Festivales
Mar del Plata 2020 – Competencia internacional
Cada noviembre, el Festival de Cine Internacional de Mar del Plata abre sus puertas en la ciudad costera como pretemporada de verano. Este año, producto de la pandemia y las restricciones a los desplazamientos geográficos y encuentros en espacios cerrados, la 35ª edición se llevó a cabo de manera virtual, con muy buenas condiciones de conexión y amplitud de horarios para poder ver las películas.
Pudimos acercarnos a las once películas que propuso la Competencia Internacional, ocho ficciones y tres documentales. Entre las primeras, más de la mitad están dirigidas por mujeres muy jóvenes que presentan su ópera prima. En su mayoría tocan temas familiares, donde también aparece alguna especie de duelo y, por supuesto, el lugar que ocupa el deseo. Como subtemas, podemos mencionar: el descubrimiento del amor, el conflicto con los padres, las pérdidas irrecuperables, los espacios creativos…
Diversos son los modos, la profundidad o el punto de vista de cada una de las directoras, pero llama la atención la coincidencia temática, seguramente, debido a la preocupación de una generación que está dejando la adolescencia para instalarse en la adultez. Como acostumbramos, haremos un recorrido de acuerdo con el diálogo que estas películas establecen entre ellas.
Una caja de madera finamente tallada es la protagonista silenciosa que abre y cierra Sophie Jones, la ópera prima de la estadounidense Jessie Barr. Sophie acaricia los objetos con cierta curiosidad amorosa. Narrada con cámara en mano, seguimos a la joven en sus actividades cotidianas, donde las clases de teatro ocupan un espacio importante de su vida. Allí alterna con sus compañeros, desprendiéndose de la timidez para volcarse en una búsqueda amorosa vana, sin darse cuenta de que el amor está al alcance de su mano. Localizada en Portland, en la costa del Pacífico, gran parte de las escenas suceden en espacios abiertos, donde el monte, el parque y el río son espacios familiares compartidos, como si allí pudiera conectar con la madre ausente.
La propia experiencia de la directora le ha servido de inspiración para llevar a su personaje a procesar ese duelo a través de las certezas y las dudas que surgen acerca de la vida y la muerte. Barr sostiene que “hacer esta película fue una forma de tomar el control de nuestra narrativa, una forma de procesar nuestro dolor y dar voz a una experiencia compartida. Es una película sobre la transformación del dolor y el sufrimiento en arte y esperanza”. Experiencia que plasma en la incesante búsqueda de amor del personaje, hasta que un pedido de ayuda le da las respuestas que tanto buscaba.
Con actores no profesionales, las secuencias se desarrollan casi espontáneamente, de manera orgánica. De modo que la cámara capta a Sophie en su vulnerabilidad, en sus intentos amorosos, acompañándola en su experiencia de no solo descubrir su sexualidad, sino de procesar un duelo. La escena final cierra esta idea con imágenes donde la cámara se mezcla entre los integrantes de la familia que corren por la playa y desenvuelven la caja del comienzo, como corolario de la importancia que tiene la familia y el entorno en el momento de la despedida de un ser querido y la continuación de su propia vida.
El teatro también es el espacio elegido por el argentino Matías Piñeiro para su Isabella. Si bien sus personajes principales han dejado hace poco la adolescencia, la historia se apoya en el color púrpura, “ni tan frío como el azul ni tan cálido como el rojo”, y sus variaciones, en forma de doce piedras que funcionan como metáforas de las doce dudas existenciales de sus protagonistas. Una narración que vuelve una y otra vez a estos aspectos, convirtiendo en redundancia esa incertidumbre, pero abriendo posibilidades de tratar temas como la vocación, la hermandad, la maternidad, la vida y, sobre todo, la sororidad.
Aquí el relato está estructurado como un mecanismo que va componiéndose en la mente del espectador para ratificar el prólogo, donde se explica la función de cada una de las piedras. La carga poética y metafórica está en ese prólogo, cuya fuerza es tan poderosa, a través de las palabras pronunciadas y la variación de los colores expuesta, que todo lo que se desarrollará a continuación se volverá reiterativo.
