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Los amantes del Nuevo Cine Argentino de los 90

Oso rojo

En septiembre de 1994, el trigésimo primer número de El Amante —una revista de crítica cinematográfica argentina— publicaba un escrito de Alejandro Ricagno, llamado ¿Qué ves cuando los ves?, tratando el desconcierto que le provocaban los alumnos de Cinematografía del país, debido a lo que parecía ser un común desinterés. “Me preocupan los estudiantes de cine, como futuro espectador de sus productos, como crítico y como miembro de la especie humana”, escribía Ricagno en un contexto que, para la cinematografía argentina, ya merecía ser distinto.

Resulta que, para ese entonces, el país ya había logrado: superar una oscura época de escasa y mediocre producción —durante el periodo dictatorial—, reabrir las universidades de cine —con más de 5000 alumnos activos en todo el país—, multiplicar por cinco el presupuesto destinado a las películas y reiniciar la Crítica, comenzando con las publicaciones de El Amante. En fin, en la década del noventa, el terreno para un buen cine argentino estaba listo. Sin embargo, parecía ser que nadie sembraría nada en él.

Por lo menos podría decirse que el tipo de films que se esperaban no eran los que llegaban. Porque películas nacionales existían, el problema estaba en que las mismas conducían hasta el hartazgo a quienes sentían una mínima pasión por las renovaciones del séptimo arte. En las Universidades le llamaban el cine Dinosaurio, probablemente con esperanzas de que pronto se extinguiera. Viejo, anticuado y sermonero, recibía el rechazo común de un gran público que tampoco podía deshacerse de él, porque la opción de reemplazarlo por películas norteamericanas —abundantes en cartelera— era solamente otra parte más del problema.

Tampoco se encontraba salida en dirigir la realización hacia el fácil y evidente camino que, sin mucha reflexión al respecto, se nos ocurre como medio de realización “exportable”. El infaltable realismo mágico de una fórmula excusada bajo su procedencia latinoamericana, burlado por Quintín —uno de los directores de la revista— al ser propuesto como solución para la creación de un perfil “industrial-exportador”. De buscar realmente una alternativa, se debía dejar de pensar en imágenes “lindas”, alias postales, que sigan publicitando al país. Y, en vez de ello, empezar a delinear un rostro que pueda parecerse más a sí mismo.

Poco más tarde, el hecho ocurre. En la publicación N° 40, de junio del 95, la revista logra dar el anuncio tan deseado. Durante el concurso del Instituto Nacional de Cine se estrenan nueve cortometrajes que forman parte del film Historias breves (Daniel Burman, Israel Adrián Caetano, Jorge Gaggero y otros, 1995), y El Amante decide publicarlo en su mismísima portada, utilizando dos posters de películas de estreno —a la izquierda el de una Dinosaurio, tachada como “lo malo”, y a la derecha la obra mencionada, señalada como “lo nuevo”—; así, quien conozca los films en cuestión, podrá notar los niveles de contrastes connotativos.

El amanteNo te mueras sin decirme a dónde vas (Eliseo Subiela, 1995), ubicado al margen izquierdo de esta tapa, es el tipo de film que nunca tutea a nadie, y del que solo nos sirve hablar para establecer diferencias. Este, por ejemplo, comprende saltos temporales que nos ubican inicialmente en 1895 —hacia los principios mismos del cine— pero cuando intenta reubicarnos en el tiempo, la diégesis nunca logra alcanzar la actualidad. Su presente es tan ajeno al contexto real de filmación, que quien lo haya visto contemporáneamente, se habrá sentido igualmente un espectador del pasado. Porque el film se compone de la rígida formalidad de una vieja época reflejada en demasiados aspectos de su realización.

Por eso, tras el estreno de Historias breves, la revista celebró la muerte de una contracturada forma de narrar. Y para la ocasión, Ricagno escribió otro artículo, al que esta vez tituló Al fin en el camino; casi en modo de rectificación. Sucede que la autoría de estos cortometrajes correspondía a los antes machacados estudiantes de cine, que en este estreno renovaron, desde el qué y el cómo, toda una forma de realización que quedaría y continuaría en la Argentina; demostrando no solo un indicio común de hartazgo, sino también una reflexión y toma de postura en cuanto a la innovación. Un motivo de alegría —en el despertar mismo de un cine nacional floreciente— que nos deja notar algo muy importante para quienes los vemos en retrospectiva.

