Viñetas y celuloide
Los superhéroes antes de los superhéroes
En los últimos años hemos visto cómo la eterna batalla entre los más conocidos sellos de publicación de cómics se ha trasladado al séptimo arte. Marvel y DC han invadido los cines de todo el mundo con la traslación de sus icónicos personajes a la gran pantalla con la puesta en marcha de sus respectivos universos cinematográficos. Como en su precedente en viñetas, hablamos de mundos cohesionados, donde los diferentes personajes de la casa interaccionan entre ellos en masivos grupos de enmascarados al mismo tiempo que protagonizan sus propias aventuras en solitario. Incluso hemos visto a dos titanes del cómic como Batman y Superman dirimir sus diferencias de manera bastante explícita.
Quizá estemos viviendo cierta saturación de este subgénero que tanto protagonismo ha tomado en las carteleras, pero, si tenemos que hacer caso a su rendimiento en taquilla, parece que nos quedan justicieros para rato. En los planes de Disney y Warner, los grandes estudios detrás de Marvel y DC, hay rodajes previstos hasta 2020, de momento, basados en estos populares personajes. La cosa no queda ahí, puesto que parece que otros sellos, como Valiant, están dispuestos a apostar por la llegada de sus propias creaciones al cine, e incluso el mercado ruso se ha sacado de la manga su propio grupo de superhéroes para competir con la invasión americana en sus mismos términos.
De la radio al papel, del papel al cine
Aunque ahora estos universos plagados de vistosos disfraces y extravagantes poderes son más visibles, no es menos cierto que estos míticos tipos enmascarados se han paseado de una manera u otra desde que el cine se convirtió en un producto de consumo masivo. No olvidemos el auténtico origen de los superhéroes actuales: el pulp literario y los programas de radio dedicados a esos caracteres sacados de las novelas de rápida digestión. En aquellos años previos a la televisión, la radio era el centro del entretenimiento familiar, y no faltaban las emisiones protagonizadas por misteriosos luchadores contra el crimen. La llegada del comic book, con la aparición de Superman en 1937, trasladó esa imaginería a coloridas imágenes, que no tardarían en mudarse al cine. Los programas basados en Batman y Superman llegarían a lo largo de los años 40, en largos seriales estrenados en las salas, precedentes a la llegada de la televisión.
A día de hoy, estas primeras intervenciones de los héroes de la viñeta son tan entrañables como imposibles, debido al escaso presupuesto con el que contaban y al contenido propagandístico que en muchos casos contenían, con los Estados Unidos metidos de lleno en la Segunda Guerra Mundial. Tanto era así que, en la serie dedicada a Batman, se transformó al Caballero Oscuro en agente gubernamental, puesto que la censura no veía con buenos ojos que un tipo cualquiera se tomase la justicia por su mano.
Superman, el primero de todos
Si el Superman de la viñeta significa el pistoletazo de salida del concepto moderno de superhéroe, el estreno en los cines de la adaptación dirigida por Richard Donner es el inicio de la fiebre por los personajes del cómic de hoy. Corría 1978 y los cómics como entretenimiento estaban a punto de entrar en una fase adulta, muy distinta a la percepción infantilizada y reduccionista que se tenía del medio. Autores como Frank Miller o Alan Moore asomaban en el horizonte, pero antes, faltaba el gran tributo a la Edad de Oro de los cómics. Superman aterrizaba en las pantallas, con una historia que a día de hoy es ingenua, inocente, como era el personaje entonces. Aún así, a pesar de esa esencia casi naif, Superman se convirtió en un fenómeno mundial, capaz de trasladar la fantasía de varias generaciones a las pantallas con el despliegue visual más impactante que los efectos especiales podían dar a finales de los 70.
El encargado de dar al mundo el mejor Superman posible, Richard Donner, director que había aterrorizado al mundo entero con la aplaudida La Profecía (The Omen). Tras las diabluras del pequeño anticristo, Donner se coronaba como el gran rey del espectáculo cinematográfico. Superman, por fin, volaba, y de qué manera. Cristopher Reeve se convertiría en parte de la historia del cine, gracias al llamativo disfraz del Hombre de Acero, encarnación magistral del perfecto boy scout que representa el personaje. Clark Kent resultaba torpe, cauto, hasta cobarde, tapadera magistral para el último hijo de Krypton. En el reparto veíamos nombres de auténticas leyendas, como Marlon Brando en el papel de Jor-El, el padre de Superman. Gene Hackman clavaba a Lex Luthor, un enemigo bastante más inofensivo que en encarnaciones recientes. Margot Kidder resultaba magnífica en el papel de la acelerada e intrépida Lois Lane. Superman miraba al planeta Tierra desde el espacio y hacía contener la respiración al espectador, que no hacía mucho había visto esa misma imagen por primera vez gracias a la carrera espacial.