Una bella propuesta que por momentos se hace tediosa, pero que tiene como corolario encontrar la hermandad no en los lazos familiares, sino en el semejante. Resultó ganadora del Premio Astor Piazzola a la Mejor Dirección y Mejor Interpretación para su actriz, María Villar.
Red Post on Escher Street (Escher dori no akai posuto), del japonés Sion Siono, plasma en sus interminables 147 minutos la preparación de una película, con una desopilante selección de extras y el entusiasmo desmedido de ellos por alcanzar ese sueño de ser retratado en un pequeño segmento de celuloide.
Con sesgos fantasiosos, el joven y atribulado director es acompañado en el proceso por una guionista, su novia muerta, que insiste en permanecer viva y participar del sueño de la película autoral, a pesar de las presiones inevitables de los productores. El fanatismo de las adolescentes que buscan su momento de gloria y el caos que provoca su rebelión son excesivos en su contaminación visual y sonora. Los problemas ante la creación; las decisiones del productor, que a su vez obedece demandas de alguien que está más arriba; el entusiasmo desmedido de las fans; la competencia entre las protagonistas… son algunos conflictos que deberá sortear.
Por suerte están los extras, que componen una comunidad muy solidaria, guiados por el más veterano, que desvela los secretos de su profesión ante los novatos: “Los extras somos como las hamburguesas, ni el pan ni el queso, sino la cebolla. Somos lo que nadie pide, pero si no estamos, algo falta. Nadie presta atención a los extras, pero sin ellos la película no tiene vida. Los extras se fusionan con la escena y la unen con el arte. Es como una humilde flor que sostiene un paisaje natural”. Para nosotros, lo mejor de la película.
Totalmente opuesta en el aspecto formal, la obra del argentino Eduardo Crespo, Nosotros nunca moriremos, detenta una seca austeridad, tanto en las locaciones del interior de la Argentina (Entre Ríos, en este caso) como en la interpretación de los personajes. Las simples líneas de los diálogos, pequeñas intrusiones en un silencio devastador, van dejando huella de sus relaciones con el fallecido.
Apenas una pista que arroja una página de El guardián entre el centeno permite encontrar la posible causa de su muerte. La tristeza se va apoderando de los rostros inexpresivos de la madre y el hermano del muerto, a través de las breves conversaciones con la novia del hijo o el amigo, personaje entrañable, necesario para mover el mecanismo de seducción ante el espectador, que asiste impávido a trámites y acciones típicas de momento en que el doliente no tiene la lucidez necesaria para enfrentarlos. Su máquina para conectar energías cósmicas aparece como deus ex machina para explicar la partida del hermano mayor, pequeño y suficiente toque fantástico en una historia seca en la que sus personajes que se mueven en locaciones chatas y solitarias.
Si la devastación de la madre está latente detrás de su rostro, es en el hermano adolescente donde recaen los miedos ante la necesidad de abandonar la niñez y asumir una mayor responsabilidad. Es una historia simple, aparentemente desprovista de emoción. En realidad, posee un tono subterráneo fuertemente conmovedor.
De la Argentina profunda también es Las mil y una. Clarisa Navas ha trabajado con “un guion poroso”, como ella lo llama, que se iba adaptando de acuerdo con lo que le ofrecían los actores, a los que incorporó con sus experiencias. Construye un espacio por donde transitan, confluyen o se distancian sus protagonistas. Ese barrio en que creció muestra, en su laberinto, los espacios de libertad o vulnerabilidad con que cuentan sus habitantes.
