Viñetas y celuloide
Metales de pesos diferentes
Estrenada en 1981 bajo la dirección de Gerald Potterton y producida por Ivan Reitman (famoso por ser el artífice de las dos entregas de los Cazafantasmas), Heavy Metal se basa en una revista epónima (que a su vez había sido creada como hermana anglosajona de la francesa Métal Hurlant), cuyo propósito era darle a un público maduro un conjunto de cuentos de terror, ciencia ficción y horror (temáticas que también podían unirse) por mano de algunos de los mejores artistas del mundo. Esta falta de una estructura única y monolítica, de una historia bien definida, se espeja en la arquitectura del filme: Heavy Metal no sigue una organización clásica, sino que opta por una división interna que sirve en tanto concreción del carácter episódico típico de la revista. Sí hay un hilo conductor, pero este fil rouge tiene más bien un rol secundario, marco necesario para que el producto parezca, por lo menos, levemente unitario y no una simple colección de aventuras separadas; pero esta separación, en parte, se percibe, lo cual, sin embargo, no significa que sea algo negativo. Efectivamente, el resultado final es la encarnación del espíritu anárquico de la revista misma.
Para la visión se necesita, entonces, un espíritu autocrítico, una mirada refinada e irónica, el análisis decodificador (alguien podría decir posmoderno) de los clichés; si de fantasía se habla, esta se relaciona con los deseos más profundos y, al mismo tiempo, más superficiales, a aquellas representaciones tan innocuas pero tan absurdas como pueden ser las de las mujeres con formas redondas e imposibles, o de los hombres altos y llenos de músculos, así como las de la carnicería de la guerra o de los personajes cínicos y sin moral (o, por lo menos, cuya moral es la de mors tua vita mea). La sensación que tenemos, entonces, es la de estar ante la explosión de lo subconsciente, una cascada multicolor de una voluntad histérica e inmadura que ha logrado crecer pero que, en el fondo, permanece atada a necesidades frustradas de ruptura con el mundo que la rodea; Heavy Metal, de hecho, logra jugar con el desfase que se crea entre la edad adulta y la juventud, con el necesario pero doloroso reconocimiento del fracaso de nuestros sueños, no tanto en relación a las posibilidades de alcanzar nuestros objetivos, sino en lo que concierne a la imposibilidad de hacer que nuestras fantasías irrealizables se hagan realidad (me refiero, por ejemplo, al deseo de volar, de ser invisible, de ser inmortal). Ver esta película significa permitirle al joven que todavía está en nosotros volver a mirarse a través de ojos adultos.
Por esta razón, para que Heavy Metal funcione, resulta necesario hacer un esfuerzo (mínimo) para reconocer aquellos mecanismos que rigen productos de este tipo, en los que la ciencia ficción (para adultos) permite una liberación total de aquellas energías que forman parte de este género artístico, parte de la corriente pulp. La presencia de nombres importantes, como Moebius, Bernie Wrightson, Richard Corben y Dan O’Bannon o, en el caso de la música, de Don Felder, Black Sabbath y Blue Öyster Club, ya indican cierta necesidad de crear una obra que no reniega de su origen en la (gran) cultura popular. En tanto película, Heavy Metal podría resultar un poco carente, hasta decepcionante, por la falta de unidad, pero si nos referimos a ella en tanto texto sobre un tipo de subcultura, entonces nos será imposible no reconocer su calidad discursiva; confluyen así, en esta obra, aquellas sensaciones de antaño, un producto para mayores capaces de dejarse llevar por un (falso) caos (estructurado) de imágenes y sonidos, acompañado por una banda sonora espectacular.
Pasados casi treinta años, se nos presenta Heavy Metal 2000, una secuela teórica, abstracta, que (casi) nada tiene que ver con la obra que la precede; se pierde completamente la voluntad de darle al público un mosaico de aventuras, levemente conectadas, y se opta por una arquitectura más sobria, más descifrable según los cánones cinematográficos (el mal contra el bien), basada esta vez en una aventura creada por Estaman, Bisley y Talbot (Melting Pot). Si esta decisión nos lleva a una visión más ordenada y, en consecuencia, a una fruición más orgánica, no por esto el resultado puede definirse necesariamente positivo; la pérdida de una técnica indisciplinada y la necesidad de seguir un sistema riguroso no pueden significar de por sí una mejora absoluta, ya que el problema principal de esta película es la falta de aquella explosión de fantasía que había caracterizado la de 1981.
No encontramos aquí el conjunto (necesario) de miradas sagaces que tan bien ayuda a acercarse a unas temáticas que intentan salir de una seriedad no querida, en parte despreciada, aquellos mecanismos de crítica y análisis del género que autorizan a disfrutar del escapismo; la película de Coldewey y Lemire, efectivamente, parece haber decidido seguir una temática discursiva de mayor seriedad, perdiendo la capacidad de no tomarse en serio, y si bien esto hace que el producto final muestre su necesidad de diferenciarse completamente de su precuela, sin embargo, el resultado de esta decisión no permite la aparición de una lectura textual que se dirija desde diferentes puntos de vista. La superficialidad de 1981 era una característica buscada, necesaria, que se apoyaba en una profundidad metadiscursiva, mientras que la de 2000 no esconde ningún objetivo de análisis de este tipo. De hecho, el efecto global de la película es el de estar ante un producto que no ha sabido desarrollar las posibilidades ofrecidas por los medios, el cinematográfico y el del mundo de los tebeos. La presencia de una actriz como Julie Strain, en tanto voz y modelo sobre el que se ha creado la protagonista, así como de Billy Idol y Michael Ironside, presupondría cierta tendencia hacia un resultado de serie B, pero, así como con su precuela, esto no significaría que un producto de este tipo no pueda presentar diferentes niveles de lectura; Heavy Metal 2000, sin embargo, parece ser el trabajo de alguien que ha preferido no profundizar demasiado, quedando en los bordes de lo clásico, de lo normativo, llegando así a no profundizar nunca en el material sobre el cual la película se basa.
La visión de esta película resulta así una experiencia vacía, inútil. Perdido el espíritu artístico de la obra de 1981, lo que queda es solo un producto que no se revela capaz de hacernos pasar un buen rato. El carácter de escapismo al que tiende se ve frustrado por una tendencia negativa hacia el uso serio de los clichés del género: la lucha entre el bien y el mal ya muestra su necesaria y obvia conclusión pasados los primeros diez minutos. Al espectador no se le da así lo mínimo necesario para que se divierta y pueda disfrutar de una obra modesta, negando cualquier tipo de fruición ligera: no es posible decir que estamos ante una mala película, ciertamente, pero tampoco posible resulta afirmar que estamos ante algo bueno. Se trata de aquella situación en la que el reconocimiento de una falta de defectos graves no implica la presencia de rasgos positivos; Heavy Metal 2000 se sitúa así en el espacio entre lo suficiente y lo insuficiente, un producto mediocre, sin fantasía, y en comparación con su precuela y la revista de la que toma parte de su nombre es un pecado imperdonable.