Festivales
Mar del Plata 2020 – Competencia latinoamericana
Una cierta agitación de la consciencia
Frente a cada imagen, lo que deberíamos preguntarnos es cómo (nos) mira, cómo (nos) piensa y cómo (nos) toca a la vez.
Georges Didi-Huberman
De las condiciones de producción a las tradiciones heredadas en la crítica cinematográfica, el cine latinoamericano es un cine dinámico que lucha por despojarse de la mirada del otro, que se enuncia desde un territorio apropiado y recuperado donde las inquietudes sociopolíticas se interpolan inevitablemente en la imagen. Un hueco en la calle que permite vislumbrar una vía paralela o un portal que enlaza existencia con memoria, las obras seleccionadas para la categoría Competencia Latinoamericana del 35º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata son películas que se hacen preguntas y esbozan posibles respuestas, en su desconfianza pulsante de las estructuras sociales y estéticas sobre las que se erige su entorno.
El cine latinoamericano refuta ser clasificado, aun siendo de género. Tras seguir a un automóvil rojo desde arriba, al compás de una música estridente y apesadumbrada, un movimiento de cámara lento desciende desde la fachada del Cine Ópera al interior del móvil, donde al volante se encuentra un sujeto siniestro y grotesco. Su rostro oculto por la capucha de un sobretodo negro y sus guantes de cuero, que depositan con violencia los billetes sobre el mostrador, indican lo obvio: él no está ahí para asistir a una función. Estamos en Montevideo a inicios de los años 90. Afuera llueve a cántaros y los personajes de Al morir la matinée (2020) aún desconocen el futuro que les depara.
¿Cómo resignificar los códigos de representación de un género cinematográfico, haciendo una película enmarcada en el mismo género? El director Maximiliano Contenti no oculta las intenciones propias de un subgénero como lo es el cine slasher, sino todo lo contrario, se apropia de aquellos lugares comunes y los explota hasta que, de tan predecibles, se vuelven jocosos. El villano es un asesino devorador de ojos, cuyas víctimas son individuos que asisten a la proyección de una cinta de terror italiana sin el más mínimo interés de prestar atención a lo que sucede en pantalla. Los asesinatos se suceden uno tras otro en la oscuridad de la sala y los espacios circundantes, en aquellos momentos típicos en que el personaje se encuentra solo y desprotegido.
A medida que la película exhibida transcurre en el telón de fondo, con sus imágenes explícitas y gritos de susto, la sangre chorrea también por los asientos de la sala hasta el inevitable momento climático de persecución y escape, cuando el rojo violenta el cuadro. Los personajes, así, se convierten, de a poco, en los protagonistas de su propia película de terror, a la que nosotros asistimos con el resguardo de la ficción. Al morir la matinée se regocija en la idea de una película de terror y, al hacerlo, observa los discursos del cine en un acto de reflexión autorreferencial.
Lo metacinematográfico es una manera de observarse, al menos lo es para Fauna (2020), de Nicolás Pereda. Luego de varios años de ausencia, Luisa visita a sus padres en compañía de su novio Paco. Tan pronto arriban a destino, se encuentran con Gabino, el hermano de Luisa. La presencia de la pareja en la casa, ambos actores de profesión, suscita un interés cautivante hacia Paco, ya que él participó de Narcos, la serie mexicana de comercialización masiva.
En Fauna, los planos son largos y estáticos. En contrapartida, los obstáculos minúsculos que se presentan en el relato, como comprar una caja de cigarrillos o cambiar una toalla usada, se dilatan a proporciones inconmensurables, donde prima la incomodidad y un disgusto que aparenta infinito, porque los personajes, tanto actores como personas, están disociados de su entorno. La película está dividida en dos segmentos unidos por el entrecruzamiento desconcertante de la realidad y de la ficción, y de la ficción dentro de la realidad. Por un lado, la estadía de la pareja bajo el techo de los suegros, y por el otro, la historia de un desencuentro en un hotel que se construye a partir de una novela que Gabino lee a Luisa. En dicho relato, son los mismos actores de la primera parte que representan a estos personajes de la ficción dentro de la ficción.
La realidad también se transfigura a partir de las interrupciones performativas de los personajes, en especial en la escena donde Paco interpreta a otro actor de Narcos y recita un diálogo de otro personaje, o cuando la madre de Luisa le indica a su hija cómo decir las frases del guion para un casting. Para Pereda, es imposible desestimar la influencia de imaginarios construidos en lo real y la perpetuación de estereotipos vueltos productos, que no hacen más que sostener modelos tan erróneos como falsos.