La escena inicial, un plano secuencia que acompaña a Iris en su juego con la pelota de básquet mientras un joven dice piropos subidos de tono, es la puerta de entrada al barrio “Las mil y una”, en la periferia de la ciudad de Corrientes, donde conviven locales, chaqueños, formoseños y paraguayos. Otros planos secuencia nos incorporan al tránsito por el barrio, recorriendo sus callejuelas donde se celebran cumpleaños, se juegan deportes, se bebe cerveza o se abusa de un joven… Esos recovecos que la cámara transita constantemente son testigos de la búsqueda de la decidida Iris, ante la curiosidad que le despierta Renata, una chica de mala fama. El conflicto que debería presentarse no es motivo para que la historia cambie de rumbo, sino que incrementa la voluntad de Iris, y en consecuencia, la riqueza del personaje.
En el barrio hay varios universos, el de la experimentada Renata y la discoteca donde baila junto a otras chicas, el de los hermanos tan diferentes entre sí como unidos, que sostienen incondicionalmente a Iris en su búsqueda, las terrazas oscuras y solitarias donde el anonimato no siempre es tal. En contrapunto, los entornos familiares sostenidos por mujeres ofrecen contención y comprensión a los jóvenes. La cámara no huye de los momentos límite, sino que se queda observando, exponiendo de manera realista y sin juzgar a unos personajes de carne y hueso, movidos por sus deseos.
Un entorno colectivo también cerrado ofrece la colectividad judía donde ha crecido Danielle, la protagonista de Shiva Baby, ópera prima de la canadiense Emma Seligman. Una comedia cáustica sobre esa colectividad, en la que las apariencias se imponen a la realidad y hay que actuar conforme a ello.
Entre verdades y mentiras, la desenfadada Danielle ve cómo se derrumban sus estrategias para engañar a sus padres y sobrevivir cobrando a cambio de sexo. Uno de sus clientes aparece en la ceremonia de duelo que ha reunido a la familia, donde transcurre la mayor parte de la historia. Este hombre mayor también ha quedado al descubierto y las vendas de los ojos van cayendo. Entre los esfuerzos para tapar una doble vida, aparece un viejo amor y las piezas se van a ir acomodando hacia el final. Pero mientras tanto, se nos ha ofrecido una radiografía de una clase acomodada que debe aparentar ante su familia que todo está bien encaminado hacia el éxito. La cámara sigue a la joven por todos los rincones de la casa, donde el baño es gran protagonista, sorteando los comentarios de personajes que parecen la réplica de su madre.
Finalmente, la reclusión de todos los involucrados en el auto del padre es una breve metáfora de los momentos incómodos vividos durante el día. De alguna manera, es una foto de la vida sin brújula de Danielle, pero aún hay lugar para una certeza, reconocer dónde está el corazón de esta joven que se siente superada por los acontecimientos.
Sobre el amor entre una adolescente y un hombre mayor trata también Seize Printemps, de la francesa Suzanne Lindon en su debut con el largometraje, quien además interpreta a su protagonista.
Basada en vivencias propias sobre la incomodidad de esa edad, el aburrimiento entre semejantes y el encuentro con quien la une ese mismo sentimiento de tedio, esta pequeña historia construye una breve relación con más miradas que diálogos y una compenetración de la que dan cuenta dos escenas coreografiadas, aportando un toque de encanto a la relación aséptica que se establece entre la pareja.
Lindon permite que nos internemos en el amable entorno familiar de la chica y en los espacios vacíos del teatro que cobijan al desencantado Rafael, mientras el café se convierte en un lugar neutral donde se da el acercamiento más curioso y sensual entre ambos. La historia progresa sin prisas, mientras nadamos en esa indecisión propia de la adolescencia, hasta que finalmente, para cerrar se toma una decisión tan desconcertante como el magma sobre el que hemos estado navegando a lo largo del filme.
Moving on (2020), ópera prima de la joven cineasta coreana Yoon Dan-bi, nuestra favorita entre las ficciones propuestas por la Competencia Internacional. No estamos solos, porque ha recibido el Premio Astor Piazzola Especial del Jurado.
