Investigamos
Los viajes de Lucas
Cuando nos acercamos a los mundos fantásticos de la primera entrega de Star Wars, la de los setenta y no la cronológica (en el sentido del orden de la narración), lo que se nos presenta es un conjunto de geografías espectaculares que se mueven entre lo majestuoso (el espacio infinito) y lo más pequeño (el planeta desierto, con la granja de los tíos de Luke o el cuartel general de la resistencia escondido en una selva verde y llena de vida). Son, estos, mundos que abren paso a la imaginación y que se basan, en su estructura práctica (lo que vemos, lo que casi podemos tocar como si de algo concreto se tratara, no solo una imagen en la pantalla), en lo que que se define como “realidad”. Son, en otras palabras, mundos que salen no solo del análisis de nuestro planeta, sino que, en buena parte, todavía existen hoy (el desierto de Tatooine es, de hecho, el desierto del Norte de África).
Los viajes de George Lucas, entonces, fueron, en sus primeros momentos, viajes reales que a veces entremezclaban lo que efectivamente “existe” con lo que solo tenía sentido en su imaginación. Se unía, en el rodaje, la voluntad de presentar mundos lejanos y, al mismo tiempo, similares al nuestro, como si, en un juego de engranajes que se unen y se alejan los unos de los otros, el producto final no pudiera sino aceptar la necesidad de una pizca de familiaridad con la que poner en marcha aquel sentimiento de lo imaginario gracias al cual podemos viajar a mundos fantásticos. Se trata, en palabras más llanas, de jugar con el concepto de viaje en cuanto modalidad de descubierta de algo que, hoy en día, no permite descubrir algo totalmente nuevo, sino de poder apreciar el carácter de similaridad y diferencia que se establece en el desplazamiento geográfico. Algo nuevo, sí, pero formado por elementos que ya conocemos.
Lo mismo, al fin y al cabo, es lo que encontramos en la otra gran creación de Lucas (y Spielberg), aquel Indiana Jones que se mueve entre Sudamérica, Europa, Asia, África y Estados Unidos. Y, como siempre, el hecho de disfrutar de los viajes de nuestro arqueólogo se mezcla con la idea de que las aventuras solo puede tener lugar si logramos desplazarnos de nuestro mundo ya conocido, ya analizado, ya estudiado, para así aceptar la belleza de lo desconocido, lo todavía no analizado, lo por estudiar (obviamente por nosotros, no por sus habitantes). El viaje, entonces, es la manera de acercarse al universo (o, en forma menos infinita, a la majestuosidad geográfica de nuestro mundo), y en este mecanismo permitirnos experimentar nuevas sensaciones con las que los filmes nos regalan un placer tanto estético como racional (la belleza del descubrimiento, la que se reverbera en las investigaciones de Humboldt, por ejemplo, o en los viajes de Darwin).
Todo interesante, entonces, y por supuesto de gran valor, como si, efectivamente se subrayara la importancia del cine en cuanto momento de viaje virtual (algo que toda arte comparte, sobre todo la prosa), la posibilidad de desplazarnos de un lugar (el en el cual vivimos) a otros, sin tener que pasar por aquellos horribles momentos de cansancio, de estrés y de decepción en los que a veces incurrimos. Y, efectivamente, los viajes no son solo la forma casi romántica que se nos presenta en la pantalla, sino, sobre todo, aquellos momentos perdidos (para siempre) en los que esperamos a que la fila, lenta y paulatinamente, desaparezca ante nosotros para así presentar el billete y subir al avión.
Es, a lo mejor, el juego que se instaura en Kubla Khan, la posibilidad de ir a otros mundos (y hasta a otros tiempos) sin tener que dejar la comodidad de nuestra condición presente. Vamos allá, a aquellos lugares que nos fascinan, y al mismo tiempo no tenemos que pasar por el sinfín de problemas de los que, para citar a otro gran maestro de los viajes (en la península ibérica, en su caso), no queremos acordarnos. Y no es, como a veces se supone, cierta falta de coraje, de osadía, de dejar atrás la “comodidad” de nuestro presente, sino una reflexión más simple: si tenemos que ir a otro lugar, el viaje tiene que merecer la pena, con sus problemas, sus retrasos, sus interminables momentos en los que el avión (o lo que sea) se mueva hacia nuestro destino final. Y todo esto sin tener en consideración las posibles enfermedades, la dificultad de platicar con la gente de aquel pueblo, el hecho de sentirse extranjeros y, sobre todo, turistas (una clase social, esta, horrible y fantástica al mismo tiempo, por lo menos para los que gracias a ellos viven). Viajar, al fin y al cabo, nos gusta única y exclusivamente si todo funciona bien.