¿Cómo enfrentar opuestos sin condenarlos al conflicto? Chico ventana también quisiera tener un submarino (2020) conecta tres universos antagónicos, a través de un portal mágico que ensambla escenarios tan distintos como discordantes. Por un lado, la existencia de un cobertizo abandonado y lacrado en medio de la selva tropical, en Filipinas, suscita una suerte de paranoia colectiva entre los pobladores aledaños, entre ellos, Noli, el hombre que descubrió el lugar. En un crucero camino a la Patagonia, Chico Ventana es un marinero de bajo rango, encargado de la limpieza del barco, una tarea de exigencia física que debe realizar a pesar del frío o la lluvia, mientras los tripulantes beben y bailan. Y en un departamento en Montevideo, vive Elsa, una mujer solitaria de clase media.
El director Alex Piperno se desplaza por escenarios donde abundan las puertas y las ventanas, y donde los temblores repercuten de una abertura a la otra. A bordo del crucero, la presencia de Chico está siempre separada de los turistas, mediante alguna reja física, sea un ventanal o una baranda. Desde el propio título, que se refiere a un crucero como un submarino, la sensación de extrañamiento rebasa en la imagen; hay lugares a donde uno puede ir y, otros, a los que no. La frialdad de los pasillos de hierro y el rugido constante de las maquinarias del barco se oponen al silencio del departamento de Elsa, del mismo modo en que los espacios enclaustrados de la modernidad resultan finitos, frente a la grandiosidad del mar y del bosque, que exceden la escala humana.
La relación que los personajes establecen con el portal enuncia diferencias más allá de la clase social y del idioma, pero, a la vez, la conexión espiritual entre los individuos y sus espacios borronea los límites del uno con respecto al otro. Para Noli, el descubrimiento implica pesadillas premonitorias enviadas por sus antepasados; para Chico, es un lugar de refugio donde puede esconderse de sus obligaciones; y para Elsa, es la placidez de una comodidad a la que no pertenece. En Chico ventana también quisiera tener un submarino, es la curiosidad por el otro la que dictamina el actuar de sus personajes, una curiosidad contemplativa que opta por ignorar justificaciones lógicas y reposa en el consuelo de los sueños, aunque sean aquellos evocaciones apocalípticas.
El traslado y el desplazamiento está presente en el cine latinoamericano de diversas maneras. La migración, impulsada en gran parte por el deseo de mejores condiciones de vida, muchas veces desemboca en el desarraigo. Dirigida por Gonzalo Castro, La escuela del bosque (2020) gira en torno a María, una argentina que vive en Barcelona con Isabel, su hija de seis años. Tras verse obligada a tener que abandonar la casa que alquilan, María contempla la posibilidad del regreso, mientras discute la incertidumbre de su futuro con quienes la rodean.
Si La escuela del bosque se centra en torno a las vivencias de argentinos en España, la calle y los exteriores casi no están presentes, salvo algún que otro paisaje urbano que logra entreverse a través de ventanas o puertas. Por el contrario, Castro opta por contemplar las conversaciones que suceden en los sitios interiores, donde la intimidad de un espacio apropiado alberga a sus personajes, como si la cámara fuera un intruso en la vida de otros. Las largas tomas y el tiempo presente en cada una de las escenas dejan que las emociones vayan aflorando de a poco, y que los conflictos adquieran palabras que se entrometen con sutileza en los diálogos, en un tono apacible, pero no menos emotivo y dotado de un aire nostálgico, que evoca la fotografía en blanco y negro. El resentimiento de Iara, la hermana de María, desemboca en una discusión que no trasciende más allá de la reiteración de un reclamo pasado y que, en retrospectiva, adquiere una nueva mirada por parte de ambas mujeres.
La fragilidad del desprendimiento, tanto de personas como de lugares y de recuerdos, emerge en los miedos y en las dudas, en la relación con los padres y otros miembros de familia también presentes en el relato. Los diálogos cotidianos sobre el presente y el pasado construyen una película sobre la identidad y el exilio, donde las decisiones tomadas y aquellas por tomar no son reprochables, sino parte misma de una memoria personal.
