Reseñas de festivales
Miramar
El comienzo de Miramar parece situarnos en un terreno similar al de la novela The Buenos Aires Affair (1973), del escritor (cinéfilo) argentino Manuel Puig. Lo primero es un par de planos del mar, seguido de una sucesión de imágenes de un cálido ambiente familiar. En el interior del confortable hogar, el tedio reprimido de un triángulo familiar conformado por padre, madre e hijo. Bressane sonoriza esta escena de un modo atípico: al plano correspondiente a cada integrante de esta familia le superpone una pista de audio que reproduce diálogos cinematográficos del Hollywood del período clásico. Uno de esos diálogos corresponde a Más corazón que odio / Centauros del desierto (The Searchers, de John Ford, 1956), con la inconfundible voz de John Wayne representando a su emblemático Ethan Edwards, quizás anticipando la inminente emancipación del joven protagonista de Miramar, o tal vez ilustrando la no pertenencia del cineasta brasileño Júlio Bressane a algún territorio reconocible del mapa cinematográfico. Luego el joven Miramar recibe de parte de sus padres un pasaje aéreo para que abandone el hogar y salga a recorrer el mundo. En su ausencia, los padres trascienden el marco restrictivo del pudor familiar para entregarse al más puro frenesí sexual, excesos que derivan en la muerte de ambos. Ajeno a todo esto, Miramar afronta su educación sentimental y cinematográfica munido de una cámara de 16 mm, relacionándose con el mundo, buscando y dando forma a su propia mirada.
Esta película extrañísima entabla un diálogo tenso entre la experimentación audiovisual, la puesta en escena teatral, la composición pictórica, la declamación del texto con disertaciones sobre la filosofía, el arte, la política y la vocación cinéfila, todo eso sumado a un erotismo latente que subyace prácticamente en cada imagen, con la textura dañada del DigiBeta en su ampliación a pantalla grande. Bressane se debate entre la evocación poética autobiográfica y la declaración de principios sobre lo que debe ser, a su parecer, el cine. En el camino cita a Eisenstein y a Cocteau, y tantas otras referencias literarias, pictóricas, musicales, escultóricas.
Bressane fue la revelación clave de esta última edición del Bafici, un secreto demasiado escondido y revelado con excesivo retraso, pero digno de ser celebrado. Ni siquiera un extranjero en los márgenes de la industria brasilera de hace cuatro décadas, sino un extraño en su propia tierra, hasta eludiendo las fronteras del Cinema Novo de Glauber Rocha. La retrospectiva que le dedicó el festival permitió vislumbrar unas diecisiete películas de su autoría, que aun así representan menos de la mitad del trabajo llevado a cabo por este inédito cineasta underground, que parece llevar hasta el extremo aquella idea algo imprecisa del cine como arte-resumen del resto de las manifestaciones artísticas. En el cine de Bressane conviven prácticamente todas las formas de expresión posibles, atravesadas por la lucidez intelectual y el arrebato poético de un cineasta insólito que no pertenece a ningún lugar.