Una historia familiar que comienza en el momento que un padre abandonado por su esposa y sus dos hijos dejan el sótano que habitaban para instalarse en la casa del abuelo. Muy pronto llega una tía, hermana del padre, quien, al pelearse con su pareja, busca refugio en el hogar paterno. Los días pasados allí nos permiten detenernos en cada uno de los personajes y sus momentos de alegría o angustia. En la relación entre ellos y en los sentimientos dispares que despierta el anciano en los chicos y en los adultos.
La mirada se posa con mayor atención y cariño en la adolescente y el niño, que equilibran con su melancolía o con su simpatía la seriedad de los mayores. Ella, en momentos de inseguridad, incertidumbre, sentimientos de soledad e incomprensión, es la que suele funcionar como fiel de la balanza ante decisiones extremas que toman su padre y su tía.
La casa del patriarca es una protagonista más, con sus paredes y escaleras de madera, el armario con incrustaciones de nácar, el mosquitero rosado que cubre todo el dormitorio y las esteras donde descansan sus habitantes. El huerto es el mundo mágico del abuelo, un lugar rebosante de vida y alimentos. Si la casa es despojada, el jardín es barroco y hermoso espacio de bienvenida.
A través de las pocas líneas de diálogo, vamos construyendo unos personajes queribles, con sus aspectos positivos y negativos. En la relación con el abuelo es donde se dan los momentos más intensos y emotivos, como la escena a medianoche, cuando la joven baja las escaleras y ve al abuelo disfrutando en soledad de la música, mientras todos duermen … La chica frena su paso y, escondida, su actitud demuestra la ternura que le inspira.
Estamos ante una historia familiar que es tratada sin sobresaltos ni asperezas, fluye como la vida, con alegrías y sinsabores, dejando la certeza de que en la pureza de los jóvenes está lo más bonito de la la existencia.
De los tres documentales ofrecidos por la Competencia Internacional, aplaudimos el Premio Astor Piazzola al Mejor Largometraje, otorgado a El año del descubrimiento, del español Luis López Carrasco.
En un arriesgado metraje de 200 minutos registra los testimonios de los protagonistas de un aciago día en 1992, cuando un grupo de obreros quemaron la Alcaldía. Se cumplían 500 años de la llegada de Colón a América, en Sevilla se inauguraba la Exposición Universal y en Barcelona, las Olimpíadas. Es el mismo año en que España, relegada por décadas, ingresaba en la Comunidad Económica Europea. El país se modernizaba y abría las puertas al progreso y al futuro. Sin embargo, en Cartagena, Murcia, los trabajadores se declaraban en huelga y reclamaban el cierre de las fundiciones, los astilleros y las industrias químicas centenarias ante el alcalde socialista que se negaba a recibirlos.
López Carrasco toma su cámara y con teleobjetivo filma muy cerca los rostros de sus testigos y protagonistas. Como alguna vez nos dijo en una entrevista, a raíz del estreno de El futuro, deja que esos personajes lo sorprendan… En una pantalla dividida, vemos distintos planos de diferentes personas, mientras que, en la banda sonora, en primer plano y no siempre sincronizados, los testigos de una lucha que consideraban justa narran los desmanes que protagonizaron en aquella época, cuando se dieron cuenta de que el florecimiento de España significaba la privatización o el cierre de las fábricas en las que eran orgullosos trabajadores según mandato familiar.
Unos pocos intertítulos y escasas imágenes de archivo colocan en contexto al espectador. En el epílogo, un obrero presente en gran parte de la narración se devela como delegado gremial y se le brinda toda la pantalla. Su discurso es contundente. Sobre el modelo creado por la crisis y la inestabilidad laboral de las nuevas generaciones, que cuentan con una mayor formación profesional, dice: “Antes había derechos y podíamos vivir… ahora la ciudad es bonita y los que tienen mi edad viven de maravilla, pero no sé si mi paisano de 26 años piensa como yo”. Los padres habían luchado contra la dictadura, ellos lucharon contra la Reconversión… pero hoy, ¿contra qué se lucha?