El entusiasmo de la crítica estuvo más relacionado a la novedad de un camino distinto que a la total complacencia. Pues todavía hay entre estos, cortometrajes que no disimulan su confección estudiantil, en tanto no logran siquiera entenderse. (Escenario muy habitual en las universidades de cine, donde solo el director y sus técnicos conocen, y reconocen luego, su intención —estos últimos, solo por información que les sopla el primero—). Tanto Ricagno como Quintín lo supieron desde el mismo momento de celebración, pero a pesar de ello —y esto es lo más importante para el éxito procedente— escribieron una crítica positiva, y con eso, dieron su bendición, abriendo camino al nuevo cine argentino (NCA).

Rey muerto

Ahora, la pregunta es qué tenían estos cortos que los volvían tan novedosos. Y la respuesta — además de la que sopla la crítica— es la que se vuelve evidente en el lenguaje en pantalla. Primero que nada, lo mencionado; existe un lenguaje, y eso ya es importante. Segundo, la producción de bajo presupuesto —en contraposición a los 2.300.000 $ de No te mueras—. Se filma con lo que se tiene a mano y con quien se tiene al lado. Se adapta la narrativa al contexto y los recursos técnicos a lo narrado. E incluso, en el pesar de que no todo corto haya llegado a la meta, cada uno tiene una intención de ser distinta. Hay propuestas de estilos y narrativas, y todas difieren entre ellas. Puntos a favor.

De igual manera, resulta conveniente realizar una selección —y no seguir generalizando cumplidos— para destacar que los cortos más sobresalientes son los que mejor se adaptan a esta forma de realización. Quintín propone la excelencia de Lucrecia Martel en Rey muerto (1995). Y Ricagno menciona otros más, entre los que incluye a Guarisove, los olvidados (Bruno Stagnaro, 1995) y Ojos de Fuego (Jorge Gaggero, 1995). Lista a la cual solo añadiría Cuesta abajo (1995), de Adrián Caetano. Porque entre estos, de cierta forma, se marca el principio de un camino a recorrer, en cuanto a la estética y contexto que terminarían caracterizando al movimiento. A las pruebas nos remitimos. No en vano tres de estos nombres se convirtieron luego en referentes, denotando sus primeros cortos como semillas que germinaron en largometrajes de destilada madurez.

Desde Rey Muerto sabemos que Martel busca enfocarse en el personaje femenino; Momi, La Mecha, Tali, Isabel… hasta la Virgen del Carmen son una constante de ese tratamiento en La Ciénaga (2001), que se repite nuevamente en La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008). Mientras la agudeza sonora, en la recreación de sus ambientes y detalles, es pura evolución del recurso que se hace notable ya desde el corto. Lo mismo ocurre con Cuesta abajo, pero en el campo de lo visual. Esa cámara, que se ubica más por inteligencia que por estética, y que en medio de la tensión se toma en mano, parece ser ya la experimentación del lenguaje que luego desarrollaría la escena inicial de Pizza, birra y faso (Adrián Caetano y Bruno Stagnaro, 1998) y, más tarde, las de un Un oso rojo (Adrián Caetano, 2002).

Sobre todo, en lo general, resulta importante destacar que estos tres pioneros impulsaron un cine con vistas a la calle, al haber retratado —me gusta creer que con exactitud— sucesos, espacios y formas de hablar cotidianos. El mismo Guarisove u otros films, como Graciadió (1997) y 5 pal’ peso (1998) —hechos con “poco menos que un mango” por Raúl Perrone— recalcan el interés por el dialecto desde el título mismo. Y con ello no solo eliminan el drama impostado en un nombre como No te mueras sin decirme a dónde vas, sino que también reemplazan lo acartonado de sus diálogos. Los personajes abandonan las formalidades del aquí, para dar paso a la espontaneidad del ashá; empapando al NCA de un tono particular, y sobre todo, mucho más actual.

¿Sabéh que conocí una mina que la calentaba lobelisco, loco?

¿Cómo la calentaba?

Qué se sho, decía que era unaspecie de pene que… que captáa toa lasondas porongóticas que circulan por la ciudá, bolúo.

… No sé, loco. A mí no me cabe-so e ponéh una poronga giganten meio la ciudá. [Ha]y que seh porteño pa pensáh eso eh.