Los viajes de Lucas, entonces, no en lo que a la pantalla se refiere sino al hecho de estar detrás de la cámara, son la demostración de que los directores también buscan aquella tranquilidad que todos, más o menos, queremos compartir con nuestros yoes pasados, presentes y futuros. Una tranquilidad, obviamente, que se refiere al menester del director de cine y que lo acerca al del escritor, sentado en su silla preferida, y que no tiene que luchar contra los elementos naturales, los fastidios del clima, o tan solo el problema de tener, uno de sus actores, disentería (véase John Rhys-Davies en la primera entrega de nuestro arqueólogo estadounidense). Si de viajes hay que hablar, entonces, mejor referirnos al de la fantasía, y no a los reales, o sea a los que mostramos en la gran pantalla y no a los que tenemos que someternos para que se impriman en los segundos (que se suceden los unos a los otros) de nuestra cinta.
Los viajes de Lucas, repetimos, son entonces los viajes modernos que un director logra hacer sin tener que alejarse de su comodidad. Son los viajes en CG que, con el solo uso de un green-screen (o, a veces, azul), permiten movernos tanto por este como por otros mundos, sea esto en nuestra forma de ser espectadores y (lo cual resulta más importante) directores. No es nada nuevo, efectivamente; si por un lado el cine nace con el pseudo-documentalismo de los hermanos franceses y su rodaje de una estación, por otro no hay que olvidar que el cine en cuanto estructura narrativa tiene su origen en el satélite de Meliés. Aquel viaje a la luna, entonces, se repite hoy en día con los avances tecnológicos que nos desplazan a otros lugares sin tener que hacerlo directa y efectivamente.
El uso de la computer gráfica es, en consecuencia, la liberación del viaje mismo para abrir paso a viajes más grandes. Pasamos de lo real a lo virtual y, en el acto, perdemos y logramos elementos tanto positivos como negativos. Lo que Lucas hace en sus precuelas, mezclando lo real (la Reggia di Caserta, por ejemplo, o el Lago di Como) con lo ficticio (el pseudo-coliseo final de los clones, entre otras escenas), entonces, es un uso de la técnica al servicio de la imaginación y, al mismo tiempo, un cambio radical al que no podemos quitar su importancia en el desarrollo del cine. Si bien la CG puede resultarle a algunos espectadores un cambio negativo, la realidad es tal que para los directores esta supone la liberación, como hemos dicho, de los caprichos del clima, del tiempo atmosférico, del comprar billetes y esperar que no haya retrasos o huelgas, así como de la dificultad de tener que rodar ex-post, o sea de no tener que volver allá (se define aquí, con allá, cualquier lugar lejano) y tiempo después para añadir unas frames a nuestra narración, sin tener en cuenta que, efectivamente, si habíamos rodado la escena durante un día caluroso, con un sol brillante en medio de un cielo despejado, la misma condición se debe dar.
Es un mundo nuevo, entonces, que permite ir más allá de las constricciones reales, de los problemas concretos, pesados (en el sentido de no virtuales), de los viajes basados en el desplazamientos de los cuerpos, de las maletas, de las herramientas, de la búsqueda de visas, de permisos, de hoteles, así como de esperar que las condiciones meteorológicas sean favorables, sin olvidar el terrible pero posible problema de lo político (allá, adonde voy a rodar, ¿va a haber cambios en la administración local, regional, nacional?). ¡Qué viva la computer gráfica, entonces! Qué viva, sí, con sus problemas, con su falta, a veces, de detalles, con su impresión de no ser “real”, sino demasiado virtual, pero también con sus ventajas, con aquella libertad casi absoluta para el director de rodar como él (o ella) prefiere, para que si de viajes se habla, que estos sean no el resultado de tener que luchar con una realidad a veces antagonista, esperando tener suerte, sino la concreción de lo que se esconde en (e intenta salir de) la imaginación infinita de nuestro narrador.