Críticas
Los encantos del melodrama
Los muelles de Nueva York
The Docks of New York. Josef von Sternberg. EUA, 1928.
Los filmes del cine mudo tiene un método fundamental para atraer al espectador: su valor estético, que se manifiesta a través de imágenes poderosas y bellas. En cuanto a la historia que se cuenta, se facilita el contacto efectivo con el público si se trata de un melodrama. Los melodramas se acercan a la emotividad, establecen lazos afectivos y aunque falten los sonidos y las palabras habladas, el oyente llena eficientemente los vacíos sonoros, tapizando la historia contada a medias, con su propia imaginación, con sus sentimientos.
Los muelles de Nueva York trata de un romance de puerto, de uno de esos amores de marinero que transcurren en tabernas y en pensiones de mala muerte. Pero en esta ocasión el romance es más fuerte que las circunstancias. Todo comienza con un intento de suicidio. Mae (Betty Compson), la protagonista, se arroja a las aguas grises del puerto. Pero no la vemos caer, son los reflejos en el agua, los temblores de las ondas lo que apreciamos, presentados de forma magnífica, en contraste con la imagen previa, en la cual un barco que se acerca al puerto deja caer el ancla a las aguas, de modo tal que la caída, aunque silenciosa, está descrita con tal lujo de detalles visuales, que en realidad aparece violenta y ruidosa. En una tercera escena acuática, Bill Roberts (George Bancroft), el protagonista, se arroja a las aguas para rescatar a Mae. Estas son las claras pinceladas de arranque de una obra de arte melodramática. Hacia el final, cuando Mae se ve sometida a circunstancias parecidas a las que la llevaron a sus intentos de suicidio, aparece de nuevo en la pantalla la imagen de las aguas que se mueven silenciosas y tenebrosas. Nada más claro se podría expresar para comunicar al espectador el estado de su alma.
El ambiente literal de los muelles de Nueva York está descrito en la película por dos espacios, una taberna (The Sand Bar, el banco de arena, donde no encallan barcos, sino vidas) y las habitaciones de un hotelucho de puerto. Es un mundo de borrachos, de sexo y prostitución, con escenas violentas y de machismo. La cámara nos lo deja ver con planos lejanos, sin que tengamos mayor inmersión en los detalles ni en los diversos personajes que van desfilando. Curiosamente se nos cuentan tres historias matrimoniales. La primera tiene que ver con Mae, una joven bella y dulce, a quien la extrema dureza de su vida fallida la ha llevado a la prostitución, hasta llegar a pensar que para ella no hay ninguna relación amorosa posible y estable, y ello la ha llevado al desencanto y al cinismo. La segunda se establece con la aparición bastante sorprendente de Hymn-book Harry (algo así como Harry el Himnal), un extraño pastor, protagonizado por el gran Gustav von Seyffertitz, quien al parecer anda por el mundo enderezando almas descarriadas, capaz de bendecir un romance de bar con las santidades del matrimonio. Y esto es lo que ocurre en la tercera narración matrimonial, que se da como una especie de broma y de apuesta cuando Mae y Bill se casan frente a una corte de borrachines en el Sand Bar, en ceremonia presidida por Hymn-book Harry, luego de que Bill, para sacar a Mae de sus desilusiones, le plantea que se casen, demostrando así que para ella sí existe redención, aunque en su mente de aventurero indiferente, al final todo se trate de una farsa.
Bill es un verdadero personaje de melodrama. Es un fogonero de barco, acostumbrado a pasar sus días en las negras y ardientes calderas de cualquier barco, es pendenciero y altivo, siempre confiado en su fuerza física, sin que nada le atrape ni le limite, sin que arrastre preocupaciones ni compromisos. Cuando el barco fondea en los puertos, él y sus compañeros se asean, se visten con sus mejores prendas y desembarcan a gastarse sus ganancias en sexo y en diversiones. Pero desde el comienzo mismo de la película se nos advierte que realmente es un héroe, capaz de arrojarse a las aguas para rescatar a una mujer desconocida, sin esperar recompensa ninguna. Es un héroe complejo, que no cree mucho en las personas, acostumbrado a las durezas del oficio y de la vida.
Cuando se va tejiendo su romance con Mae, el duro machismo, el engaño desenfadado y las indiferencia de Bill, así como el cinismo y el desencanto de la joven, se van deslizando por una extraña espiral de circunstancias que los van transformando, dejando ver sus naturalezas más tiernas, más profundas y más hermosas, algo que el espectador anhela, estando ya atrapado por los encantos del melodrama y por la estética de las imágenes.
Josef von Sternberg fue un extraordinario director, que nunca renunció a su esencia de maestro de la imagen y de la belleza visual. Después de una carrera fulgurante que tuvo mucho que ver con el desarrollo de la actriz Marlene Dietrich a partir de 1930, su estrella se fue apagando, en parte porque el público no siempre fue capaz de apreciar la magia visual de sus trabajos. Sin embargo, su última obra, Anathan (1953), rodada en Japón, se considera maestra (es la historia de un grupo de marineros japoneses que sobreviven en una isla selvática, sin saber que su país había perdido la guerra desde hacía ocho años atrás). Sin duda, Los muelles de Nueva York es una de sus preciosas obras de arte, que muestra, además, los extremos de refinamiento a que fue llegando el cine mudo, a través de la sensibilidad, de las imágenes y de la estética.
Tráiler
Ficha técnica:
Los muelles de Nueva York (The Docks of New York), EUA, 1928.Dirección: Josef von Sternberg
Guion: Jules Furthman (basado en una historia de John Monk Saunders)
Producción: Hal B. Wallis
Fotografía: Harold Rosson
Reparto: George Bancroft, Betty Compson, Olga Baclanova, Clyde Cook, Mitchell Lewis, Gustav von Seyffertitz, Guy Oliver, May Foster, Lillian Worth
Interesante comentario que destaca el rol de las imagenes que nos comunican más que las palabras. Y sin bellas, más aun. A veces se habla demasiado, se explica demasiado en las peliculas de ahora. Creo que es algo que nos atrae de las asiaticas, japonesas, rusas, chinas, son silencioasas. Es lo que nos maravillo de «Iroshima mon amour». Esta pelicula es un placer volver a verla una y otra vez. Gracias.