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Los monstruos de Herzog, y los nuestros…

El sueño de la razón produce monstruos. Francisco de Goya

 

“El vino se parece al hombre: nunca se sabe hasta qué punto se le puede apreciar o despreciar, amar u odiar; ni cuantos actos sublimes o crímenes monstruosos es capaz de realizar. No seamos, entonces, más crueles con él que con nosotros mismos y tratémosle como a un igual”
Charles Baudelaire

El sueño de la razón produce monstruos”
Francisco de Goya

Ellos son personas bien proporcionadas, encantadoras y bellas. Cuando uno mide apenas un metro de altura el mundo que lo rodea está totalmente fuera de proporción. Los monstruosos no son los enanos sino nosotros y la sociedad que nos hemos creado”. Así se refiere Werner Herzog a las personas con la condición de acondroplasia, y que este director muniqués escogió como protagonistas de su film También los enanos empezaron pequeños (Auch Zwerge haben klein angefangen, 1970). El enanismo, como comúnmente se denomina a esta enfermedad, resulta una metáfora más que adecuada para representar la condición de los tiranos y los déspotas y su inmensa pequeñez en su delirio de poder, pero también el efecto que producen las tiranías en los tiranizados. ¿El resultado?: ¡degradación generalizada!

Este largometraje muestra casi en tono documental, como es frecuente en Herzog, la curiosa rebelión que se desata en un correccional, ubicado en un aislado y volcánico pueblo de Lanzarote, entre un grupo de internos que se enfrenta a la autoridad del Educador, quien ha retenido, y mantiene atado a una silla, a uno de sus compañeros, mientras se muestra implacable e intransigente en su empeño de hacer cumplir las normas y de infundir respeto. Los pseudo-diálogos que este pequeño Educador-Dictador sostiene en su encierro con el rehén –quien no para de reír y jamás habla– otorgan un carácter delirante a estas escenas. En varios momentos lo escuchamos preguntarle, casi rogando por una respuesta, “¿qué harías tú en mi lugar?”, solo para chocar con el empecinado silencio del pequeño prisionero y volver, como una noria, a su argumento de que debe mantenerse firme e imponer la disciplina, mientras camina de aquí para allá como un poseso. No es banal la pregunta ¿quién es prisionero y quién está libre?

Lo curioso es que estas personas “encantadoras y bellas”, como las llama el director alemán, mundialmente conocido y aclamado por su vasta y peculiar filmografía plagada de antihéroes, van convirtiéndose, ante nuestros atónitos ojos, en pequeños monstruos, frenéticamente entregados a la destrucción de todo lo que les rodea en medio de un caos que llega al delirio, aderezado con risas histéricas, desenfreno y crueldad. Con lo cual, Herzog parece decir que, enanos o no, todos los seres humanos podemos, bajo las circunstancias propicias, desatar esos demonios que yacen dormidos bajo el sueño de la razón. ¿Plantea Herzog, además, la inutilidad de las protestas violentas frente al autoritarismo, tan en boga en el mundo por aquellos años sesenta? Y aún hoy…

El enanismo, imagen que nos produce a la vez repulsión y atracción –suele ocurrirnos frente a lo excepcional–, como todas las rarezas, es la metáfora que escoge este director para representar un lado grotesco de la condición humana y de las sociedades que los humanos han construido. Sin embargo, ¿qué es lo verdaderamente monstruoso aquí? No son los enanos, es su comportamiento, y esta es una diferencia central para acercarnos a la comprensión de lo monstruoso. Solemos tener asociado lo monstruoso con lo peligroso, pero no son sinónimos, necesariamente. Lo que sí suele, en cambio, tornarse peligroso son los extremos de crueldad a los que somos capaces de llegar para destruir, confinar, apartar de nuestra vista, es decir, aquello que nos confronta con nuestra idealizada mirada de nosotros mismos. Hay algo en nuestra psique que, a pesar de la fascinación que le produce, se protege frente a lo diferente, y el arte ha sido una de las expresiones del alma que más se ha empeñado en desocultar lo diferente, lo raro, lo cruel, de nuestras naturalezas. Los artistas saben, en fin, que no por ocultarlo, lo monstruoso desaparece. Al contrario, ¿no?

El cine ha mostrado desde siempre ese efecto que lo monstruoso produce en nosotros, en las irresistibles imágenes que van desde el clásico Nosferatu, pasando por los diversos King Kong, Godzilla, Manos de Tijera o el Fantasma de la Ópera, para nombrar solo algunos, hasta el reciente monstruo acuoso de Guillermo del Toro que, como pocos, ilustra ese efecto de fascinación-repulsión que puede incitarnos el deseo de matar o de amar.