La búsqueda de la identidad como sentido de pertenencia puede desembocar en un cuestionamiento doloroso e indecidible, que a veces podría estallar en irritación y rabia. Ambientada en Quilicura al norte de Santiago, Piola (2020) sigue las andanzas de tres adolescentes disconformes con su entorno. Por un lado, Hueso aspira lanzar su carrera de rap, a pesar de la incomprensión de sus padres, quienes lidian con un embargo y se ven obligados a abandonar su casa; Charly intenta compaginar sus ganas de hacer música con la responsabilidad de tener un hijo al que casi no ve; y Sol, una chica en medio de una relación conflictiva con su madre y un complicado noviazgo con un tatuador mayor, busca a su perra perdida. En la película de Luis Alejandro Pérez, el repudio a las generaciones anteriores y al sistema es una constante que los atraviesa y describe una sensación de molestia permanente.
¿Cómo sobrevivir bajo el mandato de tantas normas y exigencias sociales? Narrada a través de capítulos que anticipan ciertos sucesos, estas historias están unidas por la frustración característica de encontrarse en ese limbo de transición entre el descubrimiento y la madurez impuesta. El malestar se traduce en una cámara en mano que acompaña a los personajes, a través de las calles de la comuna, dejándose invadir por la música y el rap. Ciertos elementos saltan de una historia a otra, un arma, un perro, un sitio, hasta el momento de revelación final, cuando las historias se conectan en una suerte de catarsis colectiva, donde cada quien asume las condiciones de una clase media desesperanzada.
¿Cómo nos definimos a partir de la posición geográfica que habitamos? O dicho de otro modo, ¿cómo influye el espacio en nuestra identidad? Panquiaco (2020), de Ana Elena Tejera, conecta Portugal y Panamá, dos países separados por el mar Atlántico, en un personaje afligido por el desprendimiento de sus raíces. Cebaldo, un pescador indígena, regresa a la comarca de Guna Yala para recuperar la memoria. En la travesía, sumerge el cuerpo en los recuerdos diluidos por el paso del tiempo.
Para el pescador, la vida en Portugal pareciera ser nada más que un exilio, donde el trabajo y el hogar son espacios en los que se inserta con resignación. El plano lo encuadra casi siempre solo, y el idioma delimita una barrera de comunicación que recalca la distancia entre él y sus raíces. Cebaldo raras veces emite palabras, pero escucha una y otra vez los mensajes grabados de sus familiares, como si estuviera revisando un álbum de recuerdos sonoros. En otro registro, sobre placas negras e ilustraciones en blanco, la película narra la leyenda de Panquiaco, el cacique que condujo a Vasco Núñez de Balboa de la costa atlántica a la costa pacífica.
En Panquiaco, el trecho físico se subsana a través del agua. Según la creencia indígena, el mar es madre, memoria y pensamiento, a la vez. Cebaldo cruza el océano, y del barco pesquero, se sube a una canoa. Los registros analógicos de las olas del mar y de los rituales ancestrales de un pueblo conforman las reminiscencias de la infancia del hombre, quien revisita aquellos lugares, y que en silencio se resiste a perecer. Su alma navega entre dos tiempos y dos mundos, un poco como Panamá en el mapa, es un país de dos costas y un mar, un istmo que une dos continentes y cuyos habitantes se encuentran en permanente dicotomía entre ser uno u otro, una constante en el cine latinoamericano atravesado por el proceso de descolonización.
¿Quién domina a quién? Selva trágica (2020), de Yulene Olaizola, viaja a principios del siglo XX, en medio de la selva tropical de Belice, antes conocida como Honduras Británica, donde un grupo de hombres se dedica a extraer la savia de la corteza de los zapotes para la elaboración de chicle. El encuentro con Agnes, una mujer misteriosa de habla inglesa que huye de su captor, despierta una curiosidad colectiva entre ellos y pone en marcha una serie de eventos violentos, dominados por la explotación de un lugar que se resiste a ser sometido.
