Monstruo

El universo Hirozaku Koreeda (Japón, 1962) vuelve a desplegarse. Nuevos caminos se bifurcan en intérpretes y emociones y serpentean tortuosamente hacia la consecución final. Hasta entonces, un soslayado director nos mantiene en vilo. La familia, contextualizada diferente, los amigos y el entorno crean un inestable mecano. Conocer el verdadero valor de todas sus piezas, dejando atrás premisas conocidas, permitirá, al atónito espectador, comprender las tribulaciones de una cinta diferente, vaga en concreciones. La imaginación cobra importancia. Con estas premisas la duda está servida.

Prejuicios sobre el comportamiento ajeno vertebran todo el metraje. Un cuento de monstruos que pone al límite las capacidades de unos personajes incomprendidos que solo buscan amor en cada una de sus acciones.

Intuimos en los cimientos de este trabajo referencias a directores pretéritos como Akira Kurosawa (1910-1998) o Nagisa Oshima (1932-2013). Inspirándose en ellos transita otras rutas. Este sendero inexplorado por el director nipón nos descubre nuevos retos, los protagonistas cargados de cargos de conciencia y rencores invitan, sin duda, a un segundo visionado. Eso, pocas películas lo hacen.

La fotografía es imponente. Ryuto Kondo (Japón, 1976) nos regala delicados planos. Podemos encontrar su autenticidad en el destartalado autobús, el vasto campo o los húmedos túneles. Los claroscuros y cambios de luz describen, más allá de las palabras, las emociones de unos niños repletos de culpas. Aprender a ser mayor es una tarea compleja y, si el entorno no ayuda, se convierte en un esfuerzo titánico. Esconderse de algún modo puede ser la mejor opción.

Quienes son las víctimas de esta historia es un concepto que queda poco claro en este puzzle narrativo. Numerosos temas son abordados en esta cinta sorprendiendo a un espectador que va modificando su perspectiva, al igual que la consecución de puntos de vista abordados. Faltas de confianza, bullying o maltratos hacen aflorar sentimientos de sobreprotección. Con guion de Yuji Sakamoto (Japón,1967), esta película depara sorpresas inesperadas.

Abrupta y extraña consigue ese punto de delicadeza al que Koreeda nos tiene acostumbrados. Los niños, la directora, la madre e incluso el profesor, todos tienen sus pesares. Entenderlos y empatizar con ellos ya es tarea del espectador. Ahí radica la real proeza del director. Un mago del celuloide capaz de transformar las miserias humanas en noblezas individuales convierte los pesares en futuros esperanzados.

La familia, desde la mirada infantil, se desvela un misterio lleno de falsedades, mentiras piadosas y verdades a la mitad. Así, la imagen, se torna en un juego de versiones de difícil composición. Percibir el adecuado punto de vista transforma este caleidoscopio convirtiéndolo, de pronto, en otra cosa.

Perfectamente encajadas, sus distintas piezas nos descubren los secretos de esta incomprensible pero necesaria familia llena de remordimientos. Y de este modo, las monstruosidades cotidianas se convierten en obsesiones. Para sobrevivir en sociedad debemos sobrevolar estas nimiedades frágiles e hipócritas. Las apariencias engañan. Las cosas suelen ser más complejas de lo que parecen. Mediante elegantes trampas e ingeniosos giros de guion se construye esta desconcertante película en tres actos (madre, profesor e infante) que muestra niños y adultos perdidos de igual manera en una sociedad cruel. Códigos propios fraguan relaciones personales que van más allá de los convencionalismos.

La emoción que consiguen aportar a los personajes los dos pequeños protagonistas va más allá de un elaborado guion. Es la guinda del pastel, clave auténtica para que todo este entramado funcione con la exactitud de un reloj. De la ira más intensa al llanto contenido solo hay unos pocos pasos.

Un thriller transformado en una emotiva película. En ella, las bestias embellecen por momentos. Complejidad y emoción en un drama que va abriéndose poco a poco. Familias rotas, secretos y silencios. Desde las llamas del incendio hasta las aguas torrenciales de la tormenta huracanada, soledades e incomprensiones van construyendo unos personajes que, incapaces de confesar lo que sienten, se mueven con sensible incomodidad esperando pausadamente la ansiada liberación.