Nosferatu, de Werner Herzog

La definición de monstruoso del diccionario se refiere al ser que tiene alguna anormalidad, con lo cual, ya todos, junto a nuestras variadas anormalidades, físicas o psíquicas, entramos en esa categoría. Pero también hay otra definición que reza “contrario a la naturaleza”. Así que, o modificamos la definición de monstruoso o la de humano, para permitir que las palabras nos reflejen mejor. Pareciera que la normalidad apela más a la frecuencia de ciertos rasgos, frente a la infrecuencia de ciertos otros; pero a estas alturas, recorridos ya unos 300.000 años desde la aparición del hombre, tendríamos que ir sabiendo que el ser humano viene a estar mejor representado, pese a nuestra tendencia a la idealización o a la satanización, por esa figura mitológica bien conocida, el centauro, mitad animal-mitad hombre, y más propiamente por el más conocido de todos ellos, Quirón -el curador herido-, cuya imagen nos lo muestra portando un arco y una flecha dirigidos hacia el cielo. Es así, como nuestra humana condición parece hallarse a medio camino entre la tierra y el cielo, y mientras tanto, vamos siendo halados por los más primitivos instintos o por las más sublimes tendencias hacia lo alto.

Y si del lado primitivo se trata, en También los enanos…, Herzog intercala curiosas imágenes de gallinas blancas en una suerte de canibalismo (ya sabemos que los humanos también son capaces de hacerlo, hablando de rarezas…). Quizás al mostrar tales escenas, justo en medio de la demencia de los pequeños hombres y mujeres, que hace rato ya han abandonado de cuajo su condición de encantadores, además de una suerte de exorcismo frente a uno de sus terrores personales –los pollos, las gallinas–, el director está enfatizando la cercanía de los humanos con la animalidad.

Algo que Werner Herzog ha hecho, incesantemente, con las imágenes, es mostrar la variopinta humanidad en su fértil y casi teratológica filmografía. Podemos ver a enanos, villanos, psicópatas, megalómanos a lo largo de sus obras, caracterizadas por su preferencia a retratar antihéroes, embarcados en hazañas destinadas al fracaso, como Fitzcarraldo (1982), empeñado en llevar la ópera a la selva amazónica, protagonizada por el alucinante Klaus Kinski –con quien Herzog, por cierto, entabló una deforme relación plagada de atracción-repulsión–; o a Kaspar Hauser (El Enigma de Kaspar Hauser, 1974), mostrando de manera impecable la monstruosidad del hombre civilizado frente a la inocencia del primitivo; y no podemos dejar de mencionar uno de sus más alucinados documentales, El Hombre Oso (2005), en el cual Herzog filma a Timothy Treadwell, amante iluso de los osos, que creyó posible vivir en armonía con las hermosas e imponentes bestias, y que fue asesinado por uno de ellos. El exceso de ingenuidad puede ser monstruoso también, ¿no?

También los enanos empezaron pequeños, de Werner Herzog

La banda sonora de También los enanos empezaron pequeños merece mención especial. Desde el principio, y luego aquí y allá, se escucha una isa, canto folclórico de las islas canarias, en un tono agudísimo, que confiere una irritante estridencia a las escenas, en las cuales se escucha, que paradójicamente son apacibles, bucólicas. Nos abruma la omnipresente risa de los pequeños internos desbordados, en abierto contraste con las fechorías que comenten y que aporta un carácter delirante a los acontecimientos que atestiguamos, mudos, como el hombrecillo atado a la silla, pero incapaces de reírnos. Pero, también escuchamos el cacareo de las gallinas caníbales, y sobre todo, los repulsivos chillidos de un cerdo martirizado por los alucinados rebeldes. Y si algo faltara a esta diégesis apocalítica, tenemos el añadido del golpeteo constante de los bastones de dos enanos ciegos. ¿Extraño, en este universo herzoniano?

Pero como lo monstruoso no se reduce a las deformidades físicas, en las últimas escenas de este largo, descubrimos algo más: el Educador, en frenética estampida, se detiene de pronto a entablar una quijotesca querella con un árbol seco que lo apunta irrespetuoso con una de sus inertes ramas. El representante de la autoridad no está dispuesto a ceder y amenaza con mantener su propio brazo alzado, apuntando al insolente, hasta que aquel desista. Un último guiño de Herzog, que hace aparecer, pues, otra frecuente anormalidad, la locura, en carne y hueso. Y si recordamos que el idioma que aquí hablan todos estos pequeños seres desquiciados es el alemán, el plato está servido.

Un comentario final sobre lo monstruoso, que puebla el cine a lo largo y a lo ancho, más allá de Herzog, y más allá de las anormalidades físicas obvias. En una de las más impactantes escenas de película alguna, la genialidad de Jane Campion nos obliga a ser testigos de la monstruosa mutilación de una mujer muda, que ama tocar, y comunicarse, a través del piano, y a quien su marido le rebana un dedo, cegado por los celos, pues su mujer se ha enamorado de un despreciable hombre primitivo. Es la magnífica El Piano (1993).

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2 respuestas a «Los monstruos de Herzog, y los nuestros…»

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