Festivales
BAFICI 2023 – Parte II
Todavía quedan secuelas de la pandemia de 2020 en las personas y en los eventos. Bafici 2023 se llevó a cabo con casi la mitad de las películas que solía presentar la década pasada. Los títulos, incluso, no arrancan emociones ni los directores nos vuelven incondicionales. La calle Corrientes, famosa por ser “la que nunca duerme” se convirtió en el centro del evento con algunas salas históricas, que no por mala voluntad sino, creemos, por falta de recursos, no han sido debidamente renovadas. También el público ha cambiado. Antes los estudiantes y cinéfilos nos congregábamos para disfrutar de una película tras otra, sumergiéndonos en esas salas oscuras (que no deben desaparecer) para compartir, en silencio y anonimato, la misma pasión. La pandemia que nos recluyó en el hogar, con pantallas cada vez más grandes y la gran oferta de cine y series por streaming, definió a nuevas generaciones que hablan y comen en el cine como si estuvieran en su casa. No fueron jornadas felices, pero vimos algunas películas que venimos a comentar, porque el esfuerzo que supone cada edición de un festival de cine es inmenso y detrás de ese logro hay mucha gente que sueña con que el público pueda tener la facilidad de acceder a películas que, salvo contadas excepciones, estarán en sala, y que los directores cuenten con una pantalla para mostrar sus sueños a quienes quieran acercarse a ellos. Esta pequeña reflexión es solo un parecer muy personal sobre una situación que se ha acentuado en los últimos años y que tienen como bisagra la pandemia.
Siempre los documentales son bienvenidos en cualquier festival. Uno de los primeros que ofreció Bafici este año es una obra del uruguayo Aldo Garay, de quien vimos el año pasado El filmador, una recopilación del material grabado por José Pedro Díaz y su descubrimiento de una Europa con grandes cicatrices dejadas por la guerra. Garay indagaba entonces, a través de esas imágenes, los paisajes rurales y urbanos que desgarraron las retinas del escritor y de su esposa, la poeta Amanda Berenguer. Con el mismo cariño por el material de archivo, compone para esta edición del festival Guitarra blanca. “Trato de tomar el archivo como si fuera una materia viva, no algo muerto que se usa para tapar un agujero o ilustrar una entrevista”: con esta premisa selecciona película filmada con una cámara de VHS por el poeta Francisco “Papico” Cibils, en la que registra la llegada de Alfredo Zitarrosa a Montevideo, luego del exilio sufrido por la dictadura militar.
La primera imagen, que muestra al cantante uruguayo “entrevistando” a su hija Serena, de 8 años, podría colocar a Zitarrosa en el centro de la historia. Ese hombre de izquierdas que componía sus letras y las sometía al juicio de su público fue grabado por Cibils en momentos cruciales para el Uruguay. Garay encontró gran cantidad de material, mucho dañado por el tiempo, pero logra con este documental transmitirnos la profunda admiración que sentía Papico por el cantante, a través de las imágenes que grabó desde el retorno del exilio de Zitarrosa, en marzo de 1984, hasta su muerte. Garay aporta con su cámara los espacios actuales recorridos en aquel entonces por el cantante y filmados por Papico. La confrontación de imágenes es un alegato sobre el paso del tiempo, tanto ha cambiado desde entonces, no solo los ámbitos en que se desarrollaban los hechos (el aeropuerto, el estadio Franzini, el recital de La Paz…), sino la manera de hablar, de vestir… pero queda, sobre todo, la claridad de las ideas del cantautor y la profunda admiración que le profesaba Cibils.
En realidad, es un amoroso homenaje a Papico Cibils, quien vio frustrado su documental cuando lo sorprendió la muerte. La desaparición del cantante lo había sumido en gran melancolía. Melancolía expresada en las sentidas líneas de despedida de un poema dedicado al cantautor. Las entrevistas a sus amigos y familiares cuentan la profunda tristeza en que el poeta se sumergió. Hoy, Garay saca a la luz ese sueño inconcluso.
