenientes económicos que derivaron en su exitosa incursión como cantante, le siguió otra en clara sintonía con su ya creciente fama de artista popular, incrementada por el rol protagónico que Favio tuviera en uno de sus más grandes éxitos como actor, Fuiste mía un verano (1969), de Eduardo Calcagno, y en donde el realizador dio rienda suelta a todo su imaginario incorporando el color y un mayor despliegue de los recursos en su obra, comenzando con Juan Moreira (1973), una de sus películas más exitosas y recordadas, realizada en una época convulsionada por el regreso definitivo de Perón al país tras dieciocho años de exilio forzado. Estimulado por la apertura cultural que significó este breve regreso del peronismo al poder, Favio retomaba la célebre historia del gaucho rebelde devenido en fugitivo de la ley, que enfrentaba a la prepotencia de los terratenientes bonaerenses del siglo diecinueve que sometían a los trabajadores del campo, una clara exaltación por parte del realizador de la figura de los oprimidos que encontraron en el peronismo el único antecedente de un gobierno popular que los reivindicara en sus derechos. Esta segunda etapa del cine de Favio es quizás la más valorada por el público pero no así la más apreciada por la crítica, que solo destacó la pasión inflamada y sincera inherente al aliento épico del cineasta, que se entregaba a los desbordes formales y a la explosión de la música y el color, algo que se manifestó de manera mucho más ostensible en su siguiente película, Nazareno Cruz y el Lobo, donde se sirvió de un exitoso radioteatro de Juan Carlos Chiappe, una fuente que anclaba todavía más el sesgo popular que caracterizó a este segmento de su cine, para representar la historia de un personaje de la mitología guaraní, séptimo hijo varón que arrastraba la condena de convertirse en lobizón durante las noches de luna llena. Esta incursión de Favio en el terreno de lo fantástico es un exponente insólito del cine argentino, una película que es pura desmesura y que alcanza unos niveles de arrebato y de delirio nunca antes vistos en nuestro cine, que lo emparentan más con las películas de Alejandro Jodorowsky de comienzos de los setenta que con cualquier otra tradición presente en el país. La película se convirtió en el mayor éxito comercial de la historia del cine argentino hasta nuestros días, y aun así sigue representando una apuesta que ningún otro realizador nacional se atrevió a repetir, quizás intimidados por la fuerza expresiva con la que Favio emprendió este reto. Luego de un prólogo fascinante donde se resume el origen de la leyenda de Nazareno Cruz (Juan José Camero), a través de la intervención de una bruja, la película da paso al avistamiento casi beatífico de Griselda (Marina Magali) por parte de un ya adolescente Nazareno, inmortalizado en una secuencia donde el director explota al máximo todos los medios posibles para representar ese enamoramiento fatal y desmedido. La sucesión de tomas donde Favio recorre el rostro oculto entre telas de Griselda, reforzada desde la musicalización coral, los ralentis, la voz del pequeño actor Marcelo Marcote diciendo “Griselda, ¡qué bonita que sos!”, y el zoom hacia los ojos llorosos de Nazareno oscilan entre la osadía y el ridículo, que se extienden hasta la aparición de Mandinga (Alfredo Alcón), en medio de un baile donde asiste la pareja, y que prefigura la tragedia del protagonista, tentado por el mismo demonio para renunciar a ese amor tan intenso como para generar la envidia del mismo Diablo, ante quien Nazareno no claudicará, pagando las consecuencias de convertirse en lobizón y perdiendo así su propia humanidad. Favio seguía sin renunciar a su fatalismo (desde Polín hasta Juan Moreira, todos sus protagonistas acarrean la desgracia de perder su vida o la libertad) en pos de expandir los alcances de su horizonte cinematográfico. El realizador no pudo repetir el éxito de estas dos películas, seguidas de un estrepitoso fracaso comercial como lo fue el de Soñar, soñar (1976), realizada en los albores de la última dictadura militar, con el peronismo nuevamente desterrado del escenario político argentino, donde Favio se sirvió de las figuras del campeón mundial de boxeo Carlos Monzón y del cantante italiano Gian Franco Pagliaro, en la que fue, según sus propias palabras, su película más querida como director, y que terminó derivando en su exilio, sin poder regresar a la actividad cinematográfica hasta quince años después.
Gatica, el Mono llega en un contexto desalentador para la industria cinematográfica argentina como el de comienzos de los noventa, que todavía no lograba ponerse de pie en términos de calidad artística, plagada de visiones anquilosadas, una pesada interferencia teatral y el sentimiento de urgencia por denunciar todo lo acontecido en los negros años de la dictadura, en desmedro de cualquier muestra de talento o innovación. Son los años del cine de Héctor Olivera, Eliseo Subiela, Alberto Lecchi, solo iluminados por los intermitentes aportes de Adolfo Aristarain y los silenciosos y poco vistos trabajos iniciales de Alejandro Agresti. Faltaban unos pocos años para la irrupción de la nueva generación de cineastas de mediados de los noventa que vino a terminar con ese panorama desolador. El regreso de Favio era, en ese sentido, algo más que un gran acontecimiento cinematográfico, sino más bien una nueva posibilidad de recordar la fuerza de una visión autoral que se mantenía en vigencia a pesar de los años de inactividad y que no tenía correlato con la del cine de aquellos años. En la figura de Gatica, Favio podía cristalizar su propia derrota y desilusión, escenificando la caída en desgracia de un sueño que duró poco y terminó violentamente a través de la figura de un ídolo popular que encuentra el ocaso de su carrera, posando tristemente en la puerta de los bares porteños y, finalmente, bajo las ruedas de un colectivo a la salida del estadio de Independiente. Alejada de cualquier convención genérica, Gatica, el Mono está totalmente impregnada por los colores y el artificio propios de la visión de su autor, conjugando el compromiso personal y deportivo de su personaje principal con el proceso político y social de un país que iba a recibir muchos golpes, quizás demasiados para un solo cuerpo.