Poco tiempo antes, Star Wars (George Lucas, 1976) gritaba a los cuatro vientos que todo era posible en el cine. Richard Donner tomó el testigo en su visión de Superman, y los superhéroes del cómic esperaban desde las viñetas a dar el gran salto. Muchas de las soluciones que toma esta película, vistas desde el prisma del espectador moderno, resultan hasta sonrojantes. Pero no quita ni un ápice de emoción, ni dignidad, ni calidad a una cinta que, a pesar de todos los avances y despliegues de pirotecnia, sigue siendo el mejor Superman que ha pasado por una pantalla de cine.
Robocop, la ultraviolencia que llegó del cómic
A pesar de la esperanzadora puesta en escena de Superman, lo cierto es que los superhéroes no llegaron de manera masiva al cine. Sí que hubo algunas adaptaciones de cómic a la pantalla, pero más inspiradas por la space opera de Star Wars que de los justicieros enmascarados. Sin embargo, como decíamos hace unos párrafos, el mercado de la viñeta sufría cambios importantes. Los lectores habían crecido, no se conformaban con las historias que habían nutrido su infancia y exigían a su medio que creciese con ellos. Aparece un puñado de autores que cambiarían las reglas del juego, con narrativas adultas, complejas, llenas de simbolismo y crítica. Uno de esos autores es Frank Miller, que desde las páginas de Daredevil introduce elementos de la novela negra, dotando de profundidad psicológica a los lineales caracteres de la viñeta.
Consagrado como gran renovador del noveno arte, Miller se atreve a dar la vuelta por completo a Batman, en una historia que ya es leyenda El retorno del Señor de la Noche. El regreso de un Batman envejecido y crepuscular sirvió a Miller para dar rienda suelta a su mundo plagado de blancos y negros morales y violencia explícita, al mismo tiempo que jugaba con elementos narrativos totalmente rompedores con respecto a la tradición del cómic hasta el momento.
La escuela Miller no tardó en ganar adeptos, y entre estos convencidos creyentes se encontraban Edward Neumeier y Michael Miner, dos guionistas que estaban recorriendo Hollywood con un libreto en las manos, que fue rechazado de manera sistemática, productora tras productora. Hasta que alguien se fijó por fin en las posibilidades de aquella extraña historia de ciencia ficción, metió al indomable Paul Verhoeven en el proyecto y consiguió sacar adelante una película que se ha ganado el título de culto por derecho propio. Si bien no es una película basada en un cómic como tal, son muchos los elementos que se toman prestados de la viñeta, mezclado con el delirante tono casi paródico que puebla la cinta. En cierto modo, Robocop (Paul Verhoven, 1987) es casi una película profética, que describe a un Detroit al borde del colapso, plagado de violentas bandas y sometida por una siniestra corporación. Tras la delirante violencia, usada sin filtro por Verhoeven, se esconde una feroz crítica al sistema económico imperante en la época, en plena borrachera de la administración Reagan. Robocop, tras esa fachada de producto exagerado, nos avisaba de manera muy clara que los villanos están en las juntas directivas de las torres empresariales.
Frank Miller acabó cruzándose en la vida del brazo cibernético de la ley en una farragosa y fallida segunda parte. Ya contamos la trayectoria de Miller en el cine en EL ESPECTADOR IMAGINARIO, y te invitamos a conocer más de esta historia que puedes leer aquí.
Batman, Tim Burton y la histeria colectiva
El cine de superhéroes languidecía, y tras Superman no tuvimos una digna sucesora como fenómeno de masas. Hasta que se cruzaron dos seres muy dados a lo nocturno y siniestro: Batman y el rey de las rarezas, Tim Burton. Como no podía ser de otra forma, Burton ignoró con alegría los cánones oficiales del Caballero Oscuro y arrastró al protector de Gotham City a su terreno. Frank Miller había cambiado las tornas, y ahora Batman era un lunático desquiciado muy cerca del fascismo patológico, y Burton agarró ese punto de locura en la cruzada de Bruce Wayne para transformarlo en una de sus criaturas. El Batman de Burton es un outsider, consumido por su trauma, incapaz de vivir una vida normal. Bruce Wayne ha desaparecido engullido por la criatura que acecha en los tejados de Gotham.
