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Naomi Kawase. Cine de los afectos
河瀨直美 (Nara, 30 de mayo de 1969)
¿Quién se esconde tras el objetivo más exquisito para convertirnos inmediatamente en cómplices?
Donosti respiraba diferente, inusualmente caluroso. Las calles bullían de gente y en un instante Naomi Kawase apareció ante nosotros. Fue la primera vez que la vi.
Ese año presentaba Genpin (2010), en la 58° edición del festival SSIFF (Festival Internacional de Cine de San Sebastián), compartiendo su intimidad con los espectadores; en su visita a la ciudad la acompañó el protagonista, su hijo Mitsuki (2004).
Expectante y risueña, se movía por las calles con una curiosidad y una fluidez que, de no ser por el séquito que la acompañaba y las elegantes prendas que la vestían, habría pasado desapercibida entre nosotros, cinéfilos aficionados, ávidos de nuevas experiencias.
De estatura media, porte elegante y saber estar. Su sencillez destaca en su manera de vestir. Todo en ella es afable autenticidad.
Gran comunicadora, se expresa de forma clara, gesticulando mucho, moviendo manos y brazos sin brusquedades, al modo nipón, enfatizando con ellos palabras y sentimientos.
El hábitat de la directora no es en absoluto entre focos y periodistas, ya que se siente un poco fuera de lugar, su expresión se relaja en entornos más íntimos. Naomi es de pisar el terreno, de enfrentarse de cara ante las dificultades reales que la vida le pone por delante y de salir airosa la mayoría de las veces por su tesón, fuerza y valentía.
Cámara en mano, ya sea fotográfica o de video, se abre al mundo. Y con ella descubre sus enseñanzas y misterios. En este confinamiento, la vida nos puso a todos a prueba y, sin lugar a duda, ella volvió a sorprendernos. Un cortometraje, realizado con su móvil, logró expresar en breves minutos cómo se sentía en esos inciertos momentos.
Naomi nació en Japón, en el área de Kansai, concretamente, en Nara, ciudad donde reside actualmente y que es localización importante de muchas de sus obras.
Su cine se siente, se respira y se acaricia. Es simbólico, poético y generalmente documental; sus filmes son rarezas que pellizcan el corazón.
Encuentra la calma en una profesión con la que se comunica. Con menos palabras, pero más concisas y exactas, nos cuenta sus historias. Su vida no fue nada fácil, generalmente ninguna lo es, pero la suya definió su trayectoria antes siquiera de darse cuenta de ello. Procede de una familia humilde, alejada del mundo del cine, con unos valores espirituales de amor, respeto y cariño que superan con creces cualquier dificultad. Esas vivencias se sienten en todas sus obras.
Muchas veces le han preguntado cuales son sus influencias cinematográficas o qué directores han marcado su carrera, a lo que ella siempre responde: “Yo no tengo tal cosa, mi inspiración llegó cuando yo era muy joven, durante un partido de basquetbol, en el cual tuve una revelación muy fuerte, descubrí cómo el tiempo avanzaba sin que pudiera detenerse, y eso hace estragos, empecé a llorar y quise plasmarlo de alguna manera. Puedo decir que bajó el Dios del cine y me dijo: hazlo, exprésate”.
Comprendió entonces que debía crear algo para preservarlo, generando memoria y, en ese afán, se convirtió en fotógrafa, escritora y cineasta (Universidad de Artes Visuales de Osaka, 1989). Plenamente convencida de su decisión, afirma: “A un trabajo así sí podría dedicarme toda la vida”.
Recuerda esa época feliz con un brillo de nostalgia en los ojos y una amplia y sincera sonrisa en los labios.
Pero los inicios no son sencillos. Unas convicciones morales tan profundas dificultan el camino. No hay que mentirse a uno mismo, sino tratar de ser sincero y vivir honestamente. Conocer bien cuál es el límite, la idea es proyectar la vida y la conexión con el otro. Es importante no traicionar este concepto. Se para, respira y piensa, con la cabeza baja y los ojos entornados dice: “lo importante es el amor”.
Hagan algo que solo puedan hacer ustedes mismos, aunque tarden; ese es el camino más corto.
Sus primeras creaciones fueron documentales, las películas de ficción ya aparecerían tiempo después. Pero en todas ellas está presente un espacio anegado de amor perenne, planos que rezuman este sentimiento, pero que, a la vez, duelen intensamente. Películas que te hacen vivir dentro y fuera del celuloide, en dos yos. Moe no Suzaku (1997) fue su punto de inflexión, emprendiendo, tras ella, un camino de reconocimientos sólido y duradero.