La tristeza es uno de los temas más promovidos por el cine del sur de América. Si la carga melancólica está patente en el documental de Garay, el chileno Diego Soto la instala en Muertes y maravillas, que recibió el Premio Especial del Jurado de la Competencia Internacional. Soto nos invita a un universo pequeño, de amigos entrañables, donde la enfermedad doblega a uno de ellos. Si bien el trato que los adolescentes mantienen entre sí muchas veces está cargado de humor, otras, de cierta sinceridad brutal, transmite, más que en sus conversaciones, en sus gestos, una gran ternura.
La adolescencia está retratada en cada uno de ellos, que buscan, como pueden, alentar al chico enfermo y, luego, sobrevivir a su pérdida. Como en Guitarra blanca, la muerte está presente, pero no es mostrada. Mediante una elipsis nos enteramos que el joven ha muerto y los jóvenes comentan la pérdida. La cámara se queda con uno de ellos, que del ausente (presente) recibe el legado de su biblioteca. Entre sus libros, la novela homónima del film, de Jorge Teiller, será el disparador para que el joven intente su camino literario.
Un verano diferente, triste, con amistades cercanas y una pérdida. Salir de la burbuja para intentar nuevos caminos y honrar al amigo perdido. De todo esto nos habla Muertes y maravillas, sin prisas, con amorosa cadencia desarrolla la pequeña historia de estos jóvenes y un legado que perpetuará el recuerdo del ausente.
Lena, Marius, Ali y Maurice son cuatro adolescentes que se conocen en vacaciones. Mourir à Ibiza reúne a estos personajes durante tres veranos consecutivos. Lena ha ido al encuentro de Marius, a quien ha contactado por Internet y llega a Arlés donde se queda en su casa. Solo que Marius no está, así que la chica conoce a otros dos chicos con quienes establecerá una amistad perdurable: Maurice, un panadero retraído que le pide fuego, y Alí que trabaja de lo que sea para sustentar sus vacaciones. Lo vemos en la arena del anfiteatro romano de Arlés perder en la lucha como gladiador. En realidad, todos están saliendo de la adolescencia y buscando un lugar en su mundo. Lena funciona como eje de las relaciones, en las que la amistad, el amor y la fraternidad juegan un rol.
Retrato de la adolescencia tardía, en que el futuro debe definirse. Filmada por tres directores: Mattéo Eustachon, Léo Couture, Anton Balekdjian, en tres lugares distintos: Arlés, Étretat e Ibiza. Veranos de encuentros y desencuentros, en que los jóvenes van definiendo su futuro. Si bien su unión se va fortaleciendo con los años, cada uno decide su camino, velando por su bienestar individual. La naturaleza los desconecta de la vida real, pero en ese tiempo de ocio logran armar un futuro de acuerdo con sus sueños, sin que ninguno incida en la decisión del otro. Una película que observa a la juventud con una mirada amable y nos regala tres veranos, pandemia incluida, con cuatro jóvenes inexpertos que se convierten en dueños de sus vidas sin que sus decisiones incidan en esa fraternidad que han construido.
Con premio especial del jurado de Locarno llegó Gigi, la legge, una película del italiano Alessandro Comodin, que retrata a Gigi, un policía que patrulla las calles de San Michele al Tagliamento, un pueblo en la provincia de Venecia. Inspirada en la vida cotidiana de su tío, que cumple su propio rol en la película, la historia transcurre la mayor parte del tiempo en el interior del vehículo, desde donde Gigi vigila el pueblo y persigue a quien le produzca desconfianza. Al comienzo, durante casi diez minutos oímos al personaje, rodeado de plantas muy altas en su jardín respondiendo los reclamos de un vecino que pide que las pode. Una introducción extensa e innecesaria para asistir al día a día de este policía que alterna con otros compañeros en su automóvil o con trabajadores en sus descansos.