Los hombres de Selva trágica, tan violentos como brutos, se creen dueños de la jungla y de todo lo que habita en el paisaje exuberante. Marcar un árbol con un machete es recalcar la posesión de un sector ya conquistado. No es sorpresa, entonces, que la mujer inglesa se convierta, a la fuerza, en un botín preciado. La anticipada tensión sexual, narrada mediante miradas silenciosas y ángulos picados que la sitúan en una posición de inferioridad, desemboca en reiteradas situaciones de abuso que no hacen más que acrecentar una incomodidad, por momentos, inaguantable. A medida que pasan los días, afloran las diferencias raciales y los enfrentamientos entre un bando y el otro, pero la codicia y la avaricia no tienen cabida en esta tierra sin ley, donde, al fin y al cabo, serán las fuerzas ancestrales de la naturaleza las que decidirán el destino de los invasores.
La servidumbre nunca ha dejado de existir, nada más ha mutado de forma. La explotación de la clase obrera y la consecuente discriminación hacia los sectores marginados es el tema central de Mascarados (2020), de Marcela y Henrique Borela. Situada en el municipio de Pirenópolis, en el estado de Goiás, sin oportunidad ni formación alguna, los jóvenes que allí residen no tienen más opción que trabajar en la cantera, un oficio pesado que agota el cuerpo. Mientras los obreros cortan los trozos de piedra con mazos y cinceles, el pueblo se prepara para la Fiesta del Divino Espíritu Santo, una celebración anual de índole religiosa que conjuga elementos folclóricos y paganos, como procesiones, cabalgatas y enmascarados.
El pueblo es el protagonista del retrato de los hermanos Borela, sumergido en una comunidad quebrada por la desigualdad social y al margen de las grandes ciudades. En la película, la cantera de Mascarados está siempre presente, sea en imagen o en sonido. Los ruidos ensordecedores de las explosiones al pie del cerro y los golpes sobre la piedra componen una melodía monótona y agresiva que aprisiona a los empleados. En el montaje, el cuadro corta con los ruidos secos de un martillazo que enmudece los sonidos de golpe, y transita con brusquedad entre la rutina laboral y la familiar, las relaciones personales y sociales, ámbitos en cierto modo controlados y regulados por el sistema.
En Mascarados, las caretas permitidas son las que ocultan el cuerpo, y las prohibidas, aquellas que permiten liberarse y ser uno mismo. En la pedrería, los personajes se cubren para resguardarse del polvo y del calor. Envuelto en telas y sombreros, sus rostros son apenas distinguibles en los momentos de descanso. A través de un anuncio radial, una orden judicial obliga a los enmascarados a acudir a la celebración con una identificación visible. Pareciera que la máscara del pueblo trabajador está admitida, sin preocupación alguna hacia su bienestar, pero disfrazarse para las fiestas, no, como si el ocio fuera un privilegio de clases, o la libertad, una amenaza. Así como la cámara observa un trabajo sin fin, donde los montículos de piedra no hacen más que acumularse, una y otra vez, la mirada reposa sobre los momentos de descanso y, al hacerlo, otorga al cuerpo y al espíritu un lapso de tiempo en que uno, al menos, puede intentar regenerarse para encarar el día siguiente. Con una paga miserable y ninguna regulación laboral, conseguir un trabajo que dé satisfacción personal es el único deseo, pero también una utopía.
¿Cómo se filman los vestigios de una tormenta íntima? En Como el cielo después de llover (2020), la directora Mercedes Gaviria regresa a Medellín para acompañar a su padre, el cineasta Víctor Gaviria, en el rodaje de su última película. Pese a la resistencia que siente hacia el modo de producción grandilocuente, Gaviria se sumerge de lleno en el encuentro paternal que confronta su mirada con la de él, en una obra que desarticula el propio lenguaje para cuestionar las ideas acartonadas que rigen la creación de imágenes de un cine heredado y perteneciente a otra generación.
Los registros y puntos de vista del uno y del otro se entreveran. Por un lado, las grabaciones caseras que Víctor registraba entre un rodaje y el otro, situaban a Gaviria como la protagonista de su vida, una ficción en permanente construcción. En estas cintas, los eventos intrascendentes pasaron a forjar las imágenes de un pasado familiar compartido. Por el otro, la mirada de ella a su padre, que emerge durante el rodaje de La mujer del animal, una película perturbadora acerca de un hombre violento y abusivo que rapta a una mujer y la obliga a vivir bajo su techo. En estas imágenes, la voz en off de la directora describe el silencio de su madre y la resiliencia creciente de su hermano a ocupar una parte de la pantalla.