Además, en el aspecto visual, Tim Burton rehizo Gotham a su imagen y semenjanza, una alucinación neogótica, barroca y teatral, que bebía de igual manera del expresionismo cinematográfico y el horror de la Universal o la Hammer. En la ecuación incluye al Joker histriónico y desatado del genial Jack Nicholson encantado de conocerse, y Batman luce como un extraño brevaje, producto de la mente de su director más que de la ortodoxia del cómic. Aún así, es una película fascinante, que resultó un éxito de taquilla incontestable, aunque la crítica quedó dividida. El efecto de su llegada a los cines se denominó batmanía, armada de centenares de productos basados en el personaje, o medios ajenos hasta el desprecio al mundo del cómic hablando de manera pormenorizada de los secretos de este estreno. En 1989, el cine de superhéroes renacía, gracias, sobre todo, al rendimiento económico de la cinta. Las productoras volvían a mirar al noveno arte con buenos ojos.
Darkman, el héroe y el monstruo
A rebufo de este éxito, a lo largo de la década de los 90 veríamos diferentes estrenos con héroes del cómic como protagonistas. Cosas delirantes como The Phantom (Simon Wincer, 1996) o ejercicios de nostalgia como The Shadow (Russel Mulcahy, 1994) no dejaban el género en un lugar de excelencia, pero mostraban cierto interés en la temática, buceando en sus fuentes y regresando a la esencia pulp. Pero de todos estos intentos de dar sentido al género de superhéroes encontramos una rareza bastante personal de Sam Raimi: Darkman (1990).
Raimi se había ganado un nombre entre los fans del terror gracias al éxito de Posesión Infernal (Sam Raimi, 1981), auténtico clásico de culto, que demostraba la facilidad de sacar petróleo de un presupuesto irrisorio por parte de su director. Su estilo visual único le abrió las puertas para llevar a buen término esta historia de venganza que mezcla sin miedo el concepto de superhéroe con elementos del cine de horror, que resulta en una especie de revisión del Fantasma de la Ópera. Raimi puso en la fórmula todo su delirante mundo, repleto de influencias de la serie B. No se puede negar que el estreno de Batman influyese en la llegada de Darkman, que incluso cuenta con Danny Elfman en la banda sonora. Pero, al igual que en la película de Burton, la personalidad del director hace del visionado de esta película una experiencia diferente.
Aún así, hizo concesiones básicas, como el sacrificio de Bruce Campbell, su actor fetiche, por Liam Nesson, estrella emergente más del gusto del estudio. Completa el reparto Frances McDormand, que todavía estaba muy lejos de Fargo, y la sorprendente presencia de Larry Drake en un papel que despertó incluso polémica. El público no aceptó muy bien su cambio de registro, vampirizado por su personaje en La Ley de Los Ángeles, en las antípodas del sociópata al que da vida en Darkman.
Toda una rareza, donde se nos presenta a un superhéroe muy lejos de los caballeros de brillante armadura a los que estamos habituados, y se mezcla la mitología del justiciero enmascarado con la esencia del mad doctor del terror más clásico.
El gran salto con red
El propio Raimi daría el gran vuelco definitivo al género de superhéroes. En 2002 se estrenaba Spider-Man, dirigida por él mismo. Los efectos especiales, por fin, permitían una experiencia en la que el personaje resultase creíble en sus acrobacias. En poco tiempo teníamos en la pantalla a grupos como los X-Men, en manos de directores más que competentes. Marvel veía como se comían su tostada con personajes de los que hacía tiempo no tenía ningún control sobre sus derechos y comenzaba a maquinar su entrada por todo lo alto en esa parte del negocio. La viñeta nunca había tenido tanta representación en la pantalla de cine, en un cambio de paradigma que, al final, ha afectado de manera notable a sus longevas publicaciones en papel. Las taquillas revientan con cada estreno, y las películas tienen, de manera sorprendente, cada vez mayor rendimiento económico. En cuanto a la calidad final de los productos, de todo hay. Películas notables, intrascendentes o directamente insultantes. En todo caso, los que llevamos años enganchados al mundo de la viñeta, asistimos sorprendidos al impacto de estos héroes que, de repente, trascienden su medio y se transforman en parte de la vida de centenares de personas que jamás se hubiesen acercado a estos universos si no fuese por la fuerza de la pantalla.
El futuro parece brillante. Esperemos que el exceso no estropeé la ilusión de encontrarnos con nuestros héroes en la oscuridad de una sala de cine.