La introducción ya nos prepara a dejar la impaciencia fuera de la sala. Lo que podría haber sido un mediometraje se convierte en un largo e interminable paseo por lugares que nos están vedados al estar recluidos en el interior del automóvil. Hay cierto desequilibrio entre los tiempos dedicados al monólogo inicial, los diálogos con los compañeros, el coqueteo con la nueva empleada a través del radiotransmisor y los momentos de soledad en que recorre largos caminos rurales. Pareciera estar todo desfasado para exasperar al espectador. Los últimos minutos, Comodin se redime con una escena larga, aunque no tan extensa como la del comienzo, en que Gigi le cuenta una demoledora experiencia a Paula, la compañera nueva… Esa escena es LA película. Lo demás, sobra.
El portugués Telmo Churro ofreció en el festival India, la historia de Tiago, un profesor de historia devenido guía turístico, que vive con su padre anciano y su hijo adolescente, y de Karen, una brasileña de vacaciones en Lisboa que va descubriendo la ciudad más allá de la propuesta turística de Tiago. Lisboa se nos ofrece a manos abiertas, los recorridos por los sitios históricos y sus personajes nos llevan de la mano junto a Karen. La mujer es un personaje pasivo al comienzo, que sigue los pasos trazados por el plan turístico, pero poco a poco irá liberándose de sus exigencias y la película adquirirá otro sentido. La complicidad masculina para tratar de mantener atenta a la clienta turística no se equivale a la luz arrojada por la historia de Karen, que como si nada, la descubre para nosotros y revaloriza un filme que nos parecía anodino.
Sin estar presente en esta edición de Bafici, la figura de Nanni Moretti sobrevuela sobre la película de Telmo Churro, pero también sobre A claustrocinephilia, del italiano Alessandro Aniballi. La pandemia de 2020 ofreció un panorama tan apocalíptico que la pantalla de la computadora se convirtió en la ventana por la que mirar y mostrarnos. Aniballi ofrece en primera persona un diario documentado de sus días de confinamiento junto a su gato Baffino, con el respaldo de un ordenador y una moviola. Verborrágica, opresiva y angustiante, A claustrocinephilia es un alegato que combina el cine clásico con las dudas existenciales de su autor. Si no fuera por las imágenes más caras a los ojos cinéfilos de quienes vemos todo lo que se nos propone, sería un discurso pedante y deprimente. “Debería la historia del cine italiano, partiendo desde Paisà ¿hasta dónde? ¿O mejor, escribir la historia de un estudioso que no escribe la historia del cine italiano?”. Por suerte, siempre llegan escenas que hemos visto mil veces para rescatarnos, aclarar nuestra mirada y ser indulgentes ante obras como esta, que ofrecen más incógnitas que certezas.
En Le formiche di Mida, el austriaco Edgar Honetschläger le otorga la palabra a las hormigas y la mirada a un burro (Mida) que observa cómo se deteriora la relación entre la naturaleza y los seres humanos. Utiliza el mito de Faetón, que al robar el carruaje de su padre, Helios, quema la tierra a la que se acerca y congela aquella de la que se aleja. Con humor despliega un discurso sobre el cambio climático, desprovisto de estadísticas, pero con claras muestras de cómo el ser humano es una verdadera amenaza para nuestro planeta. Las hormigas se burlan de la soberbia humana y se ríen cuando dicen que el hombre solo entiende a los animales cuando los humaniza. Lo cierto es que el paisaje se vuelve desértico, los balseros africanos llegan a una Europa donde se los excluye, los sirvientes centroamericanos siguen siendo explotados por sus colonizadores…
Es una misma historia que se desarrolla desde comienzos de la humanidad y es tratada con una mirada filosófica que contempla la soledad del hombre y el destino del planeta. Por momentos, es excesiva en la cantidad de alegatos que expone, en la narración quejosa del comportamiento humano, sobre todo, porque tiene momentos de humor lucidez, donde la composición de dos imágenes valen más que mil palabras (la mucama y sus “patrones” que confirma el relato hablado, el cura armado que dispara sin motivo alguno cuando debería predicar la paz, el terrateniente que disimula no ver a los balseros hasta que se da cuenta que le pueden ser útiles) y no es necesario el tono de sermón religioso con que desarrolla todo su discurso. La imagen de las montañas que asemejan las piernas abiertas de una mujer, donde una mano esparce su simiente, casi al final de la película, pareciera ser un cierre esperanzador después de tanto arrebato en la defensa de nuestro planeta.