Si El futuro nos hablaba de la Transición, El año del descubrimiento, más que celebrar los 500 años de la llegada de Colón a América, plasma otro momento bisagra de la historia de España, algo que permanecía sin manifestarse: el ingreso de ese país en el Primer Mundo implicaba la entrega de industrias centenarias de las que deberían haberse sentido orgullosos todos los españoles. 1992, entonces, fue el año del descubrimiento de una traición.
El Premio Astor Piazzola al Mejor Guion fue para Adiós a la memoria, del argentino Nicolás Prividera. Construido a partir de filmaciones caseras realizadas por su padre, este documental le permite al autor reflexionar sobre su relación con él, al que empieza a filmar al final de su vida, víctima del Alzheimer. La intimidad propia de este tipo de relato se ve mediada por la elección de la tercera persona, que los convierte en asépticos “el padre” y “el hijo”.
Sobre las imágenes que van ilustrando su devenir, la banda sonora fluye como un río sin frenos ni desbordes, distanciando al espectador que ve cómo el director construye un hilo filial con un padre casi desconocido. La memoria de su infancia, la memoria que pierde el padre, la falta de recuerdo sobre su madre desaparecida, el reclamo subterráneo del padre por no recordarlo y la evidencia de su necesidad de retener el nombre de la mujer en libretas garabateadas, donde se lo recuadra, una y otra vez, para no olvidarlo… habla de toda esa nebulosa en que se mantienen los recuerdos, unas veces accesibles y otras, no tanto.
Un discurso intelectual con ribetes literarios, psicológicos, filosóficos… intenta explicar ese acercamiento a un ser que se filmaba una y otra vez para ser recordado, quizás, por este hijo que, al recibir su primera cámara de las manos de su padre, estaba obteniendo un medio que lo acercara a él. La emoción del espectador se mantiene encauzada debido a las divagaciones intelectuales con que el cineasta estudia la relación con su padre, como lo haría un entomólogo, diseccionando sus imágenes, frases, recuerdos y hasta sus olvidos para rescatarlo.
La memoria es revisitada por un argentino una vez más en el cine. La memoria, que debe transmitirse de generación en generación… y la memoria que huye de nosotros para no espantarnos.
Finalmente, Homelands (Domovine), documental de la serbia Jelena Maksimović, nos lleva a un paisaje donde las siluetas humanas se pierden en la montaña detrás de la nevada. Un pueblo al pie de la cordillera se ofrece como lugar turístico ideal, casas de tejado oscuro con luces cálidas en sus ventanas se recortan contra la blancura de la nieve o la oscuridad de la noche, como si se tratara de una misma imagen en positivo y negativo.
Un paisaje idílico que encierra una historia de guerra entre el ejército y la guerrilla. La construcción en ruinas ha sido testigo de aquellos años, mientras oímos un canto que dice “Me rehúso a que mi opinión sea silenciada, a esperar en vano el momento… me rehúso a ahogarme en la niebla”. De pronto es verano y el campo se ofrece en todo su verdor. El ganado pasta y los pájaros pían. Una suave brisa acaricia el cabello de la mujer, mientras la narradora habla del peligro en que se encuentra el planeta. Esos árboles han escondido a mujeres que luchaban por la emancipación. El paisaje le trae recuerdos de su abuela, que vivió la guerra de Grecia (1946-1949), donde murieron miles de personas y cerca de 28.000 niños fueron evacuados a Macedonia. ¿Será ella una de esas niñas, la que se encuentra con su abuela en estos bosques, cuyas raíces se alimentan de la sangre derramada durante la guerra?
Narrado como un collage, donde desde un presente cómodo y bucólico se rememoran las canciones que cantaba la abuela, se nos presenta como una historia incompleta, debido a grandes elipsis que parecen desconectar el relato, donde las sensaciones se mezclan con la ideología de sus antepasados y la necesidad de un compromiso actual para corresponder el mandato familiar. Quizás el espectador sume su propia experiencia para compartir esas emociones que el filme sugiere. Y quizá, también, esa haya sido la propuesta de Maksimović. No está claro.