En los años posteriores a este ansiado retorno, Favio se entrega de cuerpo y alma al proyecto soñado de plasmar su visión del peronismo, en lo que terminó convirtiéndose en una miniserie en seis capítulos y que se dio en llamar Perón, sinfonía del sentimiento (1999). Es probable que este proyecto sea el más polémico en la filmografía del realizador, aunque su apreciación haya permanecido muy al margen del circuito de exhibición argentino, ya que la película no se estrenó comercialmente y dada su muy extensa duración (casi seis horas) solo fue transmitida por televisión en contadas ocasiones. Creo que mas allá de la lectura que cada espectador pueda tener sobre el peronismo, es indudable que Favio termina imponiendo su propia visión ensoñadora, despojada de cualquier tipo de oportunismo (la película fue estrenada muy discretamente en los años finales del menemismo, cuando el peronismo se encontraba ya demasiado manoseado por proyectos políticos unipersonales que nada tenían que ver con la esencia del movimiento, mucho más cerca de un cuadro de nostalgia discursivo que de una alternativa política fuerte y viable para la continuidad democrática en nuestro país). Si bien Favio reivindica figuras sindicales que hasta el día de hoy siguen siendo fuertemente cuestionadas dentro de la discusión política del peronismo (como la de José Ignacio Rucci) y su mirada resulta bastante antipática con las organizaciones armadas que contribuyeron al cuadro de resistencia del movimiento con su líder en el exilio durante la década del sesenta, nada desautoriza a su autor en cuanto a la sinceridad y el entusiasmo con el que vuelca la visión de un sueño personal que desea transmitir a nuevas generaciones. Por momentos, valiéndose de recursos gráficos muy precarios y de una voz en off que acercan peligrosamente la película al didactismo más elemental, Favio termina destilando un nivel de emoción tan fuerte que se sobrepone a cualquier mirada exigente del rigor histórico o una discusión política profunda en torno a la figura política más significativa del siglo veinte en la Argentina. Perón, sinfonía del sentimiento, como bien se menciona en uno de los tantos textos en tributo a la obra del realizador que aparecieron por estos días, debe ser leída más como un acto de fe que como una mirada analítica definitiva sobre ese fenómeno de masas que representó el peronismo en nuestro país.
Tendrían que pasar casi diez años más para que, con su Aniceto, el cine nacional pudiera ostentar nuevamente el hecho de contar en su haber con este cineasta inigualable que, como lo hiciera su inolvidable Juan Moreira encarnado en la figura de Rodolfo Bebán, esperó la salida del sol para encontrar la muerte que clausuró la trayectoria cinematográfica más emocionante, original y sentida que haya dado el cine argentino.
*Fernando Martin Peña, en Cien años de cine argentino (Biblos, 2012).
La nota sobre el Cine de Leonardo Favio es interesante pero incompleta.
Ha faltado un comentario sobre un filme fundamental. Tal vez el mejor de su filmografia.
Tal vez uno de los mejores en la historia del cine argentino.
Me refiero a «El dependiente».
Una pelicula a la que considero una obra maestra. Un verdadero logro del arte popular de nuestro país-
Saludos
Noemi Naón
Hola Noemí. Me tomé mi tiempo para responderte (unos 10 años) pero me interesó volver a viejas notas que había publicado por este medio y encontré estos comentarios. Hago una breve mención de El Dependiente después de aludir a Este es el Romance del Aniceto y la Francisca… pero es cierto que podría haberme explayado más sobre esa gran película en su momento.
Saludos y gracias!
Creo que el caso de Leonardo Favio es excesivamente sobrevalorado y que ninguna de sus películas amerita la concepción de un gran director cinematográfico. Para entender la esencia de los argentinos hay que acercarse al cine de Lucrecia Martel o al de Leopoldo Torre Nilson, donde está todo muy bien expresado sin necesidad de utilizar recursos baratos.
Leonardo Favio un desastre. Leopoldo Torre Nilson acartonamiento puro. Los argentinos no nos llevamos bien con el cine. Es un arte en el que no somos buenos.
quien puede al día de hoy cuestionar a Favio, cuya integridad y amor trasladaba a sus películas, todas ellas geniales y con una dirección en todo sentido grandilocuente…
sí, un genio… y el mejor nuestro claro… salu2…
Todas las peliculas de Favio son un mamarracho, puro grito, escenas bizarras y sobreactuaciones. El tipo no tenia idea de nada.
Si vos lo decís, Betozzo… creo que voy a reconsiderar mi posición sobre el cine de Favio.
A mi me gusta Favio,como cantante,y como director,mas o menos,vi su primera pelicula de los niños del internado,y me gustó,creo que fue un buen director con lo que tuvo y sabia !