Y si de poderes divinos nos hablaba Le formiche di Mida, podemos bajar a tierra para admirar la película argentina de Agustín Carbonere, El santo, que recibió el premio a Mejor Director de la Competencia Internacional y Premio Estímulo al Cine Argentino. Rubén es un sanador que aplica sus técnicas no muy tradicionales para aliviar del dolor a sus pacientes, que integran una larga fila para ser atendidos. Con su ayudante logra devolverle a Benjamín, un niño desahuciado, la movilidad y el habla. La madre del niño le promete que lo hará famoso.
El ser humano que vemos al comienzo, un hombre hosco pero sencillo, con total control de su accionar, que comprende el dolor de sus pacientes y los cura, es transformado en la figura central de un show que lo idealiza. El contraste entre el personaje de sus inicios y su “evolución” está dado por la iluminación, la gestualidad y la banda sonora. El curandero se transforma en santo gracias a un engranaje millonario que va engullendo su voluntad. El poder todo lo corrompe, también a lo más puro que tiene al lado: el amigo, el niño… Cuando los intereses terrenales chocan con las fuerzas poderosas que no llegamos a comprender, las bastardean detrás de un manto de riqueza y poder. Cualquier parecido con El reino, la serie del pastor evangelista que se convierte en presidente, es pura coincidencia.
Cambiando el tono deprimente de los temas tratados en los últimos títulos, apelamos a la música. Against Time, de Ben Russell, un cortometraje con visos de psicodelia, en la que los fuegos artificiales, las imágenes en reversa de una multitud que deja la ciudad y se integra a la naturaleza le da paso a imágenes urbanas y nocturnas para luego pasar a golpe de metralla en la composición de dos, tres y cuatro imágenes sucesivas, que a distinto ritmo ofrecen un viaje alucinógeno mientras la música electrónica acompaña in crescendo hasta que casi al final de los 37 minutos que dura, descansamos nuestros ojos y oídos en un puerto, donde las naves se mecen y las garzas graznan. Hay que verla. Es una fiesta, es como subirse a esa bailarina gigantesca que danza en el parque de diversiones, mareándonos para sacarnos de la cruel realidad.
¿Y qué decir de 7 jereles? Es una de las once películas (la décima, más exactamente) que Gonzalo García Pelayo pensaba rodar en 2022. Codirigida con Pedro Romero, en Jerez de la Frontera, nos lleva a recorrer esa ciudad por la noche, cuando la música y el baile salen a lucirse a la luz de la luna. Un grupo de drones son disparados para ver la ciudad en su totalidad, iluminada bajo la sombra de la noche. Hermosa, majestuosa, dorada, silenciosa. Hasta que nos acercamos y recorremos sus calles, oyendo música en distintos patios y tascas y bodegas.
Dividida en siete capítulos, como los siete caballos (jereles) que les dan título, realizamos siete recorridos válidos por la ciudad, con personajes y artistas que nos integran a su universo y disfrutamos del paseo, aunque a García Pelayo se le haya dado para recorrerlo hacia atrás. Porque no se trata de un paseo turístico, sino de llevarnos por la música que se está desarrollando en esa parte de España, donde el cante y el flamenco, obviamente, están presentes, pero con fusiones del hip hop, del rap, el blues, el rock…
Recorremos la ciudad aparentemente vacía, al trote de los caballos que galopan por los pasajes. El cantaor recita sus palabras acompañado por el órgano de la iglesia, a la que hemos entrado para escucharlo con real devoción y, luego, retirarnos suavemente por la plaza, donde distintos cantaores dan su espectáculo, hasta llegar al mendigo, que en una escalinata, apoyado en una puerta, de cuyo picaporte se sostiene, canta una de las más hermosas composiciones que he escuchado. El encuadre lo enaltece, su canto nos sensibiliza, la noche lo arropa y su gestualidad nos abraza. Imperdible, por mágica.