Con voz propia, a veces suave y delicada, otras firme y rotunda, su obra trascurre entre el constante cuestionamiento de su identidad y sus orígenes. Es su motor vital y creativo. Cine autobiográfico, y no por contar su vida, sino por hacer su vida mientras opera con la cámara.
Cine de los afectos, que nos hace palpitar el corazón, la cámara también tiembla. Miedo, preocupación y emoción que aflora y nos conmueve, nublando la percepción del mundo. Sensible, el ojo, se llena de solución salina, emborronando la imagen.
En Embracing (1992), se reconcilia con su padre y en Katatsumori (1994), fingiendo ser caracol, sigue los pasos de quien la crió, su abuela Uno. En ambas recrea sus memorias, un viaje a lo largo de sus álbumes fotográficos, donde detalles y ausencias se entremezclan, sentimientos todavía atrapados con los que se recompone a sí misma. Intimidad compartida entre la directora y el espectador.
Persigue cosas efímeras para revelar aquellas que no son tan evidentes, intentando atrapar la imagen del instante. Captura el tiempo en su interior, concentrando emociones. La nostalgia la invade en este punto, unos momentos de silencio la ayudan a reponerse.
Todo requiere su tiempo. Igual que una semilla, tarda en dar su fruto. Pero vivimos en una sociedad dominada por el consumo, el dinero y la inmediatez. Requería recuperar esos valores.
Diez años después, en 2020, pude verla en conexión on line, cuando presentaba su último trabajo, Asa ga Kuru (2020). Ya pasó un tiempo desde que nos cruzamos por primera vez. Del vestido blanco roto que llevaba en su participación de 2010 y su peinado retocado por el viento de Donosti, pasó a un vestido azul y un moño para atender las entrevistas, sentada en su ambarino sofá.
Aquí se pierden la frescura y autenticidad de sus movimientos y reacciones espontáneas, no obstante, en esta situación un poco impostada, también nos enriquecen sus delicadas y sabias palabras. Las películas emulan la vida. Sus universos abren perspectivas, sus reglas transcienden nuestra soledad. Las secuencias que abren la mirada a lo aleatorio de la naturaleza son las mejores. El sonido del viento y el vaivén de las hojas, vistas y percibidas como nunca. En Mogari no mori (2007) sentimos este espacio que nos acoge y cobija desinteresadamente.
Se siente orgullosa de participar activamente en el festival de cine de su ciudad: Nara International Film Festival (NIFF). Los premios otorgados son sorprendentes, muy humanos, de hecho, el ganador de 2010, Pedro González Rubio fue invitado a volver a Nara para filmar un documental como reconocimiento a su labor premiada (Alamar, 2009). El resultado, una proyección que plasma la fragilidad de la vida de los habitantes de la comunidad de Kanogawa (Totsukawamura).
Hacer una película es como cocinar. Tienes patatas, cebollas y zanahorias e intentas cocinar algo. La idea inicial es un curry, pero al final te sale un guiso. No importa, mientras esté bueno. No sabemos hacia dónde vamos, pero sí sabemos que queremos hacer algo rico y sabroso. Así es como trabajo la mayoría de las veces.
El proceso de edición también es importante. ¿De qué manera se van a cocinar todos estos ingredientes? No solo durante el rodaje, sino también posteriormente, se construye una película; editando se puede cambiar drásticamente todo.
Desde sus primeros filmes, grabados en 8mm y con enfoque manual, aprendió a capturar la luz y se percató, mientras caminaba, que al doblar cada esquina se iba a emocionar, descubriendo cosas nuevas en su trayectoria. Ahora no solo pasa el tiempo, sino que siente nuevas oportunidades y experiencias a cada paso.
Los protagonistas de sus películas son, en su mayoría, actores amateurs, generalmente amigos y familiares que nos brindan otra forma de reflexión, pensamientos y emociones.
Comparte su tiempo entre la realización y producción de sus películas y la vida en el campo, donde cultiva arroz y vegetales. Ejemplo de una vida que trascurre despacio y refleja, sin duda, la poesía de su cine.
Me gusta capturar lo intangible, la sensación del viento rozándonos la cara, la emoción que supone contemplar los cerezos en flor… las sensaciones, los olores, los sabores y las experiencias más íntimas de una manera orgánica.
Naomi impresiona con su magia, consigue que momentos ya vividos, desaparecidos en el tiempo, vuelvan a aparecer frente al espectador. Recrea de un modo exquisito sensaciones y sentimientos con relación a fenómenos naturales o interpersonales.
“Mientras haya luz y oscuridad seguiré haciendo lo mismo”. Ese es su sentir y la grandeza que le brinda el Dios del cine.