El rodaje ocurre en los detalles de la escenografía, los paisajes circundantes, los ensayos y los momentos de preparación entre una toma y la otra. Gaviria omite cualquier escena que podría asemejarse a una porción de una película que no es suya. Como el cielo después de llover se disputa la contradicción de estar tan cerca de una persona y evocar lo que cobija el fuera de cuadro, una actitud, una creencia, una serie de valores. Si el interés de su padre recaía en lo cotidiano, ella, en su carácter de sonidista, busca captar lo inaudible: el ruido de las hojas que se cierran cuando se las tocan, el miedo impalpable de su padre al filmar la última escena y la soledad de su madre durante las jornadas nocturnas que colmaron con palabras un diario escrito para Gaviria antes de nacer. En este sentido, ella busca sonidos imperceptibles y, frente a esta búsqueda, consiente en el cuadro imágenes referenciales que permiten aprehender lo irrepresentable.
Imagen y palabra discurren como pasado y presente en un acto de emancipación y crecimiento personal, donde los silencios resuenan por dentro y por fuera. Al final de la película, es ella la que filma a su padre, la que lo dirige y la que lo observa, a veces con permiso, a veces sin él, y es ella la que distingue el llanto y la música en un ruido ambiente.
A veces, el infierno sobrevive cualquier tormenta. Tras escapar de una secta religiosa que saqueaba y vapuleaba la ciudad a su antojo, Pinky se enfrenta solo a las calles condenadas de Colombia. Entre las drogas y la violencia, en una sociedad que le niega cabida, adueñarse de su presente es un mandato de resistencia. ¿Cómo lamentar la muerte de un excluido cuando no existe nada más finito que la propia existencia humana? Los conductos (2020), de Camilo Restrepo, ilustra la descomposición social desde la mirilla de un arma. El protagonista es uno de tantos hombres, quizás varios como él, que crecieron bajo las normas de la vida callejera, donde la miseria es un enemigo sin rostro y la supervivencia una lucha diaria.
En Los conductos, la violencia desborda en cada elemento de la puesta en escena. En el montaje, son los cortes bruscos que dejan en la elipsis y en el fuera de campo el instante catártico de cada escena, sea un asesinato, un escape o un acto de venganza. En la fotografía, son las miradas a cámara que niegan un distanciamiento entre personaje y espectador, entre actor y sujeto. Y en la fotografía, es la agresividad de un plano detalle que fragmenta los cuerpos en manos y rostros, y el uso del claroscuro que deja en la penumbra una gran porción de la imagen. En lo que no se ve, pero que se escucha, se oculta el odio y lo desconocido, como si las tinieblas estuvieran acechando constantemente el deseo de vivir, tal como el ingreso inesperado de un revólver en cuadro indica la intromisión de una violencia constante y anónima.
En Los conductos, las circunstancias de opresión trazan una malla infinita, donde la sangre se cuela inevitablemente a través de los surcos. Para Restrepo, la herida de una bala es un hueco que perfora una superficie y posibilita un nuevo sentido, de la misma manera en que un cráter en el suelo agujerea un camino al margen de la vía. Mientras que el relato de Pinky acompaña su aislamiento en un taller de serigrafía ilegal, los elementos circulares se repiten y se transfiguran de un plano al otro; el agujero de una camisa se funde con el tanque de combustible de una motocicleta, y un bollo de cobre robado del alumbrado público evoca la luna llena sobre la ciudad contaminada. La insistencia de los elementos circulares traza una circunferencia narrativa, donde el destino de un sector de la población no hace más que volver a su inicio y repetirse una y otra vez, una suerte de círculo vicioso, en el que la inscripción de una frase sobre un arma se graba en otra culata y la cadencia pulsante del plano cerrado de una herida recuerda cada tanto los actos del protagonista.
De un disturbio en el presente a una desconfianza del mañana, el cine latinoamericano retiene en sus formas sensibles una confrontación con su tiempo e historia. Las obras analizadas se desprenden de los valores dominantes hegemónicos y se enfrentan a su tiempo desde una posición individual que abandona los valores obsoletos de una sociedad anticuada. Para estos autores, quizás sea momento de arrojar una bomba que destruya lo aprendido, de aceptar que cambiar de vida es imposible y de observar los defectos y virtudes de nuestra historia personal, porque cuestionar el pasado y renegar de las sombras que forjaron la mirada y la identidad es un ejercicio para pensar el futuro, y para el cine, una manera de pensar (nos) en el futuro.