¿Acaso este dialogo entre Pablo y Córdoba (Pizza, birra y faso) no es esa muerte tan buscada en las postales? ¿Qué formalidad de un respeto al monumento patriótico cabe en esta escena? En ese sentido, Argentina no intenta publicitarse en su cine, por el hecho mismo de que a la cámara de Caetano y Stagnaro poco le apetece lo fotografiable, y nada le importa mantenerse estable o censurarse el pulso; la imagen se enfoca solamente en contar y adaptar su lenguaje al contexto desde el cual se posiciona a hablar. Lugar que se aleja de cualquier pasado moralizador, al nunca intentar levantar juicio sobre todo lo que observa hacer a sus personajes. Ella solo los sigue.

Pizza, birra y faso

Igualmente, el NCA no solo proveyó estéticas realistas. En contramano también estuvieron otros, y entre ellos Martin Rejtman, quien en Rapado (1996) propuso personajes parecidos a Pablo y Córdoba, pero desarrollados en un tono muy distinto; el que con Silvia Pietro (Martín Rejtman, 1999) y Los guantes mágicos (Martín Rejtman, 2003) se tornó más evidente. Eso sí, también a Rejtman le ocuparon los mismos asuntos y por ende habló una misma jerga; interesado en el diálogo de sus personajes —en Silvia Prieto, se alejaba a escuchar las entonaciones en vez de mirar las actuaciones por el monitor— y denotando economía en el lenguaje y la realización, fue también otro de los pioneros, aunque su estética y personajes hayan presentado una particularidad distinta.

Sobre este, El Amante había publicado una entrevista, donde el autor menciona a Rapado como producto de lo ya expuesto: el hartazgo con el cine precedente y la intención de empezar de cero para dirigirse a uno contemporáneo. Lo mismo que ocurrió con las respuestas de los directores de Historias breves, no se habló de otra cosa. La nueva generación se había hartado del estatus de los temas “importantes” y de películas de “supuesto vuelo”, de falsa poesía. Y en contraposición adoptaron un lenguaje nuevo —en principio, diverso— visceral y directo, sin moral, ni censuras; que, vuelto a ser descrito, ¿no le parece a alguno, bastante parecido en tono a El Amante que tanto lo esperó llegar? ¿No encuentran similitud quienes conocen sus páginas?

Por lo demás, hay mucha historia que queda en medio —el auge de nuevos directores, revistas y un prestigioso festival— pero nada que lo haya librado de su inevitable fin. En palabras de Agustín Campero, “el NCA surgió y creció contra algo” —como lo habíamos visto— pero, en su desenlace, el movimiento terminó en lo mismo que había repudiado; la uniformidad y la decadencia. De nuevo el hartazgo; por la repetición de formas, el calco de temas, la ausencia de historias… Sin embargo, desde lejos —por no ser más la corriente dominante, probablemente— podríamos mirarlo con cierta nostalgia que, a pesar de ilusoria, uno siente hacia un cine al que le incumbían las formas del cómo, y no las decisiones del qué, debemos narrar. Con ello, no me sigo refiriendo al cine dinosaurio, extinto ya en esos tiempos, sino a la actualidad. Volvimos a fijar los temas “importantes”, alejándonos de aquella frescura que Quintín celebraba en su momento: “[Estos films] no enseñan a vivir, no sermonean, no hacen discursos, no rompen las pelotas, si me disculpan”.

Por lo menos nos ocurre a unos cuantos que, capaz seamos dinosaurios, pero todavía nos consideramos amantes.

 

Fuente:

Campero, A. “El Nuevo Cine Argentino: Raíces y evolución”. En Ventana Indiscreta, nro. 2, pp. 23-29

Ricagno, A. “¿Qué ves cuando los ves?”. en El Amante, nro. 31, pp. 38-39.

Ricagno, A. “Al fin en el camino”. En El Amante, nro. 40, p. 22.

Quintín. “Divisas y Dinosaurios”. En El Amante, nro. 40, pp. 19-21.

Quintín y Bernárdez, H. “Conversación en el Maxi”. En El Amante, nro. 40, pp. 23-25.

Quintín y Ricagno, A. “Un cine contemporáneo”. En El Amante, nro. 53, pp. 14-15.

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